28 marzo 2006

Antología de Raúl Porras (I)

Elogio y Vejamen de la República
Monteagudo y Sánchez Carrión) *


Se ha hablado mucho en nuestra historia de la oposición entre Monteagudo y Sánchez Carrión. Oposición ideológica entre el pensamiento de la monarquía y el pensamiento de la república. Antinomia personal entre un autoritarista y un liberal, entre un ateo y un creyente. Monteagudo, decepcionado, cruel, despótico, ávido de realidad y poder. Sánchez Carrión férvido, entusiasta, generoso y humanitario, y sobre todo romántico, con el teoricismo sagrado de los libros no confrontados aún con la realidad y con la vida. Hombres antagónicos, no sólo en la acción, sino hasta en el temperamento y en los gustos. El argentino sensual, epicúreo, dominado por el gusto del placer y la ostentación. El peruano con su pobreza de colegial-maestro, su sobriedad y su desinterés de jacobino o de fraile.

A la idea de su oposición esencial ha contribuido, sobre todo, la dramaticidad que revistió en todo momento, la confrontación de ambos espíritus. La primera vez en el sombrío salón de actos de la Universidad. Monteagudo, presente en persona, presidiendo "La Sociedad Patriótica", la mirada penetrante clavada en el auditorio, con fijeza de inquisidor. Y el espíritu gallardo de Sánchez Carrión, ausente de la Sociedad, irguiéndose en la Carta del Solitario de Sayán con un chasquido de látigo. Más tarde, el uno tras de los muros del palacio virreinal, siniestro y sigiloso, como fiera en acecho; el otro, en la plaza caldeada de tumulto y de muchedumbre, dejándose arrastrar por la embriaguez demagógica. Hasta entonces, lejanos y desconocidos, el uno para el otro, pero ya definitivamente contrapuestos. Monteagudo parte desterrado por obra del celo republicano de Sánchez Carrión, y el tribuno popular pide en el Congreso que la cabeza del monarquista sea puesta a precio si vuelve a pisar el suelo de la democracia.

Monteagudo, vuelve, sin embargo, desafiando al pueblo y a la ley dictada por el pueblo, para servir de consejero autocrático a Bolívar, gran desdeñador de pueblos. Entonces el primer encuentro frente a frente. Los dos sabiéndose rivales hasta la muerte. Los dos dispuestos a luchar por el triunfo inmediato y por el póstumo. Huraños los dos para reconocerse y saludarse, con el fanatismo refractario de dos ideas antagónicas. Y Bolívar entre ellos provocando en las sobremesas del campamento el placer del diálogo afilado y brillante, a veces como acero, a veces como zarpazo. Y por último la trágica emboscada. Monteagudo que gana terreno en el ánimo de Bolívar para la autocracia. Y un negro que le atraviesa el pecho en una calleja de Lima oscura como una conjuración. Pocos meses más tarde, Sánchez Carrión muere en el pobre pueblo de Lurin, según el rumor público envenenado de orden de Bolívar.

Asombra ahora constatar, transcurridos cien años, la perfecta analogía de estos dos espíritus tan disímiles en su tiempo. Su radical oposición de entonces se disuelve en identidad. La Carta del Solitario de Sayán no dice nada fundamentalmente distinto de la Memoria sobre los principios que seguí en la administración del Perú. Hay tan sólo acaso una diferencia de énfasis. La controversia entre monarquía y república fue tan sólo formal. Los defectos que ambos espíritus constataban y trataban de corregir en nuestra realidad eran los mismos y los remedios idénticos, salvo en la mera apariencia gubernativa. El espíritu avizor de ambos se demuestra en la auscultación de los defectos del carácter peruano. Aciertan ambos cuando apuntan que el vicio más característico de nuestro pueblo es el servilismo. No importa que Monteagudo deduzca de allí la imposibilidad de fundar un régimen democrático, digno y libre, ni que Sánchez Carrión arguya que la única forma de levantar al pueblo envilecido, es otorgándole los derechos de un pueblo soberano. La coincidencia está en el fondo: ambos piensan en la inferioridad peruana para la democracia y ambos veneran a ésta como forma inasequible y pura.

Monteagudo no odiaba la república. La admiraba y la temía como a una quimera, o una meta distante en otros países . En el Perú la creía francamente inadaptable. Era un régimen para hombres libres. La monarquía no era para él una fórmula, sino una experiencia: la experiencia de la esclavitud. "No habría tiranos si no hubiera esclavos", escribe. Hallaba en nuestro país "el hábito de obedecer a la fuerza porque nunca ha gobernado la ley", el triunfo constante de la adulación y la bajeza, la postergación de la virtud y del mérito.

No es muy distinta la comprobación de Sánchez Carrión. Reprueba la monarquía porque ésta acentuaría "la blandura del carácter peruano", la propensión criolla a la adulación y a la bajeza. "Seríamos excelentes vasallos y nunca ciudadanos - dice el Solitario de Sayán -: tendríamos aspiraciones serviles y nuestro mayor placer consistiría en que S.M. extendiese su real mano para que la besásemos; solicitaríamos con ansia verle comer y nuestro lenguaje explicaría con propiedad nuestra obediencia". ¿No es la misma convicción que en Monteagudo? Podemos ser "excelentes vasallos" nunca ciudadanos. Pues: ¡a establecer la monarquía con tales arquetipos, exclama Monteagudo y le responde Sánchez Carrión: "¡eso sería fomentar el servilismo!".

Asombra al recorrer el pensamiento de Sánchez Carrión, la exactitud de sus observaciones sobre el carácter peruano y la fijeza psicológica de éste trasmitida por la herencia. Apuntaciones de actualidad parecen estas sobre el oportunismo criollo: "En primer lugar hemos heredado de nuestros antiguos señores el detestable espíritu de pretenderlo todo y, de consiguiente, todas las formas de que es preciso vestirse para conseguir el fin, conviene a saber la bajeza, la adulación y el modo de conseguir con las flaquezas del que puede o debe conceder la gracia, creyéndonos aptos para todo, poco premiados con cuanto nos dan y dignos del empleo más eminente, aunque faltan aptitudes y por más que la comunidad se perjudique con nuestra colocación. De aquí se infiere, que aún puesto con justicia, nos damos por mal servidos, maldecimos el sistema concibiendo que el único es aquel en que nuestro amor propio saca todo partido posible".

La república no es en realidad un organismo político, sino un organismo moral. No se crea por las leyes sino por los hombres. Monteagudo y Sánchez Carrión saben bien esto. Por eso ambos quieren reformar el Perú, el uno por la ilustración y el otro por la virtud. Técnica y eticismo diría Víctor Andrés Belaúnde, empeñado en nuestros días en el mismo quijotesco empeño de hallar una fórmula de gobierno para el Perú. "El mejor modo de ser liberal, dice Monteagudo, es promover la ilustración necesaria para una república. "Sin el influjo de la moral -escribe Sánchez Carrión - ¡no puede haber república!" y el Congreso Constituyente de 1822, inspirado por Sánchez Carrión, hace de la virtud el primer atributo republicano. "Se hace indigno del nombre de peruano - dice el artículo 14 del Proyecto - el que no sea justo y benéfico, el que no cumpla con lo que se debe a sí mismo". Y el Exordio de la Constitución proclama: "no habrá más preferencia que las que den el mérito y la virtud". Para ser diputado y senador se requería - ¡divina inocencia! -: "Gozar del concepto de una probidad incorruptible y ser de conocida ilustración".

El liberal y el autoritario coinciden también en el respeto de la ley. El mal del Perú era para Monteagudo, el de que entre nosotros nunca había gobernado la ley. El gran peligro del siglo era no el despotismo "sino más bien la poca obediencia de los gobernados". Sánchez Carrión asiente desde El tribuno de la República Peruana: "Un pueblo que no obedece a sí mismo está muy atrasado en la carrera de la libertad". "Para ser libre es indispensablemente necesario obedecer las leyes que custodian la preeminencias propias".

El atributo por restablecer en nuestros pueblos es lógicamente el mismo para ambos tribunos: la dignidad. Esta consiste, en primer lugar, en el mantenimiento de sus derechos y en el cumplimiento de los deberes republicanos. La dignidad consiste para Monteagudo, en no permitir la vejación de sus derechos. El pueblo que olvida su dignidad resulta esclavo. Y Sánchez Carrión se jacta, como de un blasón, de su "dignidad de hombre libre, parte esencial de la soberanía". Nuestra emulación debe consistir - escribe - "en ser cada día más austeros, más modernos". Pero sobre todo la dignidad republicana consiste en anteponer la conveniencia pública al interés personal. A esto es a lo que Sánchez Carrión llama con acierto formidable: la caridad civil.

La admonición de lo próceres ha sido estéril. Están vigentes en 1933 lo reproches de Monteagudo y de Sánchez Carrión . No hemos establecido la República que ellos soñaron. Ella seguirá siendo imposible y utópica en tanto que nuestros defectos sigan siendo, hoy como ayer, el servilismo, la falta de virtud, de dignidad, el odio a la inteligencia y la ilustración, y, sobre todo, la falta clamorosa de caridad civil.


* Publicado en Mundial, Lima, el 26 de julio 1933