19 febrero 2006

Prólogo a "El Legado Quechua" (Tercera Parte)

Por Félix Alvarez Brun

Con el mismo interés con que Porras estudió la vida y obra de fray Domingo de Santo Tomás lo hizo también respecto de Fray Diego González Holguín, autor de la Gramática y arte de la lengua general de todo el perú, llamada lengua quichua, o lengua del Inca y del Vocabulario de la Lengua general de todo el perú, llamada lengua quichua o del Inca. Y es que Porras consideró que las obras de estos dos quechuistas eran fundamentales para penetrar en el conocimiento del espíritu del pueblo quechua, para obtener información de primera mano destinada a reconstruir la historia de los Incas y dentro de ella su organización económico-social y sobre todo sus instituciones con su respectiva estructura y funciones que fue lo que permitió el desarrollo y auge del Imperio Incaico. Llamó mucho la atención de Porras que los vocabularios de los mencionados frailes no fueran citados por los estudiosos del pasado peruano, particularmente de los quechuistas e historiadores que tenían interés en obtener una visión del pueblo Inca. En el prólogo al Vocabulario de González Holguín, reeditado por él en 1952, se expresa de esta manera: "Causa asombro, en verdad, el poco caso que nuestros quechuistas e historiadores del siglo XIX y aún del XX han hecho para sus interpretaciones etimológicas y rastreos históricos, de los vocabularios de los siglos XVI y XVII, tan cuajados de sustanciales acepciones populares arcaicas, noticias de instituciones y costumbres, atisbos sobre los mitos y supersticiones, y caudalosa información sobre el folklore y el mudo físico y espiritual de los Incas." Ese fue el motivo fundamental de Porras para reimprimir las obras de fray Domingo de Santo Tomás y fray Diego González Holguín. No dejó de tener razón porque al poco tiempo de salir éstas a la luz, con los magníficos prólogos que les precedieron y que hoy se recogen en el presente volumen, comenzó a abrirse un amplísimo abanico de informaciones con múltiple provecho para historiadores, etnógrafos, lingüistas y, de modo especial, para todos los interesados en ahondar sus estudios en el atrayente campo de la literatura quechua.

En relación al Vocabulario de González Holguín, Porras manifestó que el "rarísimo cimelio lingüístico y casi un incunable peruano", representa "sin duda el más completo, sagaz y revelador de todos los prontuarios lingüísticos de los siglos XVII y XVIII, y verdadera suma de la lengua y del saber indígena en el alborear de la colonización." Así dejó calificado el inmenso valor que para la cultura posee la obra de González Holguín. Si en el siglo XVI se contó con la Gramática y el Vocabulario de fray Domingo de Santo Tomás como dos obras representativas para el conocimiento del quechua, en el XVII se incrementa el caudal de vocablos con los mejores vocabularios, como son, dice Porras, los de González Holguín y de Torres Rubio, con nuevas gramáticas y sermones dando paso al ejercicio literario. "Es la época de oro, agrega, de los sermones de Avendaño y de Avila, de las disquisiciones filológicas de Garcilaso en sus Comentarios Reales y la Crónica Bilingüe de Huaman Poma de Ayala y de Santa Cruz Pachacutic."

Porras fue, pues, un convencido de la trascendencia cultural de los trabajos de los quechuistas en el indicado siglo y por esa razón se esmeró en conseguir datos y noticias sobre la vida y obra de cada uno de ellos precisando su significación en el panorama seiscentista peruano. De esta manera demostró interés por González Holguín, Torres Rubio, Alonso de Huerta, Juan Pérez Bocanegra, Fray Diego de Olmos, Pedro del Prado y Escobar, Bartolomé Jurado Palomino, Juan de Avila y otros que cultivaron la lengua de los Incas para cumplir mejor las funciones de su cargo frente al pueblo indígena y de las propias autoridades religiosas y civiles virreinales. Pero además de estos propósitos Porras aprecia un aspecto nuevo en los escritos de los quechuistas del XVII que rebasa la función evangelizadora. Se trata de un marcado interés por el quechua desde el punto de vista artístico y literario. Clérigos, doctrinarios, mestizos o criollos, dice Porras, ensanchan el dominio de la lengua quechua y la ensayan en la forma literaria, en sermones o en relatos de costumbres y leyendas indígenas. Se abre, por consiguiente, una cantera inédita fundamental para los filólogos, historiadores y lingüistas, porque les permite descubrir las manifestaciones y características de la literatura quechua. Al mencionar Porras los nombres de los que cultivan las formas artísticas del quechua en el siglo XVII, que "determinan la aparición de una escuela literaria en que se afirma un gusto y un estilo propios, dentro de la adaptación o imitación de los géneros importados", nombra como los más genuinos exponentes a los extirpadores de idolatrías Francisco de Avila, Hernando de Avendaño, el franciscano fray Diego de Molina y el famoso cuzqueño Juan de Espinosa y Medrano, el Lunarejo. A cada uno de ellos les dedica páginas que reflejan su admiración por el conocimiento literario que tienen aplicado a la lengua de los Incas, calificándolos como los mejores escritores en dicha lengua. No escapa, pues, a la percepción aguda de Porras el talento de los quechuistas del mencionado siglo y además su importancia para los estudiosos de las tradiciones prehispánicas y de la lengua imperial de los Incas. José María Arguedas que conocía y hablaba el quechua, confirma el parecer de Porras, cuando se refiere al padre Avila en el libro Dioses y Hombres de Huarochiri, que contiene la narración quechua de éste acerca de los dioses y hombres de Huarochiri. Para Arguedas la obra de Avila tiene importancia excepcional tanto por su contenido como por la forma. "Es -dice- una especie de Popol Vuh de la antigüedad peruana; una pequeña biblia regional que ilumina todo el campo de la historia prehispánica..." Más aún, como testimonio documental, lo considera de mayor importancia que el Ollantay y el Usca Paucar, y refiriéndose al testimonio de Huaman Poma de Ayala estima que éste posee valor relativo porque su obra "se presenta como un inmenso documento inevitablemente convencional, con todas las limitaciones y riquezas de una obra inspirada por el amor y el odio, el credo confuso, la sabiduría un tanto libresca." La narración del padre Avila Dioses y Hombres de Huarochiri, es para él "el mensaje casi incontaminado de la antigüedad, la voz de la antigüedad trasmitida a las generaciones por boca de los hombres comunes que nos hablan de su vida y de su tiempo." Existe, pues, una gran diferencia entre Avila y Huaman Poma , como fuente documental para el estudio del pueblo quechua en concepto de nuestro ilustre escritor y sociólogo Arguedas. Avila recoge informaciones en la propia lengua indígena, incontaminada y limpia, de aquí que, tanto para Porras como para Arguedas, resulta fuente documental muy valiosa para interpretar el alma indígena, sus virtudes y otros aspectos del pasado. Porras le reconoce a Huaman Poma el hecho de haber completado la información de Garcilaso en lo que respecta a "traslados de oraciones, cantos de fiestas y cosechas en diversos dialectos y , sobre todo, la rápida enunciación de dichos populares de la Nueva Corónica, que son una cantera para los estudios filológicos". Sin embargo en Avila encuentra que el destructor de idolatrías es paradójicamente, en sus relaciones e informaciones, "el más fiel depositario de las más bellas leyendas indígenas que se conservan de los naturales de la región de Huarochiri". En consecuencia, Arguedas concede plena razón a Porras en esa apreciación sobre la valiosa contribución de Avila para los estudios del pasado peruano, particularmente del quechua.

Aparte de la breve disquisición anterior que la he considerado indispensable por el valor que posee la obra del padre Avila como fuente documental, no creo necesario referirme a cada uno de los quechuistas del siglo XVII que menciona Porras. Básteme añadir el nombre de Espinosa Medrano, tan conocido ya por los estudiosos de la literatura, a quien considera Porras como "el primer gran escritor en quechua, que maneja con la misma facilidad y galanura que el castellano" y como "el primer humanista indio", y también el nombre de Torres Rubio por ser el autor del Arte de la lengua quechua, publicado en 1619, con licencia del Virrey Príncipe de Esquilache, que tuvo gran boga en el siglo XVII y que su prestigio e interés se renovó durante el XVIII como consecuencia de su reedición en 1701 y 1754, conforme anota Porras.

Volviendo a González Holguín me permito apuntar que en el Prólogo que se incorpora en el presente volumen, Porras se refiere brevemente a la biografía del ilustre quechuísta con algunos datos de su propia cosecha y remitiendo al lector a la obra de Enrique Torres Saldamando escrita en base a crónicas e historias jesuíticas. El trabajo de Porras se centra, en todo caso, en el análisis de la obra quechuística de aquel, es decir de la Gramática y el Vocabulario, que representan, dice, la contribución no solamente del autor sino además de la escuela jesuítica de Juli al estudio del quechua. Fueron impresas en 1607 y 1608, respectivamente, por Francisco del Canto. Es interesante resaltar, dice Porras, el propósito de la Gramática y Arte, de levantar el estudio de las lenguas indígenas que el propio jesuita declara hallarse muy caído y olvidado. Aparte de ésto, Porras precisa el interés de la Gramática en una brevísima revisión de su contenido señalando de manera particular la parte cuarta y última dedicadas a precisar la elegancia de la lengua, y sobre todo el análisis de las interjecciones que demuestran , escribe Porras, "los diversos movimientos del ánimo indio de horror, indignación, alegría, dolor, ira, llanto, impaciencia, reprensión, sobresalto, miedo y particularmente las sobresalientes de la ternura y la ironía, mofa, sarcasmo, tristeza o irrisión." La importancia de la obra de González Holguín referente a los sentimientos humanos del pueblo indígena salta pues a la vista y por ésta y otras razones Porras lamentaba que no existiera una reedición de la Gramática que estuviera al alcance de los especialistas, lo que sólo se produce quince años después de su muerte.

Luego de ocuparse de la Gramática y Arte, como lo titula González Holguín, Porras analiza el Vocabulario. Son verdaderamente valiosos los conceptos interpretativos del mundo indígena que Porras resalta a través de los vocablos quechuas recogidos por González Holguín y otros quechuistas. Así anota "el culto de la simetría en el arte y de la equidad en el orden social, o el desconcierto del indio ante lo desproporcionado o lo anormal, el anhelo de igualdad social y económico representado por el tupu que es no sólo la parcela de tierra sino ese algo más en la medida de las cosas; en la moral quechua que repudia el exceso y el abuso y glorifica el sosiego, la templanza, el sereno equilibrio de las cualidades," Hay que ver como Porras interpreta, por ejemplo, la partícula quechua chaupi que implica, según él, "una conciliación de contrarios o el justo medio." La palabra chaupi significa el término medio de las cosas, de los lugares, del tiempo y hasta de la conducta humana por lo que Porras lo califica como el arquetipo quechua o sea el areté incaico de la ecuanimidad y la mesura. Otros vocablos vendrían a representar lo mismo y significar lo contrario como el relativo al abuso en el mando. En todo caso Porras encuentra palabras y frases que dan a conocer normas morales o de conducta muy significativos del mundo quechua lo que en realidad toca a los quechuólogos examinar y poner de relieve. Porras no podía penetrar más allá de lo que se consigna en los vocabularios porque desconocía el quechua, que sólo por su talento y cultura podía superar para ofrecernos los conceptos valorativos de la lengua de los Incas. Al referirse Porras a la conducta que debe observar el que manda, entiende, de conformidad a la terminología quechua, que éste "debe ajustarse a una regla intangible de derecho natural", y cita como ejemplo la frase Chayayninman simiytachayachircani o chayayninman chayacta o chayaquentam rimani o rurani que González Holguín interpreta como "Darle en el punto, dezir, hazer, o pensar al justo lo que convenía, o pensar o juzgar etc." O también esta otra frase: Chayaqquellay tupullay, o camayniypa chayaqquen, que significa "Lo que es proporcionado propio al natural de uno conforme a su talento," Esto le lleva a Porras a decir que en el pueblo quechua se daba "A cada uno según sus capacidades y según sus necesidades, como en la más evolucionada doctrina social marxista."

Existe pues un mundo del pensamiento quechua por explorar a través de los vocabularios y hasta de las gramáticas de los quechuistas de los siglos XVI y XVII. Porras solamente nos ha mostrado el camino que a partir de la década del cincuenta, hay que decirlo, ha sido seguido por algunos destacados quechuistas peruanos y extranjeros. Como en los casos consignados anteriormente se pueden ofrecer otros ejemplos como los que se refieren a la jerarquía, al orden, al trabajo agrícola o la guerra, lo mismo que múltiples formas acerca de la vida del pueblo indígena. Muchos historiadores que han tenido por tema el estudio etnográfico del indio y el mundo andino no han realizado una interpretación rigurosa respecto de su conducta, de su manera de ser, de su personalidad, y, por este motivo, han dejado que se siga hablando del indio triste, tímido, receloso y fatalista, propenso a la mentira y al engaño, como dice Porras. Y es que esos panegiristas del pueblo indígena no ahondan sus estudios sobre éste y se dejan llevar por lo que se dice o comenta o por el dato que tienen más a la mano, sin penetrar en el meollo, en el espíritu y el corazón de aquel a través de documentos fehacientes y obras de calificada seriedad y autenticidad.

Porras en base al estudio de los vocabularios quechuas rechaza los conceptos peyorativos tradicionalmente aceptados y asienta que fue "un pueblo poseído de optimismo vital, de amor al trabajo y una moral dinámica y constructiva basada en la cooperación, en la buena fe y el cumplimiento de los grandes deberes sociales." Agrega además frases que reflejan la salud y juventud espiritual del pueblo indígena, su confianza en sí mismo, su fe y voluntad de poderío. Por eso llama la atención que a Porras se le tilde de hispanista y de anti-indigenista, lo que uno sólo puede explicarse por el desconocimiento de su obra total. En fin los historiadores y etnógrafos interesados en el mundo quechua, sacarían mucho provecho leyendo, entre otros estudios de Porras, los análisis e interpretaciones efectuados por él en las obras de los quechuistas y particularmente en el Vocabulario de González Holguín.

Acaso es indispensable agregar algo más. Porras no deja de anotar también la huella proveniente del castellano. En una parte del prólogo, que en gran medida gloso y comento, Porras advierte que "es posible deslindar en el Vocabulario lo importado y lo autóctono, tanto desde el punto de vista filológico como del conceptual". Verbigracia, en relación a términos religiosos dice. "Hay en él una invasión fácilmente perceptible y desbrozable de palabras y giros de procedencia catequista y misionera, sobre cosas del culto católico, frases sacramentales, mandamientos morales, conceptos de teología cristiana o consejos eclesiásticos que conservan su traza occidental." De manera que de acuerdo con Porras, no existe forma de confundirse con las palabras y expresiones pertenecientes al pueblo quechua y, en consecuencia, la "interpretación de ambas lenguas no intercepta por completo la captación del primitivo espíritu indio." "Este perdura en el lenguaje y se manifiesta claramente en los vocablos y giros que resguardan las convicciones morales mucho más duraderas que las formas políticas derrocadas."

Lo mismo ocurre con la huella dejada con respecto a la toponimia americana, a la flora y a la fauna. Toda la geografía continental, dice Porras, "está regada de nombres o desinencias quechuas identificadas con el paisaje americano y emergidas directamente de él." Señala asimismo la constante atención de González Holguín sobre la ciudad imperial del Cuzco y otras cosas más que, según Porras, "pueden deducirse de un examen sumario y breve del gran repertorio seiscentista que desde ahora (se refiere al año 1952 en que fue reeditado por él) se hallará más al alcance de los estudiosos peruanos y de nuestros vacantes centros de lingüística." Porras entendió así, después de citar a diversos autores interesados en conocer la importancia y significado del quechua cultivado por los Incas, que el "Runa-simi o Lengua del Cuzco fue un lenguaje culto, como órgano de una clase directiva y de la civilización más adelantada de América del Sur." Así fue y es sin duda alguna el quechua, "lengua de un pueblo prendado de la igualdad y el equilibrio, amante de la medida y del justo medio", que "abunda en palabras que expresan ese afán moderador y enemigo de los extremos".

En mayo de 1951 se conmemoró el IV Centenario de la fundación de la Universidad de San Marcos con diversas actuaciones culturales organizadas por dicha Universidad, entre las que alcanzó notable relieve la conferencia sustentada por el doctor Porras en el Salón de Actos de la Facultad de Letras el día 17 de mayo del indicado año. El ilustre maestro sanmarquino, Director del Instituto de Historia de la Universidad, escogió como tema de su disertación la "Universidad y la Historia", que resultó ser una excelente síntesis de la cultura peruana desde la época de los Incas hasta el siglo XX. En agosto del mismo año salió a la luz como libro bajo el título de Mito, Tradición e Historia del Perú.

En el capítulo II de dicho libro Porras se ocupa de Mito y épica incaicos que después, en 1954, incorpora a su valiosa obra Fuentes Históricas Peruanas, la misma que el Instituto Raúl Porras Barrenechea reimprime, en edición facsimilar, en 1963. Sin embargo, no obstante haberse difundido Mito y épica incaicos en las publicaciones citadas, se incluye en el presente volumen porque se refiere precisamente al mundo quechua que Porras interpreta desde el punto de vista de los mitos, leyendas y otras manifestaciones del alma indígena. El pueblo incaico se caracterizó por el don de contar fábulas, leyendas y hechos memoriosos como lo recordaba Garcilaso, quien en su juventud había oído "fábulas breves y compendiosas", en las que, "los indios guardaban leyendas religiosas o hechos famosos de sus reyes y caudillos, las que encerraban generalmente una doctrina moral." Los cronistas fueron los que se encargaron de recoger y perennizar en sus relatos todo ese bagaje cultural que con el tiempo hubiese desaparecido por falta de escritura. Mucho de lo narrado en esa línea por los amautas y los qupicamayocs se encuentra en las crónicas de Garcilaso, Cristóbal de Molina, Sarmiento de Gamboa y Betanzos, y a través de ellos se puede obtener información sobre el espíritu, la psicología, el carácter y la historia de los Incas. ¿La Leyenda de Manco Cápac saliendo del lago Titicaca o la de los hermanos Ayar de Pacaritambo, acaso no se toman en cuenta para hablar sobre el origen de los Incas y la fundación del Cuzco? El tema es, por consiguiente, sumamente importante dentro de los estudios efectuados por Porras acerca del mundo espiritual de los Incas.

Una de las características fundamentales que distinguía al pueblo indígena y que Porras subraya en primer lugar, fue "su afán de perennidad y perpetuación del pasado" que se manifestaba en sus costumbres e instituciones. Prueba de ese sentimiento fue el culto de la pacarina o lugar donde consideraba haber aparecido el antecesor familiar o en el culto de los muertos o malquis. Con excepción de los chinos, dice Porras, posiblemente ningún otro pueblo como el quechua "sintió más hondamente la seducción del pasado y el anhelo de retener el tiempo fugaz." El alma indígena, el mundo andino todo, mostraba así un aspecto esencial de su vida espiritual que sobreviviría al tiempo y que Porras descubre y precisa como ningún otro estudioso del pasado peruano lo había hecho. Después han surgido investigadores que han seguido el hilo de aquella apreciación de Porras que fue el que abrió el camino para nuevas interpretaciones no solamente de historiadores sino también de etnólogos, antropólogos y sociólogos. Estos estudios deben seguir adelante porque muchos de aquellos sentimientos del pueblo indígena se han mantenido a través del tiempo a pesar de la influencia de costumbres exóticas y ajenas que bien podían haber determinado su desaparición, debido a la arremetida persistente de los medios de comunicación que emplean sistemas modernos y llegan a todas partes. Lo prueba el caso del habitante de la sierra peruana que por razones de vida se ve impelido a dejar su suelo nativo, pero que siempre está pensando en regresar a su terruño para visitar los lugares más queridos entre los que se encuentran los que les recuerda a sus padres y antepasados. Es indudablemente el culto de la pacarina el que los atrae, además de otros motivos como las fiestas vernaculares o patronales llenas de colorido, alegría y vida.

Porras cita diversas manifestaciones que poseen las características que tienden a la perpetuación de los sentimientos del pueblo indígena, y en todos ellos encuentra que "hay un instinto o apetencia de historia, que cristaliza también en el amor por los mitos, cuentos y leyendas, y más tarde en las formas oficiales de la historia que planifica el estado incaico." En el testimonio de Garcilaso y las leyendas recogidas por los cronistas post-toledanos y extirpadores de idolatrías, Porras descubre, de otro lado, la vocación narrativa del pueblo indígena y señala que "los Incas amaron particularmente el arte de contar".

Para Porras los mitos poseen elementos de gran valor para reconstruir el espíritu de un pueblo primitivo, porque "es fácil descubrir en ellos rastros de la psicología y de la historia del pueblo creador". "Es cierto, dice, que el mito confunde, en una vaguedad e incoherencia de misterio, el pasado, el presente y el futuro, que la acción de ellos transcurre principalmente en el tiempo mítico, que es el tiempo eterno; mas la prueba de que contienen elementos reales y alusiones a hechos ciertos, está en que los relatos míticos coinciden con otras manifestaciones anímicas desaparecidas del mismo pueblo y son muchas veces confirmados por la arqueología." En esta forma Porras deja constancia o aclara que los mitos no deben ser dejados de lado al tratar el pasado lejano de un pueblo. Son, por lo mismo, necesarios para encontrar las raíces y sentimientos anímicos que han originado su quehacer y desarrollo cultural.

En el caso de la poesía mítica de los Incas, estima Porras, "se mezclan, sin duda, como en los demás pueblos, hechos reales e imaginarios, los que transcurren, por lo general, en el reino del azar y de lo maravilloso. Pero todos ofrecen indicios históricos, porque está presente en ellos el espíritu del pueblo creador." Estas son consideraciones importantes que es preciso tener en cuenta; es decir que no deben soslayarse o ser desdeñados, si es que se tiene el deseo de alcanzar una interpretación valorativa concordante y verdadera del carácter y sentimientos del pueblo indígena.

Porras menciona algunos de ellos en la mitología peruana: el "burlón y sonriente optimismo de la vida", el origen del mundo, la guerra entre los dioses Con y Pachacamac, la creación del hombre por Viracocha, o la aparición de personajes legendarios que siguen el camino de las montañas al mar...En esta relación no escapan a la atención de Porras los mitos que se refieren a la naturaleza y al mundo cósmico que prefiero reproducir teniendo en cuenta la forma maravillosa con que lo hace, en la que la secuencia de su pensamiento se desliza armoniosamente y sin tropiezos, como si se tratara de una cascada o catarata plena de colorido y de conocimientos: "En la alegoría del alma primitiva, los cerros o los islotes marinos son dioses petrificados, o seres legendarios castigados por su soberbia o su pasión amorosa. El trueno es el golpe de un dios irritado sobre el cántaro de agua de una doncella astral que produce la lluvia; la venus o chasca de enredada cabellera, es el paje favorito del sol, que unas veces va delante y otras después de él; los eclipses son luchas de gigantes, leones y serpientes, y, otras veces, la unión carnal del Sol con la Luna, cuyos espasmos producen la oscuridad. La Vía Láctea es un río luminoso; las estrellas se imaginan como animales totémicos, o como granos de quinua o maíz, desparramados en los festines celestes, y los sacasacas o cometas pasan deslumbrantes con sus alas de fuego, a refugiarse en las nieves más altas. La Luna o quilla suscita dulces y sonrientes consejas de celos y amor. Algunas veces es la esposa del Sol; otras, el Sol, envidioso de la blancura de su luz, le echa a la cara un puñado de ceniza que la embadurna para siempre, aunque también se asegura que las manchas lunares son la figura de un zorro enamorado de la luna, que trepó hasta ella para raptarla y se quedó adherido al disco luminoso."

Y sigue: "He aquí una cosmología sonriente. El propio drama universal del diluvio resulta amenguado por una sonrisa. El único hombre y la única mujer que se salvan de las aguas, sobreviven encima de la caja de un atambor. La serpiente que se arrastra ondulando por el suelo, se transforma inusitadamente en el zig-zag del relámpago. El zorro trepa a la luna por dos sogas que le tienden desde arriba. Los hombres nacen de tres huevos, de oro, de plata y de cobre, que dan lugar a los curacas, a las ñustas y a los indios comunes, y, en una cinematográfica versión del diluvio, los pastores refugiados en los cerros más altos, ven con azorada alegría que el cerro va creciendo cuando suben las aguas, y que baja cuando éstas descienden. Todas estas creaciones son la expresión de un alma joven, plena de gracia y de benévola alegría. El terror de los relatos primitivos ha desaparecido para dar paso a la fe en los destinos del hombre y de la raza".

A continuación de esa estupenda relación de mitos, Porras se refiere a algunas costumbres predominantes en el pueblo incaico. Señala que en sus orígenes fue esencialmente agrícola y dedicado a la vida rural, y "en su apogeo, aunque no perdiera su sentimiento bucólico, se transformó en un pueblo guerrero y dominador, guiado por una casta aristocrática y por una moral guerrera." Cita en apoyo de lo dicho, para el primer caso, las leyendas primitivas de los héroes civilizadores Viracocha, los hermanos Ayar y Manco Cápac; para el segundo, el haylli o canto de la victoria que no loaba únicamente el triunfo bélico sino también "las hazañas del trabajo y el término de las jornadas agrícolas." Menciona, asimismo, el purucalla que no era otra cosa que la representación mímica de los hechos de los Incas y sus triunfos guerreros.

Abunda Porras en otras manifestaciones populares entre las costumbres ritos y tradiciones, más arraigadas del pueblo quechua, que sería largo recoger aquí. Lo importante es que todo lo dicho por él se halla amparado en los cronistas y en otros documentos que le han permitido reconstruir los hechos y las formas en que éstos se manifiestan.

Una de las conclusiones de Porras incide en el hecho de que la historia cultivada por los Incas "no era la simple tradición oral de los pueblos primitivos, sujeta a continuas variaciones y el desgaste de la memoria. La tradición oral estaba en el pueblo incaico resguardada, en primer término, por su propia forma métrica que balanceaba la memoria, y por la vigilancia de escuelas rígidamente conservadoras. Los quipus y las pinturas aumentaban la proporción de fidelidad de los relatos y la memoria popular era el fiscal constante de su exactitud".

Por último dice Porras que la historia de los Incas "fue un sacerdocio investido de una alta autoridad moral, que utilizó todos los recursos a su alcance para resguardar la verdad del pasado y que estuvo animada de un espíritu de justicia y de sanción moral para la obra de los gobernantes, que puede servir de norma para una historia más austera y estimulante, que no sea simple acopio memorístico de hechos y de nombres. Su eficacia está demostrada en que, mientras en otros pueblos la tradición oral sólo alcanzó a recordar hechos de 150 años atrás, la historia incaica pudo guardar noticia relativamente cierta de los nombres y los hechos de dos dinastías, en un espacio seguramente mayor de cuatrocientos años".

En una charla que el doctor Porras ofreció en el Club de Leones de Lima en 1952, se ocupó de la destrucción de esta ciudad producida en las últimas décadas más que por los embates de la naturaleza por obra de los hombres, entres los que no están exentos los propios limeños. Los únicos testimonios urbanos sobrevivientes que quedaban en su estructura telúrica o monumental, decía Porras, eran el río, el puente y la alameda. El nombre de estos tres testigos sirvió de título a la citada charla que Chabuca Granda escuchó muy emocionada y que le sirvió de tema para componer la "Flor de la Canela", como ella misma se encargó de comunicar a Porras de quien era apreciada amiga. Al año siguiente, 17 de abril de 1953, Porras volvió a hablar de Lima en una conferencia sustentada en la "Galería de Lima", a pedido de Paco Moncloa, Sebastián Salazar Bondy y Juan Mejía Baca. En esta oportunidad Porras revierte el tema anterior de las oleadas destructoras de la ciudad y trata de la "evolución de la aldea indígena a la ciudad española, a la capital barroca y la urbe industrial." El texto completo de la conferencia fue publicado en 1965 por el Instituto Raúl Porras Barrenechea, a cargo de Jorge Puccinelli, como complemento de la Pequeña Antología de Lima, reeditada ese año, la misma que fue impresa en Madrid en 1935, en homenaje a Lima por el IV centenario de su fundación española.

Con la publicación de la Pequeña Antología de Lima y la amena y enjundiosa conferencia El río, el puente y la alameda, Porras cumplió su "deuda de amor con Lima." En el presente volumen se incorpora la parte inicial de dicha conferencia que, con el título de La raíz india de Lima, apareció en "El Comercio" el 28 de julio de 1953 y en la revista "Miraflores", en junio de 1954. Antes de tratar sobre Lima prehispánica y sobre los demás aspectos de la misma ciudad a través del tiempo, Porras escribe una breve introducción general que no aparece en el texto que hoy se publica, pero de la que no puedo dejar de incorporar un párrafo por ser pertinente al caso. Dice así: "... Pisamos una tierra antigua que nos ata al pasado, que detiene el progreso si se quiere, en la que angustia al hombre un ansia de perennidad. Fundamos un balneario de lujo y hemos de contener su expansión porque al lado está una de las más viejas necrópolis del continente y lo estorban las momias y sus artefactos primitivos, asombro de la arqueología; establecemos un aeródromo donde confluyen las rutas del Continente y caemos en Limatambo, donde se hallaba el oráculo indio antes de la fundación española..." Desde el momento en que Porras escribió estas frases hasta nuestros días, muchos de los incontables restos arqueológicos han desaparecido casi totalmente con la aquiescencia, la indiferencia o la complicidad de quienes han tenidos la responsabilidad de defender nuestro patrimonio cultural y también por el desinterés de los propios limeños. Es lógico que no todo aquel legado pre-hispánico podía permanecer incólume ante la acometida de los nuevos tiempos, como en el caso de la expansión urbana, pero, por lo menos, mucho más de los poco que queda podía haberse conservado para mostrarlo al mundo y para alentar el turismo del cual tanto se habla. Y no me refiero a la Lima monumental de la Colonia y la República, porque es tema para otra oportunidad.

En la parte en que Porras se ocupa de la raíz indígena de la ciudad declara enfáticamente que "no es cierto que Lima sea exclusivamente española por su origen, por su formación biológica y social y por su expresión cultural." Dos factores preexistentes no pueden dejar de ser considerados: "el marco geográfico y el estrato cultural indígena. Ambos influyeron, decisivamente, en aspectos y formas de la peculiaridad de nuestro desarrollo urbano", dice. De estos aspectos y formas se ocupa Porras, con citas de cronistas, de Hipólito Unanue, del poeta Pedro de Oña y de viajeros posteriores que se refieren a las "constantes geográficas del clima limeño", como son la falta de lluvia, la humedad ambiente, la fauna menuda y doméstica, de los sembríos existentes y de otros factores, determinados todos ellos por el clima y la geografía. El hombre tuvo que acomodarse a esa situación e influencia y desarrollo dentro de ellas sus facultades para vivir. Las "realidades geográficas modelan las instituciones y las relaciones humanas", dice Porras. Por estas razones el yunga, el habitante del valle limeño, antes de la llegada de los españoles, se alimentaban con los productos que tenía a la mano y construía sus viviendas en los lugares altos, con material de caña y barro. La relación de éstos y otros aspectos es amplia en la pluma de Porras.

A continuación se refiere al cacicazgo de Lima, a su extensión y a la importancia de los centros poblados que existían alrededor de ella. Muchos de estos y otros aspectos relacionados con Lima han sido tratados después, con mayor detenimiento, por diversos autores, algunos de los cuales han tomado como fuente principal la Antología de Lima, sin citar al autor, o sea que esto "ha sido objeto de la santa industria del plagio por benévolos escritores nacionales y extranjeros, conforme expreso Porras en su conferencia de 1953. Por limitación de tiempo en la conferencia mencionada, Porras no vertió todos los conocimientos que poseía sobre el interesante tema de Lima pre-hispánica. Sin embargo, no dejó de ocuparse del cacique de Lima Taulichusco, "señor del valle en tiempo de Huayna Cápac y cuando entraron los españoles." Para tal efecto cita un proceso judicial de la época que revela las condiciones y extensión del poder de aquel y la entraña del régimen incaico. Analiza el documento, recoge los nombres de los personajes principales y de los testigos; el sistema de sucesión entre los curacas, y se refiere a una "comprobación importante para la reconstrucción del marco geográfico limeño, en la época incaica, [que] surge de este proceso, que abre ventanas al tiempo pre-histórico." Porras se extiende sobre este particular refiriéndose al cacique Gonzalo, uno de los dos sucesores de Taulichusco, que vivía en el pueblo de Magdalena "que sustituyó a Limatambo, para alejar a los indios de su idolatría", "El cacique den Gonzalo, dice Porras, pidió que declarasen los testigos sobre el hecho de que, al entrar los españoles en el valle de Lima, había muchas chacras y heredades de los indios y en ellos muchas arboledas frutales: guayavos, lúcumas, pacaes y otros todos y que todos habian sido derribados para construir casa de los españoles y tambien los tiros de arcabuz." Luego se ocupa de la extensión del cacicazgo de Lima y cómo fue elegido el lugar para la fundación española de la ciudad al pie del río hablador; que no es otro que el río Rimac, "obrero silencioso en la fecundación de la tierra y creador oculto de fuerza motriz, que impone su nombre a la capital indo-hispana del Sur." Al mencionar Porras al santuario indígena de Pachacamac, que recibió de Hernando Pizarro y a un grupo de conquistadores con un "recinto temblor" de tierra dos años antes de la fundación de Lima, comenta: "El mito del dios costeño y limeño se aclara así a despecho de antropólogos y lingüistas, como el símbolo de una cosmología popular que diviniza el mayor fenómeno telúrico y lo personifica en Pachacamac -el dios temblor- como, más tarde, buscaría, en el seno de la fe cristiana, el auxilio divino, en Taitacha Temblores o en el Señor de los Milagros." Por consiguiente el llamado también "Cristo de Pachacamilla", tiene aquí su antecedente indiscutible, precisado por el maestro e historiador.

Porras concluye esta parte dedicada a la etapa indígena de la ciudad, con el siguiente elogio: "Lima, ciudad brumosa y desértica, de temblores, de dueñas y doctores, es un don del Rimac y de su dios hablador".

Una muestra clarísima del enorme interés y simpatía que Porras tenía por la ciudad imperial, sede de la cultura incaica y posterior presencia de la española, se encuentra en la admirable Antología del Cuzco, publicada en 1961 al cumplirse el primer aniversario de su muerte.

El texto completo del prólogo, dedicado fundamentalmente al mundo incaico, se reproduce en el presente volumen con el título original de El Cuzco de los Incas. Es importante señalar que Porras visitó la ciudad imperial en tres oportunidades: en 1920 como delegado estudiantil de la Universidad de San Marcos al Primer Congreso Nacional de Estudiantes, en 1944 y en 1954. En 1944 fue acompañado por dieciséis alumnos de la Facultad de Letras de San Marcos, todos ellos pertenecientes al curso de Historia del Perú - Conquista y Colonia - que tenía a su cargo en dicha Universidad. Tuve la suerte de integrar el grupo y de esta manera recorrer la sierra peruana del centro y sur del Perú en julio de aquel año. El viaje fue lento, en ómnibus y por una carretera llena de peligros hasta que llegamos al Cuzco. En esta ciudad, guiados por el doctor Porras y por su apreciado amigo el ilustre profesor cuzqueño José Gabriel Cosio, visitamos los monumentos y lugares más destacados de la urbe mestiza. Subimos a la fortaleza de Sacsayhuaman desde la cual contemplamos la ciudad imperial mientras escuchábamos las amenas y eruditas informaciones históricas -verdaderas clases magistrales al aire libre- que nos ofrecía el maestro, así como sobre su trascendencia cultural y artística entre las más representativas del Perú. Porras nos hablaba del Cuzco con profundo conocimiento y admiración como si hubiese vivido en ella en todas las épocas de su historia hasta el momento en que la visitamos, abrumándonos de datos y noticias que desconocíamos o que necesitábamos refrescar, recordando sus magníficas clases en la Facultad de Letras. Pero no solamente conocimos la ciudad capital sino que fuimos a los cercanos lugares, entre los que recuerdo Pisac, donde vimos por primera vez a los alcaldes indígenas o varayocs en una reunión dominical con sus varas de mando y vestimenta llena de colorido; Quenco, al noroeste de la ciudad de Cuzco; Tampumachay, el balneario del Inca; Ollantaytambo en la ruta a Machu Picchu, y por último, esta misteriosa ciudad descubierta por Hiram Bingham en 1911. Ubicada en una alta montaña, en la margen izquierda del río Vilcanota, se llegaba a ella por una ruta escarpada, casi inaccesible, que sólo nuestra fortaleza juvenil nos permitió vencer a pie. Para el doctor Porras se consiguió felizmente una acémila que lo condujo hasta la imponente ciudad de piedra. Nuestra alegría fue enorme y más todavía si se quiere, porque nos fue posible admirar la grandeza del pueblo que construyó esa maravilla, entre las mejores del mundo, y porque de labios del maestro Porras escuchábamos las explicaciones históricas que nos permitían remontarnos en el tiempo y de esta manera penetrar hondamente en el conocimiento de nuestro pasado milenario.

En 1954, el doctor Porras volvió al Cuzco para recibir el grado de Doctor Honoris Causa otorgado por la Universidad Nacional de San Antonio Abad y para ser incorporado como Miembro Honorario del Colegio de Abogados del Cuzco. En esta ocasión aprovechó la oportunidad para realizar investigaciones en los fondos documentales de la ciudad y dictar conferencias en los centros culturales más importantes con asistencia masiva de estudiantes, profesores e intelectuales. Hizo asimismo, recorridos por algunas ciudades vecinas a la sede imperial con el propósito de hurgar en los archivos notariales y parroquiales sobre figuras históricas y hechos importantes de la región.

La brevísima disquisición anterior, a propósito de la Antología del Cuzco, me permite fijar el hecho de haber tenido Porras gran predilección por la cultura incaica y porque la citada Antología no fue una obra improvisada sino que le costó años prepararla. Desde mucho antes de 1947, en que fue entregada a las prensas, Porras recogió datos e informaciones que le permitieron seleccionar los autores, precisar la calidad de los escritos y fijar el valor de los mismos para ofrecer la imagen más completa y cabal del Cuzco. Reitero, no fue una obra improvisada sino meditada y cuidadosamente preparada. Lo prueba el hecho de que cada uno de los numerosos textos reunidos en ella tiene una nota de Porras en la cual consigna de manera sintética datos fundamentales respecto del autor y obra. Hay que advertir que la selección antológica no es una simple e indiscriminada acumulación de autores, sino el resultado de una severa apreciación crítica sobre el valor del trabajo cuyo texto es consignado.

La simpatía de Porras por el Cuzco y su interés en dedicarle dicha obra demuestra que fue un peruano integral que amaba lo nuestro, como síntesis humana en sangre y espíritu. La prensa elogió sin reservas la aparición de la Antología del Cuzco y dijo: "la ciudad santuario tiene un nuevo monumento histórico. "

El prólogo incorporado en el presente volumen, posee un valor extraordinario para conocer el pensamiento de Porras en relación con el mundo indígena, fundamentalmente el mundo quechua de los Incas, cuya expresión máxima se encuentra en la ciudad imperial del Cuzco. Porras habla del marco geográfico; del sentido mágico de su ubicación, de la prodigiosa y fecunda naturaleza que la rodea y de muchos factores más que la predestinan "para servir de nido caliente de una cultura, de cruce de caminos, crisol de pueblos, acrópolis india y cuadrante de una historia solar." Habla también de los orígenes y antigüedad de los primeros pobladores del Cuzco, "a base de los restos arqueológicos, de las huellas lingüísticas, de la toponimia y de la remota tradición oral recogida por los cronistas españoles"; de las primeras normas urbanísticas y políticas de las urbes indianas, representadas por los Hanan Cuzco y Hurin Cuzco; de la segunda fundación del Cuzco por obra de Pachacútec Inca Yupanqui, que marca el esplendor de la ciudad imperial. Todo ello en base a estudios profundos realizados por Porras a través de los cronistas, de los viajeros y de cuantos han tenido al Cuzco como tema en su actividad intelectual, para, finalmente, unirse sin mengua ni resabio al coro de los mejores elogios a la capital arqueológica de América, con expresiones admirativas que confirman la impresión obtenida por él, a través del conocimiento personal que tuvo y de los autores y relatos recogidos en la Antología que señalan a la gran ciudad no sólo como capital de un imperio, sino además como un inmenso santuario en la época de los Incas, o "como una ciudad-Dios que ejerció fascinación misteriosa sobre el Incario y sobre todos los pueblos y ciudades de América", según sus propias palabras.

Esta magnífica obra del doctor Porras fue reeditada en 1996, por la Fundación M. J. Bustamante De la Fuente con fotografías de Martín Chambi y presentación de Jorge Puccinelli, Director del Instituto, Centro de Altos Estudios de la Universidad de San Marcos, que lleva el nombre del ilustre historiador y maestro. Por su valor e interés para los cuzqueños y la cultura peruana me parece necesario ofrecer una sucinta relación de su contenido, rogando se me disculpe por salirme del asunto propio de la presentación de este volumen.

En la Antología se consignan las descripciones de los primeros conquistadores que llegaron al Cuzco, en las que descubren su emoción y asombro ante la ciudad indiana. Pedro Sancho de la Hoz, Secretario de Pizarro, la encuentra "Tan grande y tan hermosa que sería digna de verse aún en España ", "toda llena de palacios de señores"; Miguel Estete goza señalando los lugares, construcciones y objetos más notables de ella, de la cual escribe que es "grande, extensa y de mucha vecindad, donde muchos señores tenían casas." Figuran también los cronistas más representativos desde Cieza de Leon y Juan de Betanzos hasta Garcilaso de la Vega y Bernabé Cobo. En la parte destinada al Cuzco Español, incorpora Porras el Acta de fundación española de la ciudad, de 23 de marzo de 1534, la misma que fue publicada por primera vez en el Perú, en su versión completa copiada entre los años 1548 y 1549 por el escribano Simon de Alzate. En esa Acta "de gran importancia y belleza histórica", Porras encontraría "el acento inmortal de Vitoria, Suarez y Las Casas", así como la lista de los primeros 88 vecinos españoles del Cuzco. Luego vienen las descripciones y relaciones de Cieza, Esquivel y Navia, de Garcilaso, Ignacio de Castro, fray Reginaldo de Lizárraga, Carrió de la Vandera y de escritores como Ricardo Palma, del que incorpora la tradición "Quizá quiero, quizá no quiero", y Riva Agüero del que toma el valioso estudio El Inca Garcilaso de la Vega. Por último, para el Cuzco Republicano, selecciona las impresiones de los generales Miller y O'Leary, de los viajeros Castelnau, Marcoy, Raimondi, Squier, Wiener, Paul Morand y, en fin, cuantos llegaron al Cuzco para admirar su grandeza. No faltan los historiadores Markham, Riva Agüero, José Gabriel Cosio, Luis E. Valcárcel, Uriel García, Alayza y Paz Soldán, el poeta Luis Nieto, y José María Arguedas, con el que concluye la Antología. Este último, dice Porras, recoge "la emoción estética del paisaje y la mágica confabulación de los nevados y de las torres conventuales para reflejar, en los tránsitos de la luz o en el sonido ilimitado de las campanas en el aire traslúcido, todo el pasado mítico y evocador de la ciudad."

Tal es la obra monumental que Porras dedicó al Cuzco con la admiración y afecto que siempre le tuvo. Será muy difícil publicar una nueva antología sobre la ciudad imperial que posea la calidad y los méritos de la de Porras, no solamente por la valiosa y significativa selección de los trabajos incorporados sino también por las notas introductorias que son magníficas y que demuestran la sensibilidad y el talento del insigne historiador y hombre de letras.