Cátedra Raúl Porras Barrenechea

Blog-Homenaje a la memoria de Raúl Porras Barrenechea,
Historiador y Profesor de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos

05 febrero 2006

Prólogo a "El Legado Quechua" (Primera Parte)

Por Félix Alvarez Brun

Raúl Porras Barrenechea en sus investigaciones, estudios y meditaciones sobre la cultura peruana tuvo clarísima predilección por conocer a fondo al pueblo quechua desde el punto de vista de sus valores espirituales. Lo que no quiere decir que dejara de reconocer sus realizaciones materiales y admirar las obras concretas representadas en monumentos y otras expresiones de carácter colectivo como fueron los caminos y los canales y andenerías dedicadas al desarrollo de la agricultura, base de su economía.

Así lo demuestran numerosos estudios que muchos historiadores desconocen por no haber tenido amplia difusión o por cierta predisposición o prejuicio respecto del autor a quien se ha querido encasillar bajo determinadas etiquetas mal interpretadas, siendo, en realidad, partidario de un Perú integral del cual el pueblo indígena forma parte fundamental y marca su presencia a través de toda nuestra historia.

Artículos, ensayos y libros constituyen la vasta producción del insigne historiador y maestro, gran parte de los cuales se encuentran dispersos y, por lo mismo, fuera del alcance de los estudiosos peruanos y extranjeros. En el amplio panorama de la historia peruana que Porras consideraba indispensable estudiar para obtener una visión integral de nuestra realidad en ningún momento dejó de pensar en la raíz india como componente de nuestra personalidad nacional. Y no porque tratara de mostrar su adhesión a una insoslayable realidad, como ocurre en quienes se dejan llevar por emociones o por inocultable interés de figurar en la lista de defensores del mundo indígena, sino por convicción nacida en el conocimiento profundo de aquella realidad que es parte integrante e inequívoca de nuestra identidad. En el discurso que pronunció al ser declarado Hijo Predilecto de Pisco, en setiembre de 1958, expresó que "en la trayectoria de todo el pueblo peruano debe contar como el más fuerte lazo telúrico su vieja raíz indígena. En ella está la más honda simiente del espíritu local", vale decir de la patria toda.

En oportunidad anterior, al precisar sucintamente los estudios de Porras sobre las diversas etapas de nuestra historia desde las más remotas culturas indígenas hasta la República, dije que Porras no hizo otra cosa que cumplir con un compromiso que él mismo se había trazado: tener una visión integral del Perú y recoger el mensaje de auténtica peruanidad. El conocimiento global de la historia y la cultura peruanas le era indispensable, porque su interés y sentimiento íntimo, como lo dio a conocer alguna vez, fue "recoger de la historia nuestra, todavía insegura y borrosa, las esencias morales que definen nuestra patria y que sustenten en el alma de todos nosotros la conciencia y el orgullo inexplicado de ser peruanos." Si Porras se hubiera dedicado a una sola época de nuestra historia tal vez no habría alcanzado aquel propósito o, al menos, su visión del Perú y la peruanidad habría sido parcial. De ahí también que consideró necesario pensar en un Perú que "recoja todos los latidos de nuestra historia, sin exclusivismos ni caciquismos históricos, atento a los mensajes que nos vienen del pasado, el occidental irrenunciable para nuestra cultura como lo proclamó Mariátegui y el indígena que es raíz y decoro de nuestra nacionalidad." El pensamiento de Porras es, por consiguiente, muy claro. No puede dudarse de él porque así lo confirman los enjundiosos trabajos históricos que ahora se dan a conocer en el volumen El Legado Quechua, que es el primero de sus Obras Completas. En los siguientes volúmenes se reunirán los correspondientes a las demás etapas de nuestra historia, de acuerdo al Proyecto que se tiene preparado y que mencionaré al término de esta introducción.

Porras siempre pensó que era indispensable que el Perú contara con una historia integral que abarcara todo el panorama del pasado peruano en el que se diese cabida a una interpretación nuestra respecto de ese pasado y de nuestra posición en América y en el mundo, como lo señaló en 1951, con ocasión del IV centenario de la fundación de San Marcos y después en 1954 a propósito de un editorial de "El Comercio", en el cual este importante cotidiano se refirió a aquella necesidad. "Riva Agüero, Vargas Ugarte, Lohmann y Tauro, analizadores de nuestra producción historiográfica, reconocen la escasez de ella en comparación con la de otros países americanos de menos historia que el Perú", dijo en 1951. Aún más, declaró en aquellas dos oportunidades, "conocemos las interpretaciones de nuestra historia y sicología hechas por extranjeros y viajeros eminentes, pero nos falta la interpretación propia de un Perú visto desde adentro y no desde fuera." Lamentaba, a la vez, que la única historia integral del Perú que se poseía, aparte de los textos escolares, fuese la del inglés Markham, "meritísimo peruanista quien, no obstante su devoción por los Incas [...] no pudo, como extranjero, libertarse de cierto pintoresquismo y se le escapa esencias de nuestras costumbres y de nuestro espíritu." Autores extranjeros ilustres como Baudin y Prescott se han ocupado de los Incas y de la Conquista, y otros, como Medina, Levillier, Torres de Mendoza y Altamira, han publicado documentos para escribir capítulos fundamentales de la historia del Descubrimiento y Conquista. La Colonia, en cambio, no ha tenido, decía, una historia que "abarque los tres siglos de transculturación española y de surgimiento de la conciencia peruana de la nacionalidad." La única con la que se ha contado es "la sumaria y envejecida de Lorente." Sobre la historia de la lucha por la Independencia, anotaba Porras, escribió Mariano Felipe Paz Soldán, "dentro del criterio de la historia política y militar del siglo XIX, etapa en la que han incursionado, con sus prejuicios nacionales, historiadores argentinos, chilenos y colombianos, con las magníficas obras de Mitre, de Vicuña Mackenna o de Bulnes, pero sin que se haya escrito hasta ahora una historia que recoja el hálito social y espiritual de la época y funda en un crisol peruano los aportes del norte y del sur, con un criterio equilibrado en el que cuenten el influjo del medio y de la historia peruanos." En lo que se refiere a la República, afirmaba que "la historia política y social de esta época, así como la económica, la cultural, la internacional ha sido escrita desde ángulos diversos por notables especialistas, pero falta aún la obra integral e interpretativa."

Tal ha sido el panorama de la historia peruana visto por Porras. Desde luego explica los motivos debido a los cuales no se ha tenido una historia integral, entre ellos la falta de una disciplina científica y el poco favor que se presta a la investigación; la "falta de apoyo del Estado, la negligencia en la custodia de los Archivos, los robos y saqueos de éstos y una especialidad nuestra, que es la de los siniestros, desde el incendio del Archivo Virreinal en 1620, el de 1822, el de 1885 y el gran auto de fe de 1943." Se refería en este último caso al incendio de la Biblioteca Nacional sobre el cual escribió un artículo inmediatamente después de la catástrofe, que no fue únicamente la expresión de una justa indignación por lo sucedido, sino además una franca protesta por la falta de protección y prevención del Estado y sus organismos correspondientes en lo que atañe a nuestros fondos documentales y bibliográficos y a todo lo que constituye el patrimonio artístico y cultural de la Nación, cuyo desvalijo y pérdida, por lo general, es irreparable.

Esa es la razón por la que Porras hablaba de la necesidad de exhumar y publicar los documentos de nuestros Archivos, como lo han hecho otros países, documentos que les ha servido para escribir sus respectivas síntesis históricas. Sin documentos no hay historia se ha dicho hasta la saciedad, desde Fustel de Coulanges y Ranke, en el pasado siglo. Recordaba Porras al mismo tiempo que, después del acopio de documentos y de la labor heurística, y antes que una historia general y panorámica, debía procederse a escribir monografías, estudios intensivos de épocas, historia de ciudades y regiones y biografías a fin de que el historiador pueda deducir más tarde la gran síntesis peruana. Estos y muchos conceptos más, como la necesidad de trabajar en equipo las diversas etapas claramente establecidas de nuestra historia, definían, pues, el pensamiento y la preocupación de Porras respecto de nuestra historia nacional. Estimaba como muy importante la historia escrita por un solo autor, pero, al mismo tiempo, sostenía que "la diversidad de opiniones en una historia mancomunada, no perjudica sino que enriquece la verdad histórica con la exhibición de los puntos de vista antagónicos y la confrontación de éstos por los lectores de las más diversas ideologías, a los que se les escamotea su propia verdad o convicción. Lo importante de la historia plural es la riqueza de la información aportada por los mejores especialistas, entre los que cabe, por lo demás, una concertación previa, sobre métodos de investigación y de crítica, de planteamiento de los temas y exposición de éstos, que evite la invertebración de la historia que es el pecado natural de las historias en equipo." De otro lado, Porras sostenía que el hombre, considerado individual y colectivamente, debe ser el centro de la atención de la historia, porque sus actos son tema "auténtico y cardinal" de la misma, debiendo ocupar puesto importante los que se refieren a las formas sociales, económicas y culturales. No descarta, desde luego, la actividad política del Estado, cuya evolución debe estudiarse a la par que las anteriores, "para establecer las causas que han impulsado o retardado el progreso económico, social y espiritual del país."

Por último, recojo una advertencia fundamental de Porras en relación a los historiadores que se ocupan de nuestro pasado. "El historiador peruano, dice, debe tender a no encasillarse dentro de una época o compartimento-estanco, concibiendo siempre la historia del Perú como un todo, en el que la continuidad no se interrumpe ni se corta, sino que es siempre transición y fusión constantes. Ninguna época del Perú le debe ser extraña ni debe tratar de separar mentalmente lo que es naturalmente solidario. Junto con este respeto por todos los legados étnicos y culturales que han enriquecido nuestro espíritu, debe ser norma indeclinable del historiador peruano, ese fondo de cortesía y de respecto que el Inca Garcilaso exigía para escribir la historia, que no puede tener por objeto ni la propaganda, ni la lisonja, ni la difamación, sino el culto insobornable de la verdad y un afán incesante de comprensión." Porras, en consecuencia, señala que el estudio de nuestro pasado debe ser integral y exige ser cauteloso en la crítica, en la interpretación y en las afirmaciones a las que se pueda arribar. El historiador debe despojarse de toda idea preconcebida al tratar el tema histórico, y ajustarse a los documentos e informaciones, si es que desea llegar a conclusiones válidas. Su mira, por lo mismo, debe ser encontrar la verdad, sin falsificarla por pasiones personales, compromisos ideológicos o de otra índole. Paul Valery decía que "la historia es el producto más peligroso que la química intelectual haya elaborado", con lo que quiso indicar que había que tratarla con suma cautela y sin introducir elementos que pueden derivar en perjuicio de la humanidad.

Me he detenido en fijar algunos de los criterios y normas que han guiado la obra histórica del maestro Porras porque, pienso, que muchos lectores no los conocen y porque los considero indispensables al presentar este volumen sobre el Legado Quechua.

El interés que tenía por poseer una visión integral de la historia del Perú, a la que me he referido anteriormente, le llevó a estudiar y escribir artículos y ensayos sobre los momentos históricos, circunstancias y personajes representativos vinculados a distintas etapas de nuestra historia, como se verá cuando finalmente se cumpla con el deseo de publicar la vasta creación intelectual que se tiene de él. Entre los trabajos con óptica panorámica y general, se cuenta con algunas síntesis valiosas tocantes a diversos aspectos de nuestra cultura a través de nuestra historia. Básteme citar El sentido tradicional en la literatura peruana (1945) que Porras inicia con la frase de Francisco de Xerez, por la que este conquistador y cronista del primer momento, califica al pueblo indígena peruano de "gente de más calidad y manera que indios, porque ellos son de mejor gesto y color [...] de más razón que toda la que antes habían visto de indios," y que culmina nombrando a las personalidades intelectuales más destacadas del Perú contemporáneo. Está también El periodismo en el Perú (1921), que abarca desde "El Diario de Lima" y el "Mercurio Peruano" de fines del siglo XVIII hasta las dos primeras décadas del presente siglo, al que añade artículos posteriores sobre el mismo tema; El Paisaje Peruano-De Garcilaso a Riva Agüero (1955), bello ensayo que sirvió de estudio preliminar a los Paisajes Peruanos del insigne historiador Riva Agüero; y finalmente, Mito, tradición e historia del Perú (1951), que es una brillante suma y compendio histórico-cultural del Perú a partir de los mitos y leyendas del mundo indígena hasta las figuras representativas de los siglos XIX y XX de la época republicana.

El conjunto de los estudios históricos de Porras es, por consiguiente, amplísimo sin tomar en cuenta sus obras vertebrales como Fuentes Históricas Peruanas, Los Cronistas del Perú, Pizarro, el fundador, Las Relaciones Primitivas de la conquista del Perú, Los Viajeros italianos en el Perú, El Congreso de Panamá, Historia de los límites del Perú o el Elogio de Miguel Grau. Ahora bien. Se ha dicho que Porras se interesó particularmente por la Conquista y la Colonia, es decir porque lo vinculaban a lo hispánico. Es verdad, porque no podía ser de otra manera. Se olvida que Porras fue profesor de esa parte de nuestra historia y que como catedrático consciente de la responsabilidad que ello implicaba, tenía que ahondar sus conocimientos respecto de dichas etapas. He tenido la suerte de ser alumno de un brillante grupo de profesores en la Universidad de San Marcos que creo difícil que se haya dado en otro momento. La Facultad de Letras contaba en las décadas cuarenta y cincuenta con destacados maestros a los que los estudiantes admirábamos por su vocación docente, por el sólido dominio de la especialidad que era materia del curso que corría a su cargo, por su honda formación humanística que los caracterizaba y por su permanente inquietud intelectual para dejar obra escrita que esté a la altura del renombre que ya tenían en los medios académicos. No eran profesores repetidores de otros autores ni de cultura general, como ocurre con frecuencia en ciertas universidades. Recuerdo con imborrable afecto a Julio C. Tello, Luis E. Valcárcel, Raúl Porras y Jorge Basadre, para referirme solamente a los profesores de historia peruana. Pues bien, Tello, catedrático de Arqueología, ahondó sus investigaciones sobre esta especialidad; Valcárcel, catedrático del curso de Incas, hizo lo mismo con el suyo; Basadre, catedrático de Historia de la República, también siguió el mismo camino. Porras, catedrático de Conquista y Colonia y de Fuentes Históricas Peruanas, trabajó en idéntica forma. Por lo indicado, todos los maestros mencionados han dejado obra imperecedera en su especialidad y nadie discute ni puede negar que en gran medida se debió a su compromiso con el claustro sanmarquino y sus alumnos, así como con la cultura peruana. Porras, es cierto, se dedicó a investigar y profundizar sus conocimientos sobre la Conquista y la Colonia, curso que desarrolló poniendo de lado las tradicionales lecciones narrativas, para ocuparse de preferencia del régimen colonial, las instituciones y las fuentes históricas pertinentes, sobre todo los cronistas y los quechuistas que no sólo le sirvieron para conocer mejor las etapas mencionadas sino además para descubrir las esencias del pueblo indígena y la cultura quechua. Su magnífica obra Los Cronistas del Perú, es un ejemplo, como lo es también Fuentes Históricas Peruanas para el curso que tuvo a su cargo con dicho título. Ahora bien, sin disminuir o negar los altos méritos de mis maestros Tello, Valcárcel, Basadre y otros, a quienes recordaré siempre con el mayor afecto, admiración y reconocimiento por sus sabias enseñanzas, puedo decir que Porras tenía además la virtud de contar con el maravilloso don de la exposición, clara y firme, seguridad en los conceptos y opiniones vertidos por él y el galano lenguaje con el cual deslumbraba a su numeroso auditorio de alumnos, muchos de ellos provenientes de otros cursos. En este sentido era un maestro como Fustel de Coulanges o como Marcel Bataillon, dos figuras relevantes del magisterio universitario y de la historia.

El legado quechua, ya lo he dicho, reúne los estudios de Porras sobre el mundo quechua, particularmente sobre el Imperio de los Incas, considerado desde el ángulo de los valores espirituales. Es un conjunto de artículos y ensayos, de variado tema, dentro de la cultura quechua. Por este motivo he creído necesario tratarlos independientemente en esta Introducción, con citas breves del autor y cortas acotaciones mías. Sin embargo he dejado de comentar el valioso ensayo Quipu y Quilca, que es una contribución histórica al estudio de la escritura en el antiguo Perú, por su extensión y porque es tema para un especialista como bien pudiera haberlo hecho Carlos Radicatti di Primeglio, autor de importantes estudios sobre el particular. El estudio Riva Agüero y la Historia incaica, he preferido también no tocarlo por su extensión y por tratarse del notable historiador que Porras elogia por su "sentido de peruanismo integral ajeno a todo caciquismo histórico", y por ser uno de los que ha interpretado con hondura el mundo incaico, sus gobernantes e instituciones que, desde luego, requiere atención particular y amplía. Por último otros trabajos no necesitan comentario aparte por ser cortos, como Coli y Chepi y los Cantares épicos incaicos así como los que se publican en los Apéndices, entre los que destacan los textos periodísticos que se refieren al Ollantay y al padre Antonio Valdez como su autor, por carecer del texto original de la conferencia que dictara el Dr. Porras en la Facultad de Letras como parte del programa del I Congreso Internacional de Peruanistas que él mismo organizara y presidiera y del que desafortunadamente no se conserva una copia, verdadera y lamentable laguna en la historia literaria peruana.

El lector podrá sacar sus propias conclusiones sobre cada uno de los trabajos incorporados así como de toda la obra en conjunto.

El presente volumen se inicia con un trabajo breve pero compendioso en el cual Porras ofrece una interpretación nueva, muy distinta a la tradicionalmente aceptada, respecto de la caída del imperio de los Incas. Este estudio es el resultado de un profundo análisis realizado por el autor a través de documentos e informaciones que le han permitido presentar y aclarar, dentro del más amplio contexto histórico, aspectos fundamentales no considerados por otros investigadores sobre aquel acontecimiento. Por esta razón el estudio de Porras fue acogido con especial interés y sin reparo alguno desde 1935 en que fue publicado, y ha dado motivo a que los nuevos historiadores ofrezcan parecidas conclusiones en trabajos recientes, aunque en algunos de ellos se ha eludido citar la fuente inspiradora.

La caída del Imperio Incaico salió en la "Revista de la Universidad Católica del Perú" el citado año, fue reeditado por la misma Universidad en 1993 y en la Revista "Sollertia" de los estudiantes de diversas Facultades de la Universidad de San Marcos en 1990, con una corta nota introductoria del profesor Miguel Maticorena. Trabajos importantes como los de Fernando Bobbio Rosas, Liliana Regalado de Hurtado y del citado doctor Maticorena, fijan claramente el interés que tiene el estudio de Porras al poner éste de lado el motivo psicológico; el de los elementos materiales, entre los que involucra los caballos y las armas usadas en aquella época, y el de los factores sobrenaturales, como determinantes de la derrota sufrida por Atahualpa en Cajamarca. Porras efectivamente se aparta de esos conceptos y ofrece una opinión más acorde con la realidad vivida en aquel momento, conceptualmente estimada dentro de una visión de conjunto en la que, como señala Maticorena, juega la erudición, el dato, el documento y la "plena conciencia de la correlación análisis - síntesis, erudición - interpretación". En esa forma, afirma Liliana Regalado, "Porras con el estudio breve pero justo dio un paso adelante harto significativo en lo que se refiere al atisbo o planteamiento de una serie de cuestiones que las siguientes generaciones se encargarían de desarrollar."

Al iniciar su trabajo expresa Porras que "la derrota de Cajamarca no se explica simplemente por el arrojo de los españoles ni por el miedo de los indios. Tampoco se explica por los factores sobrehumanos alegados por ambas partes; ni el milagro del apóstol Santiago ayudando con su espada formidable a los españoles, ni la profecía de Huayna Cápac de que habla Garcilaso sobre la próxima terminación del imperio y venida de unos hombres blancos y barbudos, a los que debían obedecer." Para Porras si bien es cierto aquellos factores tuvieron alguna influencia en el ánimo de ambos pueblos, no fueron determinantes en el mencionado suceso, como tampoco los elementos materiales. Más bien encuentra explicación en otros hechos que no fueron coyunturales sino provenientes del proceso mismo en el desarrollo y fuerza del imperio incaico. Estimo innecesario detenerme en cada uno de los factores considerados por Porras por ser claros y precisos. En consecuencia me limito únicamente a mencionar a continuación los más importantes.

Según Porras el imperio incaico empezó a derrumbarse solo y encuentra como motivo la enorme extensión territorial que pudo desarrollarse y mantenerse mientras tuvo "grandes espíritus guerreros y conquistadores" como Pachacutec y Túpac Yupanqui y, sobre todo, a la conservación de una milicia cohesionada y firme, "sobria y virtuosa", como lo era la de los orejones. Huayna Cápac tenía esas mismas virtudes guerreras, pero en él se presentan y se afirman ya síntomas de corrupción y relajamiento de las costumbres militares tradicionales, lo que determina que las victorias incaicas sean más lentas y difíciles. Ya no se siente "el ímpetu irresistible de las legiones quechuas"; es decir, la casta militar de los orejones pierde la fuerza y vigor de otros momentos. La conquista de Quito que, entre otras cosas, rompe la unidad del imperio al crearse un nuevo foco de poder, significa para Porras la pérdida del Tahuantinsuyo porque crea el germen fatal de la disolución y surge la rivalidad irreconciliable de cuzqueños y quiteños. Este hecho allana el camino a los conquistadores españoles que al decir de uno de ellos "si la tierra no hubiera estado dividida y Huayna Cápac no hubiera muerto no la pudiéramos entrar ni ganar". Pero además de estas razones fundamentales, Porras precisa otras que podrían ser consideradas de importancia circunstancial al momento de la presencia de los españoles en la costa peruana, como las siguientes: la amplitud del territorio que dificulta un mejor control de los pueblos sometidos al poder del Cuzco; las etnias se rebelan apenas son conquistadas y también se pierde la cohesión con los vencidos por el rigor con que se les trata, rompiéndose así "la proverbial humanidad" de la raza quechua y "las tradiciones pacificadoras del Imperio." A esto se agregan los cambios o traslados de las poblaciones que constituían "verdaderos destierros", ordenados por Huayna Cápac y el "estigma de la indisciplina y desobediencia que se apoderan de los vasallos", al mismo tiempo que la formación guerrera de las fuerzas imperiales es menos rígida y se vuelve placentera. En este último caso el propio Huayna Cápac que reunía las condiciones viriles de sus antepasados se deja arrastrar por " la tendencia invencible al placer, al fausto y a la bebida". El hecho mismo de construir en Tomebamba palacios que superasen a los del Cuzco, dice Porras, aparte de revelar su frivolidad suntuaria es, por haber provocado el resentimiento cusqueño, una de las causas de la disolución del Imperio. Fernando Bobbio Rosas, en reciente trabajo publicado en "Alma Mater" de la Universidad de San Marcos, coincide con los conceptos expresados por Porras, al referirse a las dificultades que surgen en el control y la administración económica del Tahuantinsuyo. "Es claro, dice, que lo que hay aquí es debilitamiento de las líneas de comunicación y de abastecimiento, el control se hace difícil y la férrea unidad corre el peligro de romperse; las rebeliones se multiplican y las represiones se hacen más brutales; esto crea o aumenta el descontento..."

Junto a esas razones se encuentran las que se vinculan al desarrollo económico, agrícola fundamentalmente, y al abandono de los principios de cohesión social. A este respecto Porras menciona que "la fuerza y la estabilidad del Imperio provenían de las sanas normas agrícolas de los ayllus, trabajo obligatorio y colectivo, comunidad de la tierra, igualdad y proporción en el reparto de los frutos, tutela paternal de los jefes." Y añade, de manera tajante, "todo esto que había creado la alegría incaica, en el buen gobierno de Túpac Yupanqui, era abandonado con imprevisora insensatez." Mientras la parentela real y la nobleza privilegiada con el pretexto de las guerras configuran una casta aparte, "excluida del trabajo, parásita y holgazana", el pueblo, el hatun runa, trabajaba desde ese momento duramente no sólo las tierras del Inca y del Sol, y las de la comunidad, sino también la de los nuevos señores. Porras dice "El Inca, rompiendo la unidad económica del Imperio, obsequiaba tierras a los nobles y curacas, quienes las daban a los indios para que las cultivasen, con obligación de entregar cierta parte de los frutos". Y esas eran las tierras mejores que se convertían en propiedades individuales, "dentro de un pueblo acostumbrado al colectivismo."

Porras sintetiza aquellas causas que rompen la unidad del Imperio incaico y facilitan la invasión europea, en los siguientes términos: "En el momento de la llegada de los españoles la antigua unidad incaica estaba corroída por tales gérmenes de división: uno económico, el descontento de clase del pueblo contra la aristocracia militar dominante; otro político, el odio entre cuzqueños y quiteños." Y sobre el particular para el primer caso, cita al cronista Oviedo, el que después de interrogar a los conquistadores que regresaban a España tras la derrota de Atahualpa, "consigna esta impresión inmediata y sagaz: La gente de guerra tiene muy sojuzgada a los que son labradores o gente del campo que entienden la agricultura." Respecto del segundo dice Porras: "La lucha entre los dos hermanos -Huascar y Atahualpa - pone en evidencia todos los males íntimos del Imperio." En consecuencia "el final del Imperio de los Incas estaba decretado, no por el mandato vacío de los oráculos, sino por el abandono de las normas esenciales de humanidad y severidad moral, y de las fuerzas tradicionales que habían hecho la grandeza de la cultura incaica."

En la exaltación que hace Porras de los valores que caracterizaron a los Incas menciona como uno de los más importantes la formación del espíritu guerrero de los orejones, vale decir de la clase dirigente constituida esencialmente por la nobleza incaica. Esa condición de fortaleza y capacidad militar de resistencia y valor, es la que impulsó el ensanchamiento del imperio en la época de Pachacutec y Tupac Yupanqui hasta el gobierno de Huayna Capac y la que le permitió, al mismo tiempo, mantener su unidad y defenderla de la amenaza de algunas invasiones sobre el Cuzco como lo fue la de los Chancas. Esto es lo que Porras se propone demostrar mediante la leyenda de los Pururaucas que le sirve de tema para escribir el artículo que fuera publicado en la revista "Excelsior" en 1945 y reproducido en la "Revista de Infantería" de Chorrillos en 1950.

Lo primero que hace Porras es rechazar la imagen distorsionada que se ha tenido en relación al pueblo incaico y a su capacidad militar y guerrera. "El pueblo incaico, dice, al que algunos cronistas e historiadores se empeñan en pintar como un pueblo apacible, tímido y fatalista, tuvo en sus días de auge el culto del valor y la vocación por la milicia." La educación de la juventud, en general, tendía a exaltar entre los Incas, "los sentimientos de virilidad y de poderío, la conciencia del triunfo contra las fuerzas hostiles de la tierra y contra las tribus díscolas desconocedoras del sino del Imperio." Y en ella ocupaba lugar preferente la que se impartía a la juventud que debía marchar a la guerra y las conquistas.

"Se inspiraba, escribe Porras, en principios de disciplina, de abstención rigurosa, de estoica resistencia y en ejercicios de agilidad, fuerza y destreza." Las prácticas y pruebas a las que era sometida se describen en el artículo; entre ellas destaca Porras, como la de mayor quilate, la que determina "la impasibilidad ante el peligro", que tanto impresionó a los conquistadores recién llegados a Cajamarca. "¡Profunda y bien aprendida lección de estoicismo que admiró el conquistador español, cuando el caballo de Soto, llegó hasta el solio de Atahualpa, en desbocada carrera, salpicando con su espuma las insignias imperiales, sin que un solo músculo del rostro del Inca se contrajera ante la insólita y desconocida amenaza", escribe Porras.

La leyenda de los Pururaucas surge cuando la ciudad imperial del Cuzco sufre la mayor amenaza de su historia, como fue la agresión de los Chancas. Es entonces que el príncipe Inca Yupanqui, aún desoyendo las órdenes de su padre, se presenta para detener al invasor y alejar el peligro. Los habitantes de la ciudad, consternados y llenos de temor, habían visto partir al joven y arrogante guerrero, resuelto a enfrentarse al belicoso ejercito de los Chancas. El triunfo coronó su decisión y valentía regresando al Cuzco con "las cabezas de sus enemigos para ofrecerlas, como una lección viril, a su padre anciano y a su hermano tránsfuga."

El relato de este suceso se encuentra en las crónicas de Juan de Betanzos y Garcilaso, los que recogen la leyenda contada por el príncipe Inca Yupanqui después de su victoria contra los Chancas. Betanzos refiere que el príncipe antes de enfrentarse al invasor adoptó muchas precauciones y se preparó con la debida anticipación para la batalla. Su padre, que prefería al hijo mayor, el pusilánime y cobarde Inca Urco, se había negado a socorrerlo, por lo que aquel imploró ayuda a Viracocha, dios de los Incas, separándose por varias noches de sus compañeros. Se aleja "a cierta parte do ninguno de los suyos le viesen, espacio de dos tiros de onda de la ciudad e que allí se puso en oración al hacedor de todas las cosas que ellos llaman Viracocha Pacha Yachachic...", escribe Betanzos en su crónica Suma y narración de los Incas. Una noche, "estando el príncipe en su sueño vino a él el Viracocha en figura de hombre" y le dijo: "hijo no tengas pena que yo te enviaré el día que a batalla estuvieses con tus enemigos gente con que los desbarates e quedes victorioso e Ynga Yupanqui entonces despertó deste sueño alegre tomó ánimo y que se fue a los suyos y que les dijo estuviesen alegres porque él lo estaba e que no tuviesen temor que no serían vencidos de sus enemigos que él tenia gente cuando menester lo hubiese e que no les quiso decir otra cosa de qué ni de cómo ni de dónde aunque ellos le interrogaron..." Viracocha le anuncia también el día en que los enemigos atacarían y se daría la batalla e insiste "yo te socorreré con gente para que lo desbarates y quedes victorioso." Así ocurrió, en los momentos decisivos del violento y mortal encuentro, porque, cuando el ejército de Inca Yupanqui parecía que iba a ser arrollado y vencido, comenzaron a llegar refuerzos inesperados por todos los lados y el triunfo fue del valeroso príncipe . Garcilaso, por su parte, se refiere también a esa importantísima ayuda y habla que "las piedras y las matas de aquellos campos se convirtieron en hombres y venían a pelear en servicio del príncipe, porque el Sol y el Dios Viracocha lo mandaban así." Este es el motivo por el que los Chancas, "como creadores de fábulas, desmayaron mucho con esta novela". Pero agrega algo más. Dice que "todas las piedras que había en aquel campo se tornaron hombres, para pelear con ellos", por los hijos del Sol, por los defensores de la ciudad del Cuzco y, lógicamente, por el imperio de los Incas.

El príncipe triunfante, transcurrido un tiempo durante el cual se producen una serie de acciones que confirman la victoria y de varios desencuentros con su padre el Inca Viracocha, recibe de éste, finalmente, por sus merecimientos que todos exaltan, la borla imperial que le impone, diciéndole: "Yo te nombro para que de hoy y más te nombren los tuyos en las demás naciones que fuesen sujetas, Pachacuti Inga Yupangue Capac e Indichuri que dice vuelta de tiempo..." escribe Betanzos. Se trataba nada menos de quien pronto se convertiría en el más grande gobernante del Imperio, Pachacutec Inca Yupanqui, que reedifica, organiza y embellece la ciudad del Cuzco y el que transforma y engrandece el Imperio de los Incas.

La leyenda de los Pururaucas, como dice Porras, es una de las más bellas y sugestivas lecciones del espíritu heroico de los Incas. En realidad fueron los guerreros de los pueblos vecinos y de la propia ciudad del Cuzco, los que se unieron al ejército del príncipe Inca Yupanqui al comprobar el valor y coraje de éste frente a los Chancas, señalándosele como el salvador de la ciudad imperial que su padre y hermano, el uno debido a su ancianidad y el otro por no poseer los arrestos viriles de su hermano menor, habían rehuido defender. Esos mismos hombres fueron leales con él hasta que lograron que asumiera la gloriosa borla de sus antepasados los Incas. "El mito de los Pururaucas, expresa Porras en el último acápite de su hermoso artículo en elogio del pueblo incaico, es tan sólo una bella alegoría incaica para honrar el valor de las propias fuerzas y enaltecer la grandeza del espíritu. Cuando los hombres sienten el acicate de la dignidad y del patriotismo, cuando son capaces del sacrificio y del riesgo, cuando se han educado en el roce del sufrimiento y del esfuerzo, cuando se han sobrepuesto al temor, entonces sus fuerzas se duplican y surgen junto a ellos los invisibles compañeros de granito, que desconocen el miedo y sólo saben el camino de la victoria. Los Pururaucas son los héroes silenciosos y leales que acompañan sólo a los que se atreven...."

Lo lamentable es que esta leyenda del milagro bélico y las excelsas virtudes de los hijos del Sol, simbolizadas en el príncipe Inca Yupanqui, no figuran, por desgracia, en los textos de historia nacional, como dice Porras.

Recuerda Guillermo Lohmann Villena en un artículo titulado "Porras historiador y romántico", publicado en 1963, la forma cómo Porras incitaba a los profesores jóvenes de historia y a sus alumnos para que ahondaran sus conocimientos en dicha materia. Dice Lohmann Villena que Porras "con absoluta naturalidad espoleaba la inquietud cognoscitiva mediante la frase 'Eso es de cultura general." Es verdad. Porras quería que quienes se dedicaban a la historia o pretendían ingresar en esa especialidad lo hicieran seriamente investigando a fondo nuestro pasado, sometiendo a cuidadosa compulsa los datos obtenidos en los documentos y realizando una rigurosa y desapasionada interpretación de los mismos. Le molestaba la improvisación y las generalizaciones de algunos profesores o alumnos que se calificaban de historiadores. Por lo tanto para que merecieran el calificativo de tales les exigía prepararse y perseverar en los estudios históricos para ofrecer la verdadera imagen de los hechos. Cuando alguno de ellos publicaba algún artículo o trabajo sin el rigor y el pleno conocimiento histórico o sea sin poseer la firmeza y seguridad que ofrecen los documentos y las obras de historiadores consagrados, Porras no podía ocultar su desagrado. Inmediatamente llamaba la atención del historiador improvisado o lo rectificaba a través de una publicación precisando los errores cometidos, lo que muchas veces despertaba enojo y hasta inquina en contra del maestro

En realidad no existía en Porras ningún deseo de mortificar o hacer daño a nadie, sino que buscaba que los historiadores, no ofrecieran una imagen distorsionante o equivocada de la historia, ya se trate de personajes, instituciones o hechos colectivos del pasado. Sin embargo no ocurría lo mismo cuando se trataba de quienes escribían sin tener como oficio la historia o sólo se referían a ella en forma circunstancial. Para éstos le bastaba a Porras con que tuvieran un conocimiento general del asunto histórico, pero, eso sí, sin dejarse llevar por una mala o equivocada información como resultado de no haber tomado la debida precaución de verificar los datos obtenidos para tal efecto o también por no haber consultado a un autor cuya autoridad en la materia fuese reconocida por todos. El caso era, por consiguiente, distinto al de los especialistas en historia, de manera que respecto de aquellos prefería callar, salvo que el asunto tuviera interés y connotación nacional.

Así ocurrió con el debate producido en la Cámara de Diputados para aprobar la Ley que debía fijar el Día del Tahuantinsuyo o Día del Indio, como se había planteado en el respectivo proyecto. Porras consideraba que no era posible que en un organismo tan importante del Estado como era la Cámara de Diputados se pudieran cometer errores mayúsculos en cuanto a la historia peruana se refiere, porque lo integraban honorables representantes cuya cultura y preparación dábase por descontada y no debía ponerse en duda. Empero no fue así y, desde luego, Porras reaccionó y tomó la decisión de aclarar los desaguisados históricos cometidos sobre el tema en discusión. No debemos olvidar que Porras era catedrático titular de Historia en la Facultad de Letras de la Universidad Mayor de San Marcos y de la Universidad Católica del Perú, y era considerado el especialista más destacado en la etapa de la Conquista y en el conocimiento de los cronistas. En consecuencia no pudo eludir el compromiso de referirse a lo acontecido en la sesión de dicha Cámara al tocarse la fecha relacionada con la muerte de Atahualpa. Era fundamental fijar el día del año que debía figurar en la Ley, porque pasaba al calendario cívico nacional con el objeto de que fuera conmemorado todos los años en todos los centros educativos del país, con un programa especial destinado a resaltar los valores del indígena peruano. El propósito era magnífico, quien podía dudarlo, pero era necesario hacer las cosas bien, vale decir mostrar conocimiento de los hechos históricos de nuestra patria y tener sumo cuidado en la escogencia de la fecha más significativa para el pueblo peruano, no cayendo en errores flagrantes como los que Porras se encarga de rectificar en el artículo que se incorpora en este volumen bajo el título de "Atahualpa no murió el 29 de Agosto de 1533", el que fue publicado en "La prensa", el viernes 31 de agosto de 1945.

Comienza Porras refiriéndose a la muerte de Atahualpa como un "suceso que hirió vivamente la imaginación popular", respecto del cual "Todos los sucesos que la rodearon se hallan comprobados por crónicas y documentos oficiales de la época, por testimonios y cartas particulares de los conquistadores y por otros documentos, públicos y privados, que coadyuvan a restablecer la cronología y la secuela de hechos que antecedieron o siguieron a la ejecución del Inca." Sin embargo, a pesar de ser verdad lo consignado por Porras y conocido por la mayoría de historiadores, algunos no habían advertido que, junto a hechos concretos, documentalmente comprobados, había una corriente nacida en la imaginación popular destinada a paliar lo sucedido y levantar el espíritu del pueblo vencido. "Desde el día siguiente de la muerte de Atahualpa, dice Porras, el pueblo indígena comienza a trabajar poéticamente sobre el final del Inca y la tragedia de Cajamarca." De esta manera surge "una profusa leyenda, principalmente de origen quiteño, que inventa episodios que no constan en ningún documento o crónica." Porras se detiene en cada caso, amparado en su honda versación histórica y reconocida erudición, lo que, por supuesto, dejo de comentar a fin de que los interesados en los hechos históricos de la conquista se informen directamente en lo escrito por el gran maestro.

Mas bien me referiré a la controvertida fecha de la muerte de Atahualpa, motivo principal del debate parlamentario que determina que Porras escriba el citado artículo de " La Prensa". Ningún cronista de la conquista ni posterior a ella ofrece el dato exacto y verdadero de la fecha en que se llevó a cabo la ejecución del Inca en la ciudad de Cajamarca. Solamente se ha contado con fechas aproximativas y referenciales deducidas de algunos documentos como el relativo al reparto del rescate ofrecido por el Inca. Después de dos siglos, concretamente en la segunda mitad del XVIII, aparece, por primera vez, como fecha de la muerte el 29 de agosto de 1533, en la Historia del reino de Quito del padre Juan Velasco. De ella se toman algunos historiadores ecuatorianos dándola como cierta sin la debida comprobación documental ni el respectivo análisis crítico de la obra. Entre ellos está Neptalí Zuñiga que la adopta sin discusión y más bien se empeña en demostrar su validez en su libro Atahualpa o la tragedia de Amerindia que mereció el premio Nacional de Biografías de Ecuador en 1941 y que fue publicado en Buenos Aires cuatro años después. En honor a la verdad, ilustres historiadores y escritores ecuatorianos como Jijon y Caamaño, Homero Viteri Lafronte, Gonzálo Zaldumbide, entre otros, y los historiadores peruanos, restaron valor a la obra y a las informaciones referidas en ella por el padre Velasco. La consideraron enteramente imaginativa, anovelada o fabulada, sin sustento documental que respaldaran las afirmaciones del autor.

No podía ser de otra manera, por cuanto el padre Velasco escribió en Italia, de memoria, sin papeles ni otras fuentes, indispensables. Como otros jesuitas que lo acompañaron en el destierro se sintió impulsado a exaltar a su país, a la nación quiteña en este caso, de la que había sido alejado injustamente, al igual que sus hermanos de la Compañía de Jesús, por orden de Carlos III, rey de España. "El buen jesuita, escribe Porras, no dice de donde tomó sus datos ni podía decirlo, porque eran de su invención, como otras muchas cosas de su crónica", tardía, alejada en el tiempo de las cosas y hechos por él narrados.

A pesar de todo, el día 29 de agosto del año 1533, que sin fundamento alguno se le ocurrió al padre Velasco consignar como fecha de la muerte de Atahualpa, es recogida en los textos escolares, más por inercia o indolencia que por otra razón, y, finalmente, ¡Oh sorpresa!, por los honorables parlamentarios peruanos para celebrar justamente el Día del Indio o Día del Tahuantinsuyo. Porras no podía quedarse callado, porque en sus clases universitarias y en diversas publicaciones había expresado que el 29 de agosto no podía ser la fecha de la ejecución del Inca, y más bien fijaba algunas fechas aproximadas de acuerdo a documentos contemporáneos del suceso. Para abreviar, creo necesario citar al propio doctor Porras. Dice lo siguiente: "En diversos libros publicados desde 1936 y en mis lecciones en la Universidad de San Marcos he demostrado, hasta el cansancio, que Atahualpa no murió el 29 de agosto de 1533, sino acaso un mes y algunos días antes, pero no he tenido la suerte de ser leído por ninguno de los diputados que intervinieron en el debate de ayer, algunos de ellos apreciadísimos amigos y compañeros de estudios. Voy a exponer por esto, rápidamente, las pruebas de que el 29 de agosto de 1533, no ocurrió nada que pueda merecer que se le señale como un dia excepcional y menos como el Día del Tahuantinsuyo, que en ningún caso podría ser un día de derrota y de duelo." Y sigue, "La primera deducción que brota de los cronistas contemporáneos es la que refiere que la ejecución de Atahualpa se realizó inmediatamente después del rescate y que fue en día sábado. El reparto duró, según Jerez, desde el 17 de junio hasta el 25 de julio, 'Día del Señor Santiago'. Jerez y Estete, los dos cronistas más próximos a los hechos, declaran que la ejecución del Inca se verificó una vez terminado el reparto. Ejecutado el Inca los españoles emprendieron el camino de Jauja. El suplicio de Atahualpa tuvo que realizarse, pues, entre el 25 de julio y el 21 de agosto en que los españoles salieron de Cajamarca. El 29 se hallaban en pleno Callejón de Huaylas y no en Cajamarca." Porras cita otros documentos que corroboran lo expresado anteriormente, pero creo que con lo dicho queda todo claro y no es preciso agregar nada más.

El doctor Rafael Loredo, en su obra Los Repartos, publicada.en 1958, es quien da la fecha del ajusticiamiento de Atahualpa. En efecto, Loredo dice que en el reparto no fueron incluidos "dos vasos grandes de oro y la fuente de oro esmaltada que obsequió Atahualpa a Pizarro en la mañana del sábado 26 de julio de 1533, horas antes de ser ajusticiado." Hoy todos los historiadores la dan como válida, pero sin citar la fuente. Creo que Loredo, de acuerdo a documentos de la época que encontró en Sevilla y otros archivos, está en lo cierto.

Porras concluye el artículo manifestando que su aclaración histórica no tiene el ánimo de rectificar a nadie porque sus datos se encuentran en publicaciones suyas anteriores y que, más bien, su deseo es colaborar y difundir "nuestras fuentes históricas desdeñadas." Respecto de las últimas palabras citadas, pienso que Porras repetiría hoy lo mismo, sobre todo porque la cultura, en general, y nuestra historia nacional, en particular, han perdido interés para nuestros gobernantes y dirigentes políticos; han sido prácticamente puestos de lado. Tal vez estamos perdiendo la brújula ante la presión de los nuevos tiempos que nos arrastran fuera de conceptos y normas tradicionalmente aceptados. Es sabido que cada época de la historia tiene sus preocupaciones ineludibles y sus exigencias vitales, pero no por ello debe soslayarse ni dejar que perezca o pase a segundo lugar un elemento fundamental de la vida que constituye la esencia misma del ser humano. Me estoy refiriendo a la educación, a la cultura, que es el alimento del espíritu, del alma, que nos distingue de los demás seres vivientes. El alma y el cuerpo forman un todo integral, armonioso e inseparable, por lo que olvidarse de uno u otro es desconocer una realidad consubstancial a la vida del hombre. Negarlo sería como decir que no existe armonía en el universo. Ojalá que el desaguisado cometido hace cinco décadas no vuelva a repetirse en las esferas políticas ni en otros círculos importantes del país.
El Reportero de la Historia, 9:40 p. m.