Cátedra Raúl Porras Barrenechea

Blog-Homenaje a la memoria de Raúl Porras Barrenechea,
Historiador y Profesor de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos

25 agosto 2007

Antología de Raúl Porras (XXXIV)

El Cuzco de los Incas (*)



EL MARCO GEOGRÁFICO

Ni la arqueología ni la historia han logrado hasta ahora arrancar a la naturaleza, ni a los restos materiales o humanos del pasado, el secreto de los orígenes del Cuzco. Este permanece, todavía, inexcrutablemente adherido a los dominios del mito y de la leyenda. No se ha determinado aún la circunstancia histórica precisa en que surgió a la vida histórica "la gran ciudad del Cuzco", el eje de la tierra andina, la urbe imperial de la América prehistórica meridional, cabeza de todas las ciudades del Virreinato austral bajo el régimen español y, en el refluir eterno de la grandeza, capital arqueológica de nuestro creciente panamericanismo científico y democrático.

La explicación del surgimiento y grandeza del Cuzco hay que inducirla de las permanentes sugestiones del marco geográfico. La vocación imperial del Cuzco nace, acaso, de su posición intermedia, topográfica y atmosférica, que condiciona las calidades del paisaje y del hombre y el destino social y urbano de la región.

El Perú es, según Squier, un país de hoyadas próvidas, en medio de mesetas desoladas, de montañas nevadas, de gargantas profundas, murallas de cerros y de montes, de bosques y desiertos. En el fondo quieto y tibio de esas hoyadas de la costa o de la sierra, más templado que el árido terreno circundante, ha nacido la civilización. El Cuzco está en una de esas hoyadas de la puna en los Andes del Sur del Perú, entre la Cordillera Occidental y Oriental, más echado a la Oriental, entre las hoyas del Vilcanota y del Apurímac, en un límite isotérmico, geográfico y etnográfico que decide su destino nuclear.

La altura del Cuzco es ya la altura de la puna. Está a 3,350 metros rodeado de cerros nevados, en la parte más elevada del valle y en los declives de tres altas colinas donde convergen tres ríos - el Tulumayo, el Huatanay y el Chunchulmayo - como los dedos de una mano abierta. No obstante esta altura el clima es duro y severo, "fresco pero no frígido". Garcilaso, elogiándole, dice que el temple es más bien frío que caliente, pero no tan inclemente que obligue a buscar fuego para calentarse, porque basta entrar a un aposento donde no corra aire para perder el frío. En cambio, como el aire es frío y seco, no se corrompe la carne ni hay moscas. Y Sarmiento de Gamboa, haciendo el elogio de la tierra que aposentó a los Incas, dice que es "de enjutos mantenimientos e incorruptos aires". Y, anticipando lecciones de geopolítica sobre el marco geográfico del Cuzco, dice: "La tierra es escombrada, seca, sin lagos, ni ciénagas, ni montañas de arboledas espesas, que todas esas son causas de sanidad y por esto de larga vida para los habitantes". La tierra fértil y el aire sano predisponían, pues, antes de la historia, al surgimiento de un pueblo recio, grave y tenaz. El fondo del valle, que suaviza el clima, estimularía el desarrollo social.

La geografía regala también al Cuzco con una posición privilegiada para el mantenimiento de sus habitantes y el disfrute de los diversos dones de la tierra que pueden favorecer el surgimiento de un centro metropolitano. El Cuzco está rodeado de fértiles llanuras tributarias y de pastales propicios a la ganadería. En las tierras altas, donde el hombre vive en chozas con muros de piedra y techos de paja, donde la nieve condiciona la altura de los cultivos, donde crece la “tola”, vegetación alpina y el hombre se alimenta de patatas, el poblador se dedica al pastoreo y vive aislado e ignorante de la civilización. En los altos valles secos, en los que alternan una estación seca y fría y otra caliente y lluviosa, aparece una débil vegetación de pequeños arbustos, de cactus, de chilcas y de molles, con sus bayas granates y su fronda sagrada, en tanto que, en el fondo del valle, fecundan el maíz, las papas, la quinua, la oca o los frijoles y, después de la colonización española, el trigo, la cebada, los guisantes. El poblador es, en esta región, durante el corto período agrícola, cuando no emigra a otros trabajos mineros o de la costa, agricultor y hombre de ciudad. Toda la vida del agricultor de esta zona y sus fiestas y sus costumbres están regidas por las dificultades del riego y la obtención de la única cosecha anual. Este hombre será el inventor de los andenes y los canales, la lucana (pico) y el huizo (azadón para apoyar el pie). La lucha por la civilización, que dará origen a la organización social y al Imperio, arranca de la sequedad del suelo y de los planes de cultivo e irrigación. La tierra del Cuzco es árida, sólo en apariencia, porque sus páramos son salados y el más leve contacto del agua o del estímulo humano la vuelve fecunda. Al Cuzco le proveen ampliamente de recursos las llanuras fértiles de Anta, del valle del Urubamba, los valles del Cuzco y de Sicuani y ahora las plantaciones de azúcar de Abancay. Los valles orientales sub-tropicales, inmediatos al Cuzco, situado en el borde de los Andes Orientales, le rendirán, también, como tributo imperial, la divina planta de la coca, que será lujo de la vida incaica.

Hay algo, sobre todo, que decide, en lo topográfico, la primacía y la calidad metropolitana del Cuzco y es su posición en un cruce de vías imperiales, por las que habrán de llegar los tributos de los granos, de la lana, de la coca y del oro. El Cuzco está no sólo en el límite del cultivo del trigo y la cebada y del frío seco de la sierra al inhospitalario de la puna, sino que está, también, en un cruce o palca promisorio de caminos y en un límite étnico entre el hombre de la serranía el puna-runa y el sacha-runa u hombre de la selva. El Cuzco a la vez que hondón en el camino yugular de los Andes, de Norte a Sur, es una de las mejores puertas de ingreso a la selva de la región oriental. Ambas zonas, la selva y la sierra, se hallaron separadas en la época primitiva como ahora, por una muralla infranqueable de montañas, a la vez que por vetos étnicos y telúricos. El hombre de la sierra repudió al sacha-runa u hombre del bosque. Pero del Cuzco parten gargantas profundas que cortan y atraviesan la cordillera, por las que puede llegarse a la región tropical y que son puntos de acceso y de defensa. En las laderas y pendientes que bajan de la puna a la selva surgirán las ciudadelas incaicas de frontera que, como Macchu Picchu, Paucartambo, Pisac y Ollantaytambo, defenderán el avance de los hombres selváticos. El hombre de la selva hará de la madera su principal elemento de expresión en tanto que el de la sierra aprenderá el arte de la piedra. Esta oposición decidirá uno de los derroteros históricos y geográficos del Incario. El súbdito incaico, amante de la simetría y del orden, nacido en una tierra de clásica austeridad y equilibrio, rehuirá el bosque y el pantano, la maleza y el desorden y será un enemigo declarado del Trópico. La arquitectura incaica - dice el argentino Angel Guido - reflejará principalmente el ascetismo del paisaje andino, ajeno por completo al exceso y desequilibrio barrocos del Trópico.

Las fronteras del Imperio cuzqueño se detendrán al Sur, al Norte y al Este, en el momento en que las huestes incaicas, dominadoras de montes y mesetas, se enfrenten con la confusa maraña de los árboles y el húmedo y sofocante hálito del bosque tropical.

Pero el territorio y el clima confabulados le dieron aún al habitante del Cuzco otra presea de triunfo. Los suelos de la puna Sur - dice el gran geógrafo Troll - son de gran riqueza nutritiva y de pastos chicos, de los que se alimentan la llama y la alpaca. Debido a la llama -dice el mexicano Esquivel Obregón - el Perú avanzó un paso más que todos los países de América en la escala de la civilización, por cuanto la ganadería le apartó de una serie de formas rudimentarias de vida. El hombre dejó de ser bestia de carga y con la acémila humana desaparecieron la esclavitud y la antropofagia y disminuyeron los sacrificios humanos, rescatados en el Perú, como en otras partes, por la presencia del ganado. El Imperio incaico vencerá los desiertos y las cumbres al paso ligero de la llama.

A estos desiderata de orden físico habría que agregar los motivos de índole mágica y estética: el culto de las cumbres y el de la influencia solar. Para el hombre del altiplano, acostumbrado al rigor del frío y a la inclemencia del viento de la puna, para el que acaso resultaba demasiado muelle y sedante el fondo cálido de la quebrada, de las tierras llamadas desdeñosamente yunga, acaso si el sereno y ecléctico término medio, la áurea tranquilidad buscada cerca del aire frío y tonificante de la meseta, no estaba en la planicie demasiado abierta, sino en el corazón hermético de la serranía, en un áspero rincón del valle, sobre las laderas de las montañas, en las que el espíritu de la raza pudiera otear, como una utopía, a lo lejos, la perspectiva verde y alegre del valle, pero manteniéndose asido siempre a las rocas, en un afán de soledad y de ascetismo, como el de los nidos de los cóndores.

Este destino geográfico ascensional, este amor de las cumbres es consustancial con el alma del Cuzco y del hombre del Incario, que el forjó a su semejanza, que diviniza los cerros y otea el alma de las montañas, porque ellas le han dado lecciones de severidad y de majestad estoicas. Los cerros o las montañas formaron alrededor del Cuzco como una silenciosa hilera de guardianes a los que el quechua rendirá diaria y reverente pleitesía. Los nombres de los cerros adquirirán prestigio mítico y desde el Cuzco se venerará la cumbre nevada del Ausangate y el Sallcantay, del Pachatusan que sostiene el cielo y el Alperan, el cerro sobre el cual se pone el sol y donde se sacrificaba diariamente una llama, o el cerro Guanacaure, ligado a la leyenda sagrada de los Ayar.

Por ello, este afán de agarrarse a las breñas y de radicar en ellas la esencia de su espíritu, será consustancial con el alma incaica en los días de su mayor apogeo y cuando, en el auge de su civilización, el Cuzco abarque sierra y costa, subsistirá ese agreste destino y la costumbre atávica y señera de considerar "por más hidalgos y nobles" a los de la ciudad de arriba. El oscuro e inconsciente anhelo de cimas no basta para explicar la decisión inicial. El Cuzco, como otras ciudades milenarias, debió nacer de los variados impulsos que deciden la vida del hombre primitivo, acechado por enemigos visibles e invisibles, defendiéndose y buscando la seguridad en sus armas y en los parapetos naturales de los riscos, pero atento siempre a las inspiraciones de lo sobrenatural y a las misteriosas interpretaciones anímicas del cielo y del contorno geográfico. Los primeros habitantes se cobijarían para defenderse bajo la mole del Sacsayhuaman, pero luego los atarían a la tierra la revelación sagrada de los mitos del Titicaca y de Paccarectambo. El Cuzco debió ser fortaleza y santuario, antes que mercado; debió nacer no de un determinismo rígido de leyes económicas, aún elementales y difusas -abundancia o escasez del ají o de la quínua - sino, más bien, por un fatum religioso y político que presidiría su destino con la ineluctabilidad de los grandes acaeceres históricos y que amarró a la mole del Sacsayhuaman y a la imagen del Inti o divinidad solar de los quechuas el destino de la América indígena meridional.

El Cuzco es, esencialmente, una ciudad de ladera. Rodeado de cerros por todas partes, no se sabe si baja del cerro de Sacsayhuaman al valle o si se ha colgado a la mole de él, en un declive. Partes del Cuzco están prendidas a la montaña y otras descienden en terraplenes y andenes, en una arquitectura típica y originalísima. Toda la historia del Cuzco - la del Hanan Cuzco, tortuoso y accidentado, como la del Hurin Cuzco, llano y rectangular - estará influida por esta posición topográfica. Las ciudades de ladera han sido establecidas principalmente teniendo en cuenta la luz, el sol. Los sociólogos apuntan que los pueblos de montaña escogen las laderas soleadas, las que primero reciben el sol, prefiriéndolas a las laderas sombrías. El Cuzco fue elegido así, teniendo en cuenta la presencia mágica del sol, el milagro cotidiano de la luz. Por eso, acaso, el transporte encendido de José María Arguedas: "Sólo a esa altura de los Andes es posible un valle con ese horizonte y esa luz". Y la comprobación poética del mismo, cuando habla del "cielo de ilimitada hondura, escenario de resplandecientes tránsitos de luz, de esos cambios de claridad y sombra, de fuego dorado y sangriento, con grandes pozos de lobreguez insondable, propios de las regiones altas: abierto e irrenunciable camino a la meditación y a las inmortales empresas".

El Cuzco fue, así, predestinado por la naturaleza para servir de nido caliente de una cultura, de cruce de caminos, crisol de pueblos, acrópolis india y cuadrante de una historia solar.

EL ENIGMA ARQUEOLOGICO

Discuten los historiadores el origen y la antigüedad de los primeros pobladores del Cuzco anteriores a los Incas, a base de los restos arqueológicos, de las huellas lingüísticas, de la toponimia y de la remota tradición oral recogida por los cronistas españoles. La investigación arqueológica ha dado, hasta ahora, escasos resultados por la superposición en el mismo sitio de las poblaciones preincaica, incaica y española. Para hacer una amplia búsqueda habría que derribar lo incaico subsistente o lo hispánico acoplado a lo incaico o realizar obras mayores de apuntalamiento, que no justificarían seguramente los hallazgos. La pala de los arqueólogos no ha hallado, por lo general, en el recinto del Cuzco y sus lugares aledaños, sino restos característicos de la cultura incaica. Todo lo monumental y espectacular de la región del Cuzco hallado por los españoles - las piedras ciclópeas de Sacsayhuaman, de Ollantaytambo o de Macchu Picchu - es, según los arqueólogos más autorizados, de época y estilo incaicos.

Los viajeros del siglo XIX distinguieron en los antiguos monumentos del Cuzco y en los de la órbita incaica dos estilos: el estilo ciclópeo o de mampostería de piedras irregulares de gran tamaño, sólidamente encajadas en muros de aspecto imponente y el estilo de piedras rectangulares de forma acanalada, ligeramente convexa y cortada en sesgo hacia los bordes, de modo que se produzca una acanaladura entre los bordes perfectamente ensamblados. Es la mampostería que Humboldt comparó con el corte de piedra llamado bugnato por los italianos y que ostentan las piedras del muro de Nerva en Roma y del palacio Pitti en Florencia. Hubo la tendencia a considerar el estilo ciclópeo, indiscutiblemente más primitivo e incipiente e indiciario de un escaso desarrollo arquitectónico, como más antiguo que el de las piedras isógonas. Markham señaló cinco estilos: primitivo, ciclópeo, poligonal, rectangular almohadillado y pulido isógono. Uhle sugirió que los muros de piedras irregulares y poligonales señalarían el estilo originario del Cuzco. Muestras de esa primitiva arquitectura serían los muros de Colcampata, llamado el palacio de Manco Cápac, los del muro llamado de Hatunrumiyoc o piedra de los doce ángulos, el templo de Pumapuncu - anterior al del Sol, según Cobo - y los muros y andenes de Sacsayhuaman, que debieron ser el primitivo Intihuasi. Fuera del Cuzco corresponderían a este estilo, según Uhle, el templo de Viracocha en Cacha, el templo del Sol en Huaitará y algunas partes de Ollantaytambo. Pertenecerían a este arte de aspecto gigantesco y caótico estructuras internas de prestigio sibilino y esotérico: galerías subterráneas, terrazas superpuestas, escaleras, escondrijos tallados, capillas e hipogeos. Pero la propia observación del área urbana subsistente del Cuzco incaico desbarató la clasificación excesivamente rígida, demostrando que existían construcciones muy antiguas de piedras rectangulares - como el palacio de Coracora, del tiempo de Inca Roca - y que ambos estilos coexistieron en un mismo edificio en la época del apogeo incaico. De estas inducciones se desprendía que el Cuzco era una ciudad fundamentalmente incaica, sin antecedentes en el tiempo prehistórico. Los hombres, según la tradición imperial recogida por Garcilaso, habrían vivido, antes de Manco, entre ciénagas y breñales, en pueblos sin calles ni plazas, "como recogedero de bestias", en el valle del Cuzco, que estaba entonces "todo él hecho montaña brava". La arqueología no ha podido despejar aún la niebla mítica que envuelve a piedras y relatos primitivos. Dos esfuerzos en la investigación han pretendido, sin embargo, hendir el pasado misterioso del Cuzco: el del doctor Luis E. Valcárcel, con sus excavaciones en la fortaleza de Sacsayhuaman en 1933 y 1934 y el del arqueólogo norteamericano John H. Rowe, en 1941, junto al templo del Sol y en Carmenca, donde halló el estilo preincaico cuzqueño denominado Chanapata.

La excavación de Valcárcel y su equipo arqueológico puso al descubierto gran parte de los baluartes y torreones de Sacsayhuaman descritos por Garcilaso, terrazas, galerías, explanadas y, particularmente, un sector de ruinas aledaño de Sacsayhuaman - la fuente bellísima de Tambomachay, la fortaleza en miniatura de Pucara, el laberinto de Lanlacúyoc y el grandioso ídolo del adoratorio de Quenco -, conjunto ciclópeo que constituyó, según Valcárcel, el recinto del antiguo Hanan Cuzco. En todos ellos sólo se encontró la cerámica inca de formas clásicas - conopas, queros, aríbalos - y colores opacos, grises, ocres y rojos oscuros. Tan sólo en la proximidad del antiguo torreón de Mullucmarca, en Sacsayhuaman, se halló un ceramio de clásica forma de Tiahuanaco, de colores brillantes y dibujos geométricos, que no basta para establecer un marcado estrato cuzqueño de esta civilización.

En sus excavaciones científicas Rowe logró romper el invulnerable circuito de lo preincaico - el Purun pacha de los Incas -, hallando tres clases de cerámica preincaica, que ha bautizado con los nombres de Chanapata clásico, Chanapata derivado y estilo Huari. El sitio de Chanapata se halla en las afueras del Cuzco, en la carretera a Abancay cerca a la parroquia de Santa Ana. Las vasijas extraídas del pequeño basural en el que subsisten, como restos de una pequeña población, algunos muros de piedra tosca y empedrados, son de color negro y dibujos incindidos en el estrato más lejano y se parecen a los estilos más antiguos de la costa peruana. Rowe les señala la fecha tope de 800 años antes de Cristo. El tercer estilo preincaico es el semejante al llamado Huari en la región de Ayacucho, con huellas del difundido estilo tiahuanacoide.

En el estrato netamente incaico Rowe señaló, aguzadamente, tres estilos de cerámica y de arquitectura, concordantes con las épocas históricas: un primer período provincial, al que corresponde la cerámica Quilque, el período Inca Imperial, al que corresponde el estilo Cuzco, y el período Colonial español, al que pertenecen muchos edificios tenidos por incaicos, como la casa de los seis pumas en Santa Teresa, en que, conservando el estilo incaico, se han adaptado ciertas reglas de arquitectura española. Rowe le llama el estilo Cuychipuncu.

EL CUZCO PREINCAICO

La tradición oral de los Incas, celosa de su predominio político y cultural, ahogó todo recuerdo anterior a la aparición de Manco y toda alusión a las tribus poseedoras del sitio del Cuzco, lo que descubrieron las investigaciones del virrey Toledo en la propia ciudad imperial y sus tribus aledañas. No es posible fijar cronológicamente el momento en que, sobre el herbazal de la marca primitiva, se hincó el primer usnu o piedra de la justicia, se trazó el cuadro inicial del Aucaypata o ágora india y surgió el perfil en talud de la primera pucara o huaca, fortaleza o templo, que habían de servir de centro a la ciudad futura. La dubitante tradición oral recogida por Toledo y la nomenclatura confusa de los ayllus primitivos, conservada por Sarmiento de Gamboa, nos permiten vislumbrar que fueron los Huallas, alfareros y sacrificadores de llamas, los primeros pobladores de la urbe sagrada. Junto a ellos y a la "fuente de agua salobre para hacer sal", se situaron en las tierras más fértiles los Poques y los Lares. Se discute si fueron quechuas, aymaras o puquinas. Uhle y Latcham, principalmente, sostienen el origen colla de estas tribus y su lengua aymara, en tanto que Riva Agüero defiende ardorosamente su quechuismo y Middendorf busca la procedencia colla o puquina. De cualquier modo que sea, traducidos al quechua, al aymara o al puquina, aparecen siempre como hombres rudimentarios y desdeñados por los Incas. En quechua hualla significa depravado o desordenado, poje, primerizo y lares, gente cimarrona y sin gobierno. En arawak poque es tonto y lari, montubio o cimarrón. Los Huallas habitaron en la parte de San Blas y la Recoleta. Betanzos nos dice que el Cuzco preincaico antes de la llegada de Manco estaba ocupado en gran parte por "un tremedal o ciénaga" y que no había en el valle de Huatanay sino pueblos pequeños de "hasta treinta casas pajizas y muy ruines".

LOS TAMPUS

La primera onda civilizadora fue, según Riva Agüero, que coordina los datos de Sarmiento, la de los Maras, la segunda la de los Sutic o Tampus (gente conocida), descendientes de los Sahuasiray y los Antasayas, y la tercera la de los Ayar. Estos les quitan las tierras y aguas a los Huallas, que se desplazan, derrotan a Copalimayta y Sahuasiray y ocupan el área comprendida entre los dos ríos. Diez ayllus legionarios se reparten el área del Cuzco... Según Valcárcel los Huallas quedan en la cuesta de San Blas, los Antasayas en las colinas septentrionales, los Sahuasiray al lado del futuro Coricancha y los Alcavizas hacia Santa Clara. Los Tampus, indiscutiblemente quechuas, son los que quedan por vencedores. Los himnos de los Incas dirán, más tarde, en el apogeo imperial: "Dios proteja a los Incas y a los Tampus, vencedores y despojadores de toda la tierra". Los Tampus son del más antiguo linaje del mundo después de Dios, dijeron al padre Acosta los quipucamayos cuzqueños.

La segunda fundación del Cuzco se halla mezclada a los ritos de la fertilidad y del oro que perduran en las leyendas del Titicaca y de Paccarectampu - la posada del amanecer - y la llegada de las cuatro parejas simbólicas con sus alabardas resplandecientes y sus hondas que derriban cerros, para implantar en la tierra predestinada el maíz y la papa nutricios de la grandeza del Imperio.

El camino seguido por los segundos fundadores del Cuzco, ya sea la pareja simbólica de Manco Cápac y de Mama Ocllo o las cuatro parejas de los hermanos Ayar, viene del Sur, del lago sagrado o de las tres ventanas simbólicas de Tamputocco o Paccarectampu y trae un mensaje civilizador. Los etnólogos creen que los nombres de los Ayar corresponden a productos vegetales introducidos o preferidos por ellos al entrar al Cuzco: Ayar Cachi representaría la sal, Ayar Uchu el ají, Ayar Auca el maíz tostado. Betanzos aclara que en el camino hacia el Cuzco los Ayar implantaron el cultivo de la papa en el valle de Guanacaure y hallaron en un pueblo pequeño de los Alcavizas el cultivo de la coca y el ají. Eran portadores, además, del providencial recurso de la llama, pues Molina habla de que usaban adornos y vajillas de oro y de que llevaban la napa o llama con la gualdrapa o aparejo rojo con que más tarde la sacrificarían en las fiestas del Imperio, en recuerdo de los Ayar. Estos pueblos quechuizados - o que hablaban ya la lengua quechua, que trasciende en todos los nombres de la leyenda - traían, por último, como procedentes que eran de la región del Titicaca, todo el legado arquitectónico de la épocas megalíticas de Tiahuanaco, lo que explicaría la similitud que algunos arqueólogos encuentran entre la parte baja de Sacsayhuaman y las construcciones del lago.

EL MARCAYOC

Todos los pueblos primitivos del Perú guardaron celosamente la memoria del marcayoc o fundador, al que rendían culto sacro y votivo. En las relaciones de idolatrías del Arzobispo Villagómez, se dice que todos los pueblos indios tienen ídolos de piedra "que eran los fundadores o patronos de pueblos a quien llaman marcayoc o marcachacra, que ellos suponen que era el primero que pobló aquella tierra" (1) .

En el caso del Cuzco, la ciudad solar y vértice del Imperio, no era posible que se perdiese el recuerdo del marcayoc progenitor y fundador. Las tradiciones históricas y los mitos más remotos señalan a Manco Cápac como el fundador del Cuzco y de la primacía incaica. Algunos historiadores suspicaces le han negado existencia real y le han considerado como personaje mítico y legendario. Riva Agüero refutó, contundentemente, a González de la Rosa, que representa la tesis escéptica y nihilista. No importa que la momia de Manco, como la de Yahuar Huaca, no apareciese en la pesquisa hecha por Polo de Ondegardo de los mallquis incaicos. Estaba, en cambio, su bulto o guauqui, como los de los otros Incas, que era reverenciado como imagen rediviva de su figura humana o de su totem protector y estaba, sobre todo, la descendencia misma de dicho Inca, la Chima panaca, conservada y respetada como el ayllu primogénito o la más rancia de las viejas estirpes imperiales cuzqueñas. Fue Manco Cápac, sin duda, personaje real e histórico, de magnífica pujanza vital, paradigma heroico de su raza y héroe civilizador, al que el respeto y la gratitud de su casta revistió luego, por la obra alucinadora de la tradición oral, de relieves legendarios y míticos, que siempre cortejan en la historia al personaje arquetípico. Manco aparece, así, en todas las tradiciones y cantares cuzqueños con los arreos simbólicos de los héroes epónimos. Cieza le hace surgir en el horizonte de la marca primitiva, teniendo al fondo el cerro de Guanacaure, levantando los ojos al cielo y siguiendo el vuelo de las aves y las señales de las estrellas, para hundir en la tierra la barreta civilizadora. Molina refiere que el dios Sol lo llamó y le dio por insignia y armas el suntur paucar o airón de plumas y el champi, los supremos y divinizadores atributos de los Incas. En los cantares quechuas, que recogió Sarmiento de Gamboa, Manco lleva, en una petaca de paja, el pájaro o halcón totémico llamado indi o inti, reverenciado como símbolo del Sol, y el yauri o estaca de oro que hiende las tierras fértiles. En su cortejo marchan su mujer Mama Ocllo y las tres parejas que completan el número mítico de cuatro, llevando los topacusis o vasos de oro y el napa o llama sagrada. Manco instituye las danzas y las fiestas rituales el huarachico y el capacraymi, la ceremonia de horadar las orejas a los donceles nobles y el rito para llorar a los muertos, "imitando el crocitar de las palomas". El indio Santa Cruz Pachacuti recoge la misma figura legendaria del Inca que avanza entre prodigios - derribando cerros, volando con alas de piedra o petrificando enemigos - desde el Collao hacia el mediodía, portando el topayauri o cetro que le diera el dios Tonapa. Manco y sus tres compañeros se detienen en el Cuzco cuando surge ante ellos el signo promisor del arco iris - que sus sucesores llevarían como estandarte - y al darse con el destino definitivo de su raza entonan el cantar de chamaiguarisca o "cantar de pura alegría", que podría ser el himno nacional del Imperio. Ninguna de estas poetizaciones, que también surgieron sobre otros Incas - principalmente, sobre Pachacútec -, reducen, proviniendo de un pueblo crédulo y agorero, la personalidad histórica de Manco Cápac y la certeza de sus hazañas vitales. Manco Cápac existió realmente. Podrá dudarse si fue de raza quechua o aymara, o de la cronología de su reinado; pero fue héroe de carne y hueso y el jefe de los ayllus que ocuparon el Cuzco tras de la odisea de Paccarectampu a Guanacaure y el valle sagrado. Es inútil que los historiadores traten de saber si fue quechua o aymara, cuando los propios indios, sus descendientes, le hacían hijo del Sol y de la Luna o declaraban que "no tuvo pueblo, ni chácara, ni casta o antigualla pacarimoc". El nombre Manco no tiene explicación en quechua, según Garcilaso, aunque Cápac signifique poderoso o rico, en quechua y en aymara y mallco, según Uhle, sea "señor de vasallos" en aymara. No cabe, tampoco, aceptar la tesis del sutil investigador Latcham, quien piensa que los Ayar, nombre que significa "difunto", habían muerto cuando sus tribus llegaron al Cuzco y que, por lo tanto, ni Manco ni sus compañeros collas vieron jamás la ciudad del Sol. Para la tradición secular incaica, Manco Cápac fue el inconfundible fundador o marcayoc del Cuzco de los Incas.

Entre los signos históricos innegables de la personalidad histórica de Manco Cápac están los hechos de que en el Cuzco se le señaló siempre unánimemente, como el fundador de la ciudad e iniciador de la dinastía incaica, y de que se veneró, además, por una tradición persistente, los sitios donde Manco fundó el templo de Inticancha, el de Colcampata que fue su morada o el sitio en que dormía su mujer, Mama Ocllo. Además de estos recuerdos locales se conservó la versión de que fue Manco quien enseñó la labranza de la tierra y el uso del arado, estableció el culto del Sol y forjó las leyes y las grandes instituciones y ceremonias rituales del Imperio. Con tan firmes lauros la figura de Manco vence las nieblas de la leyenda y adquiere vigor y prestancia reales. Es el fundador del Cuzco y de la estirpe de los Incas y preside, como desde un pórtico majestuoso y monolítico, toda la primera historia peruana.

Manco fue, pues, el personaje real e histórico que fundó el Cuzco y aún le dio, según la tradición, su nombre perdurable. El Cuzco, antes de la llegada de Manco, estaba ocupado, según el testimonio veraz de Betanzos, en gran parte por "un tremedal o ciénaga" y no había en el valle del Huatanay sino pueblos pequeños de "hasta veinte o treinta casas pajizas y muy ruines". Huamán Poma dice que este caserío antiguo se llamó Acamama. Manco cumple la función sinoicista, allanando obstáculos y juntando pueblos. De ahí, acaso, el nombre mismo del Cuzco, sobre el que vacila la ciencia lingüística. Garcilaso afirmó que "Cozco, en la lengua particular de los Incas, quiere decir ombligo o centro del mundo". También se ha dicho modernamente, por Escalante, que proviene de Cejasco, que significa pecho o corazón. Pero González Holguín, uno de los más ilustres quechuistas, afirmó en los mismos días de Garcilaso, en su Vocabulario prócer, dictado, según él, por los mismos indios del Cuzco que cusquini significa "allanar el terreno" y también "allanar dificultades, unir y establecer una concordia". Todo esto se conjuga con la tarea de Manco, que vino a enseñar ese arte supremo de los Incas, del que dijo Cornejo que "enseñaron a unir las piedras para levantar fortalezas y a soldar las tribus para crear imperios". Esto coincide con la voz de otros cronistas indianistas o indios. Montesinos dice que a Manco le pareció bien el lugar para fundar una ciudad y señalando un amontonamiento de piedras dijo que lo hiciesen "en esos Cuzcos" y que hubo que allanarlos "y este término de allanar se dice por este verbo cozcoani, cozcochanqui o chanssi y de aquí se llamó Cuzco". Sarmiento de Gamboa dice que el lugar al que llegaron los Ayar, y donde Ayar Auca se petrificó y convirtió en hito de posesión, "se llama Cozco" y que "de ahí le quedó el nombre hasta hoy". Ayar Auca Cuzco huanca - o sea Ayar Auca hito de piedra - fue un proverbio incaico. También se dijo que el lugar de enterramiento de uno de los Ayar, donde lloraron los Incas, fue este del Cuzco, "que significa triste y fértil". Y el indio collagua Santa Cruz Pachacuti, dice que, cuando Manco llegó al sitio del Coricancha, había dos manantiales que los naturales de allí -Alcahuisas, Culinchimas y Cayaocachis - llamaban Cuzcocassa o Cuzco rumi y "de alli se vino a llamarse Cuzco pampay y los ingas que después se intitularon cuzco-capac o cuzco-ynca". El cronista cuzqueño Mogrovejo de la Cerda apunta que Cuzco quiere decir "pintura de colores" como alusión a los matices del sitio florido en que se fundó.

Manco vivió y murió, según Sarmiento, en Inticancha o en Cayacachi según Santillán. Su tarea urbanística fue la de juntar pueblos, trazar la nueva ciudad y vencer la tierra estéril. Manco fundó la casa del Sol o Coricancha, dividió la vieja ciudad, por sus cifras mágicas y simbólicas, en cuatro partes, que fueron Quinticancha, Cumbicancha, Sayricancha y Yarambaycancha. Las razones de la elección del sitio se hallan indicadas al hablar del marco geográfico. Habría que agregar a ellas la existencia de "una fuente salobre para hacer sal", que recuerda Garcilaso.

Así nació entre señales del cielo y prodigios míticos, intuiciones telúricas y faenas humanas civilizadoras, el Cuzco de Manco, al pie del Sacsayhuaman y junto a la laguna o tremedal que ocupaba la plaza de Cusipata - hoy día cubierta por los portales del Poniente y por el Hotel de Turistas - y la gran hazaña urbanística de la primera dinastía, de los sucesores de Manco, será la de vencer el pantano y, a través de él, tender los canales y primeras calzadas por donde se expandirá el Imperio hacia el Contisuyo.

HANAN CUZCO Y HURIN CUZCO

Es un hecho inmemorial, tanto en el Cuzco como en las demás ciudades peruanas, que una de las primeras normas urbanísticas y políticas de las urbes indianas es la de su división en dos secciones, parcialidades o bandos: la de los Hurin y la de los Hanan. Esta concepción, muy característica del concepto dicotómico de la vida del hombre quechua y de su amor por la paridad y la simetría, se impone a la ciudad imperial y rige su destino. El Cuzco estuvo dividido, como la Tenochtitlán azteca, en dos mitades, el Cuzco alto o Hanan Cuzco y el Cuzco bajo o Hurin Cuzco, separados por el camino de Antisuyo, y las parcialidades humanas que los formaron rivalizaron en el poder económico, social y político, alternativamente. Todas las historias hablan de que en el Imperio se sucedieron dos dinastías: los Hurin Cuzco y los Hanan Cuzco.

La simple enunciación de los términos Hurin y Hanan denuncia una diversidad topográfica que trascendió luego en división social. Difieren los cronistas en la interpretación de esta diferenciación urbana y en sus vicisitudes históricas. El Sochantre Molina dice que los del Cuzco de arriba "se tienen por más hidalgos y nobles" que los del Cuzco bajo y Garcilaso, que los del Cuzco alto "fueron respetados y tenidos como primogénitos hermanos mayores y los del bajo como segundos y, en suma, fueron respetados como el brazo izquierdo y el derecho, en cualquiera preeminencia de lugar y oficio". El Oidor Matienzo, perspicaz en matices sociales y jurídicos, declara que el curaca de Anansaya es en todos los poblados indígenas, en el siglo XVI, "el principal de toda la provincia", que el curaca de Urinsaya debe obedecerle y que en las ceremonias se sientan, "los de anansaya a mano derecha y los de urinsaya a la izquierda". Otra es la experiencia del folklorista Ramos Gavilán en el siglo XVII: "Los de Hurinsaya consideraban a los de Hanansaya como pobres advenedizos, sin tierra ni patria propia".

Los historiadores y sociólogos, analizando notas de los cronistas y documentos, interpretan en diversas formas estas oscilaciones demóticas. Sarmiento de Gamboa cree que la división en dos parcialidades clásicas en todos los pueblos del Incario servía "para contarse unos a otros". Las Casas cree, también, en una finalidad estadística, para facilitar empadronamientos. Más tarde se trasformaría en instrumento de regulación cívica, por la creación de dos fuerzas rivales que se emularían y vigilarían entre sí, como dos partidos políticos. Este sentido parecen revelar las noticias de Garcilaso, quien dice que en este ritmo binario los Hanan agrupaban a los descendientes de Manco y los Hurin a los de Mama Ocllo, y la afirmación del Sochantre Molina, que habla de dos castas de orejones: los de los cabellos largos o chilques, que eran los sojuzgados, y los trasquilados, que eran los Incas o vencedores. Cobo dice que Hanan son los que atrajo Manco y Hurin los que atrajo Mama Ocllo. Montesinos, por último, considera que la división tendía a excitar emulaciones e impedir revueltas, porque cada parte vigilaba a la otra. Esta competencia, según Cobo, se extendía aún a las fiestas y regocijos.

Latcham cree que los Hurin serían los originarios y los Hanan los forasteros o usurpadores. Baudin, máxima autoridad incanista, considera el problema muy oscuro y cree que se trata de una supervivencia de las fratrías de las tribus primitivas: los Hanan serían originarios del Cuzco y los Hurin inmigrantes. Von Buschan piensa que fueron grupos exógamos en el interior de las tribus. Means habla de vencedores y vencidos: los Hurin, los vencidos, ocuparían las tierras menos buenas. Zurkalowski cree que es una costumbre serrana impuesta a la costa. Uriel García, gran cuzqueñista, dice que los urai-ccosccos vinieron del Sur y conquistaron el Cuzco; los hanan-ccosccos representan la reacción de los hombres del Norte refugiados en torno de la fortaleza.

EL CUZCO DE LOS HURIN

El criterio más divulgado es este de que los Hurin fueron en el Cuzco los ayllus originarios y los Hanan los advenedizos. La primera dinastía se considera que fue la de Hurin Cuzco, a pesar de que la casa de Manco Cápac se conserva por la tradición en el barrio alto de Colcampata. Cieza refiere que Inca Roca trasladó la casa real "hacia lo alto de la población"; pero la ubicación de la morada de este Inca - llamada hoy de Hatunrumiyoc - no se halla en la parte alta y escarpada del antiguo Hanan Cuzco, sino en la parte media entre los dos ríos.

Parece que sólo a partir de la reforma de Pachacútec y su reconstrucción de la ciudad se llamó Hanan Cuzco a la parte en que se halla el Aucaypata y se quiso denominar Hurin Cuzco a lo que demoraba al Sur del Coricancha. Desenmarañando las reformas políticas y sociales promovidas por Pachacútec, podría establecerse que los primitivos pobladores de Cuzco fueron los Hanan Cuzcos. Coinciden los más expertos cuzqueñistas - Uriel García, Luis Valcárcel, Luis Pardo - en que el Cuzco alto (el de los andenes y las calles rampantes) es el más antiguo en estilos arquitectónicos y traza; en que era mucho más extenso de lo que ahora parece, comprendiendo todos los aledaños de Sacsayhuaman; y en que la parte alta y la fortaleza fueron el reducto de las tribus primitivas, las que sólo en una etapa posterior descendieron, según Pardo, del Sacsayhuaman "al valle codiciado".

El análisis de la historia incaica cuzqueña parece demostrar un flujo y reflujo constante de las dos parcialidades. Cieza y los cronistas avezados en el origen de la cultura incaica afirman que los primitivos pobladores se establecían, en todas partes, en los sitios altos - laderas o riscos - en natural actitud defensiva. Y "que dejados los pucaraes que primeramente tenían, ordenaron sus pueblos de buena manera", descendiendo a los valles a trabajar y estimular la tierra. Los auténticos Hanan Cuzcos de la primera hora fueron, entonces, los Huallas, los Poques, los Lares, los Antasayas, los Alcavizas. Estos fueron desplazados por las tribus de los Incas y los Tampus, encabezadas por Manco. Ellas tomarían, por necesidad estratégica, el cerro y su incipiente pucara y comenzarían a construir sobre ellos la gran fortaleza de Sacsayhuaman y el palacio o granero fortificado de Manco en Colcampata; pero, en señal de aproximación a la tierra fértil y de una vocación agrícola, establecerían el Coricancha en la parte baja, inmediata a la ciénaga, buscando el verdor y la fecundidad del valle. Hasta ese momento los Huallas y las tribus primitivas fueron los Hanan, y los Incas, los Hurin. Desalojadas aquellas tribus, expulsados los Huallas y los Alcavizas, los Incas fueron extendiéndose del Hurin Cuzco hacia arriba y señorearon poco a poco el Hanan Cuzco. Lloque Yupanqui, el tercer Inca, llamó a los indios de Zañu, de donde era su madre, y les dio "la parte occidental de la ciudad", la cual, dice Cieza, "por estar en laderas y collados se llamó Anan Cuzco y en lo llano mas bajo quedóse el rey con su casa y vecindad". Los Incas, que vivían en el Inticancha, a la vez templo y palacio, siguieron siendo, hasta Inca Roca, Hurin Cuzcos. Garcilaso pudo afirmar, por esto, que las primeras casas y moradas de los Incas se hicieron en la falda y laderas del Sacsayhuaman.

La dinastía Hurin Cuzco trabaja lenta y metódicamente por levantar el Cuzco de barro de los Huallas y Alcavizas a la categoría de urbe. Las principales tareas son las de desecar el pantano - el tremedal que sería plaza, base de la nueva polis - cubriéndolo de losas y maderas gruesas; estimular la fertilidad del suelo, transportando de la selva vecina cargas de tierra vegetal; levantar bellos y durables edificios y, particularmente, dotar de agua a la ciudad, lo que sólo se alcanza al final de la dinastía cuando Inca Roca, inspirado por la divinidad, pega al suelo el oído y, al escuchar ruido de agua, descubre los manantiales de Hurinchacan y Hananchacan que, por canales enlosados, deberían discurrir por la ciudad y regar las sementeras. Los Incas de esta primera dinastía, de los Hurin, inician también una política demótica, de atracción de pueblos y allegamiento de nuevas gentes, para disfrutar del "nuevo orden que tenían", según apunta Cieza. Sus rivales vecinos, los Contisuyos, los Alcavizas del fiero Tocay Cápac, los Collasuyos de los poderosos Cari y Zapana, son vencidos o asimilados a la empeñosa y ruda confederación naciente. Los primeros trofeos de esta concentración urbana son, como en los pueblos dóricos de Occidente, los edificios que albergan a las instituciones tutelares. A manera de acrópolis es ya la fortaleza cimera de Sacsayhuaman, a la que todavía no se cansan de llegar las piedras ciclópeas; el Aucaypata, extendiéndose sobre el antiguo tremedal del Cusipata, es como el ágora de las grandes fiestas incaicas; y el Coricancha es falansterio y pritáneo. Manco Cápac vivió más, seguramente, en el Coricancha o casa del Sol enseñando el culto del agro, que en el Hanan Cuzco militar. Sinchi Roca agrandó el templo solar y residió junto a él en el Cuzco. Lloque Yupanqui levantó el primer acllahuasi, instaló el mercado o catu y fijó su casa entre el Coricancha y el Hanan Cuzco viejo. Llevó también, según Santa Cruz Pachacuti, los ídolos cautivos de las tribus de Vilcanota, Puquina y Coropuna para ponerlos de cimientos en el templo del Sol, que comenzó así su destino sincrético e imperial. Los guerreros Mayta Cápac y Cápac Yupanqui, de regreso de sus primeras y cortas victorias, hacen escuchar a la ciudad los primeros estruendos de los triunfos guerreros y las aclamaciones multitudinarias. En la plaza del Cuzco se yergue ya, aguzada y fatídica, la piedra de la guerra, manchada de sangre y engastada en oro, que marcará el destino bélico de la segunda dinastía.

Los Incas de Hurin Cuzco realizaron una obra trascendente en la evolución de la ciudad. Transformaron a los primitivos pobladores de alfareros y agricultores en propietarios y políticos. Triunfaron de sus enemigos vecinos y los atrajeron con su fuerza de concentración, alejándolos de sus riscos y pacarinas y de los sepulcros de sus antepasados con su seducción tenebrosa. Cieza dice que Cápac Yupanqui, asumiendo la vocación de los Hurin Cuzco, al conquistar las tierras vecinas al Cuzco aconsejaba a los naturales que "viviesen ordenadamente, sin tener sus pueblos por los altos y peñascos de nieve". Al llegar a la etapa expansiva de los Hanan Cuzcos conquistadores, los Incas de Hurin Cuzco pudieron haber afirmado que habían cumplido el mandato de su padre el Sol a Manco: habían sacado a sus súbditos "de aquellos montes y malezas" y derrocado la behetría o "vida ferina", que dijera Garcilaso, en que predominaban los más fuertes y atrevidos. Cuando Pachacútec Inca Yupanqui, rey estelar de los Hanan Cuzcos, reedifique la ciudad de los triunfadores, echará del recinto privilegiado de los nuevos Hanan Cuzco a los viejos y derrotados originarios Hanan Cuzcos, los Alcavizas, a quienes enviará a Cayaocachi. El cronista que recogerá el melancólico cantar de los desposeídos, dirá que "ansi estos de Allcahuiza fueron echados de la ciudad del Cuzco, e ansí quedaron subjetos e avasallados: los cuales podrían decir que les vino guesped que los echó de casa". Había comenzado el esplendor imperial de los Incas Yupanquis, definitivos señores del Hanan Cuzco, Roma indígena y ombligo del mundo americano.

LA SEGUNDA FUNDACION DEL CUZCO

El destino de la segunda dinastía incaica - que se ha convenido en hacer nacer en el reinado de Inca Roca, cuando acaso arranque únicamente de Yahuar Huácac o Viracocha, entre los que cabe un cambio genealógico - es, a todas luces, guerrero, expansivo y civilizador. Del triunfo sobre los Chancas, que llegaron hasta las alturas de Carmenca amenazando destruir o sojuzgar a la naciente urbe de los Hurin Cuzcos, data el nacimiento del Imperio y, por consecuencia, el esplendor urbano del Cuzco. El segundo fundador o marcayoc imperial del Cuzco es Pachacútec Inca Yupanqui, el vencedor de los Chancas.

En la confusa y contradictoria historia de las panacas cuzqueñas se señala, con más o menos intensidad, a Pachacútec como el gran urbanista del Imperio, que dio las primeras normas suntuarias, transformó el Cuzco de la aldea de casas pajizas y "sin proporción ni arte de pueblo que calles tuviese" en la ciudad de las grandes canchas o palacios y del esplendor y señorío de su fortaleza y templo del Sol. Pero son los cantares recogidos por Betanzos y Sarmiento los que exaltan y describen, con primor, la epopeya civil de la reconstrucción del Cuzco realizada por Pachacútec.

La transformación y embellecimiento del Cuzco emprendidos por Pachacútec no pueden entenderse sino como una segunda fundación. El Inca urbanista derribó todo lo viejo, hizo salir a los habitantes a las provincias vecinas, trazó un nuevo plano del Cuzco y lo construyó de nuevo desde sus cimientos, convirtiendo una ciudad de barro y de paja en una ciudad monumental de piedra, rígida, soberbia y geométrica. Ritos mágicos y propiciadores rodean la segunda como la primera fundación y la leyenda convoca, para el surgimiento de la urbe de Pachacútec, los mismos signos votivos que presidieron e hicieron venturoso el destino de la urbe fundada por los Ayar, bajo la ubérrima protección del Sol. El número cuatro - o el tres más uno, con su carga jerárquica, o el doble de cuatro, ocho - vuelve a regir la simétrica astrología quechua en su radicación sobre la tierra abrupta, como un conjuro de orden contra el reto de las fuerzas ocultas y disgregadoras de la naturaleza. El mito de la fundación por Manco cuenta que de la ventana de Tamputocco salieron cuatro hombres - Ayar Manco, Ayar Cachi, Ayar Uchu y Ayar Auca - y cuatro mujeres - Mama Ocllo, Mama Guaco, Mama Ipacura y Mama Raua -, los que emprendieron la marcha hacia el Norte para fundar el Cuzco. Manco es a la vez, por un sino esotérico, una parte de la pirámide fraterna y cuadrangular y el vértice de ella. Sólo Manco llega, entre los Ayar, a fundar el Cuzco mientras sus hermanos perecen en la lucha y una sola de las mujeres - Mama Ocllo - tiene descendencia en este proceso rítmico y numérico de cooperación armoniosa, sacrificio colectivo y endiosamiento individual que son, al cabo, la imagen del pueblo quechua y de su Inca, vértice impar de un edificio implacablemente binario.

El mismo número cuatro - o tres más uno - o de cuatro parejas - o sea ocho -, decide los grandes acaeceres de la época de Pachacútec: la derrota de los Chancas y la reconstrucción y población del Cuzco. El cantar del Inca Yupanqui, recogido por Betanzos, relata que fueron "tres mancebos hijos de señores nobles" - Vicaquirao, Apo Mayta y Quilliscachi Urco Huaranga - los que secundan al joven héroe Inca Yupanqui para levantar el ánimo de los cuzqueños, abatido por la deserción de Viracocha y de Inca Urco, el heredero del Imperio, para forjar la resistencia y abatir a los Chancas a las puertas del Cuzco. Estos mismos tres mozos salvan a Yupanqui de las emboscadas de su padre y su hermano. En la batalla contra los Chancas, Yupanqui nombra como generales a sus "tres buenos amigos", tomando para sí el mando general. Ganada la guerra, los "tres mancebos" le ayudan a repartir las tierras, a casar a sus súbditos y asisten a la Capacocha en el templo del Sol, en la que el sacerdote les hace una raya en el rostro con la sangre de las víctimas, como al propio Inca y a los ídolos. Por último, al repoblarse la ciudad, no obstante la valerosa y constante ayuda de los mancebos, por ser éstos "hijos bastardos" de señores de su misma sangre, Pachacútec recobrando su jerarquía impar decide que los descendientes de los tres señores sus amigos, se llamen de Hurin Cuzco y vivan ellos y los de su linaje en el Cuzco bajo, reservando para sí y "los señores más propincuos deudos suyos y descendientes de su linaje por línea recta" el Hanan Cuzco. También en el mito de la segunda fundación aparecen cuatro parejas; pero, en vez de las cuatro mujeres de los Ayar, alejado del ambiente matriarcal primitivo, son "cuatro criados" de Pachacútec y sus amigos - Patayupanqui, Muruhuanca, Apoyupanqui y Uxuta Urco Huaranga - los que ayudan a los héroes en todas sus tareas. Renace, así, plenamente el mito de las cuatro parejas fundadoras y de la casta divina dominadora.

El cantar de Betanzos, a manera de un Vitrubio indio, nos da todos los preceptos urbanísticos seguidos por Pachacútec para su reconstrucción. El Inca ordena, primero, una "traza", dibujo o escultura de la ciudad y de sus barrios. Como Manco, reconstruye la Casa del Sol en el Hurin Cuzco. Hecha la maquette del templo, el propio Inca va a las canteras de Saluoma, a cinco leguas de la ciudad, para medir las piedras del edificio, y regresa al Cuzco y con sus manos, como obrero, porque era hijo del Sol, mide con un cordel el recinto del culto solar. Manda, enseguida, traer llamas y cierta suma de niños y de niñas y hacer la ceremonia de la Capacocha, matando doscientos de éstos en honor del Sol y enterrándolos vivos bajo los cimientos del Coricancha, como se acostumbraba en los templos de la América precolombina.

Dos figuras de barro con el trazo de las calles predeterminaron el Cuzco imperial. Hechas estas figuras, Pachacútec dicta las medidas precautorias de su gran plan urbanístico, que habría de necesitar de veinte años para realizarse. Ordena aumentar las tierras de cultivo, señala ciertas chapas y laderas para depósitos de alimentos, hace canalizar dos arroyos y reparar el canal de agua hasta Mohina, reparte y amojona tierras en el campo y acumula toda clase de elementos de construcción: "piedra tosca" para los cimientos, "barro pegajoso" para las mezclas y para los adobes, madera de alisos, cardones para untar y lustrar las paredes, sogas gruesas, maromas y nervios de cuero de llama para el transporte de las piedras. Hecho esto ordena salir a todos los habitantes a los "pueblezuelos" inmediatos y haciendo traer un cordel mide con éste - como más tarde los conquistadores españoles - el trazo rectangular de la ciudad que había dibujado, "señalando los solares e casas de cada linaje".

Cincuenta mil indios, de todas las regiones conquistadas por Pachacútec, trabajaron en la reconstrucción. Los cimientos los echó hasta donde topaban el agua: de ahí sacaron caños para todas las casas y canales. Los palacios o canchas de los Incas y de sus diversos linajes ocupaban el centro de la población. Los muros eran de "piedra tosca" en la parte baja y cimientos, de piedra pulida y bruñida en la media y de adobe en la parte alta, y los techos de paja. Tres grandes cercados o canchas, "de muralla excelentísima" según Cieza, levantaron entonces su área y mole imponentes: Pucamarca, Hatun Cancha, destinado a las vírgenes del Sol, y Cassana. El arte supremo de la albañilería incaica se desplegó en los muros lisos y perfectamente ensamblados de estos palacios, cuyas juntura, dice Cieza, "están tan apegadas y asentadas que no se divisan". En la plaza principal del Aucaypata, destinada únicamente a palacios de los Incas, se levantaron los nuevos y suntuosos edificios de Quishuarcancha, consagrado al dios Viracocha, de Sunturhuasi, en el emplazamiento actual de la Catedral y la iglesia del Triunfo, y Condorcancha, posible residencia de Pachacútec, según María Rostworowski de Diez Canseco.

Conviene también la mayoría de los cronistas en que en éste momento es que se dio su definitiva forma arquitectónica a la fortaleza de Sacsayhuaman, construyendo en la parte superior de ella los edificios de piedra pulida y rectangular y los tres torreones que describe el Inca Garcilaso. La antigua fortaleza fue convertida por Pachacútec, además de peñol defensivo de la ciudad, en templo del Sol, reloj solar, enterramiento de los Incas y gran depósito de víveres y armas, ropa y utensilios, como lo vieron Sancho y Pedro Pizarro. El Sacsayhuaman, dice Garcilaso, se constituyó como casa del Sol de armas y guerra, en tanto que el Coricancha quedó como templo de paz, de oración y de sacrificio.

Pachacútec dividió la ciudad en dos barrios aristocráticos: el Hanan Cuzco, de su linaje; y el Hurin Cuzco, de sus compañeros de guerra, los tres mancebos de las batallas contra los Chancas. De las casas del Sol para arriba, todo lo que tomaban los dos arroyos hasta el cerro, era el Hanan; y el Hurin, lo de las casas del Sol para abajo, hasta Pumapchupan. Dentro de sus ritos mágicos y totémicos, la ciudad dibujada y realizada por Pachacútec tuvo la forma de un león o puma, cuya cabeza estaba en la cima altanera del Sacsayhuaman, y fenecía en punta, en la junta de los dos ríos, abajo del templo del Sol, en el barrio de Pumapchupan, que significa y tiene figura de cola de león.

Al efectuar la distribución de los barrios del Cuzco, Pachacútec lo hace ya con un sentido funcional. El espacio que desciende de Sacsayhuaman al Coricancha y sus calles transversales, cuyo centro era el Aucaypata, fue destinado a barrio señorial de los Incas o residencia de los ayllus de sangre real. En la parte baja fueron a vivir, hacia Pumapchupan, los ayllus reales bastardos provenientes de mujeres alienígenas o de baja suerte, a los que se llamaba Guaccha Cconcha o "provenidos de pobre gente e baja generación". Gutiérrez de Santa Clara y Las Casas dan datos precisos, en los que no se ha puesto atención, sobre la división del Cuzco y ubicación de los ayllus o panacas de los descendientes de cada Inca, hecha por Pachacútec. Según Las Casas, que trae la versión más explícita, Pachacútec ordenó que residieran en el Hanan Cuzco los cinco ayllus de sus antepasados a partir de Inca Roca, o sea los llamados Cápac Ayllu, su propia panaca, Iñaca Panaca, la de su padre, Cuzco Panaca, la de su abuelo, Aucailli, de su bisabuelo y Vicaquirao, de su tatarabuelo. En el Hurin Cuzco residían los ayllus Usca Mayta, Apo Mayta, Hahuayni, Raura Panaca y Chima Panaca, correspondientes a los cinco Incas de la primera dinastía. (Esta ubicación coloca los ayllus en una posición histórica en la que prevalecen los inmediatos parientes de Pachacútec y decrecen a medida de su antigüedad los ayllus de los Incas primitivos. O sea que el Hurin Cuzco sería, pese a las disposiciones imperiales, no el refugio de los bastardos o de sangre mezclada, sino precisamente de los más rancios linajes incaicos, incluso el del fundador Manco Cápac).

Alrededor de este núcleo autóctono, surgen en la ciudad imperial de Pachacútec, formando un cerco a la villa señorial, los barrios correspondientes a los habitantes de las diversas regiones del Imperio. De la plaza principal del Aucaypata partían los cuatro caminos hacia el Chinchaysuyo o Norte, el Contisuyo u Oeste, el Collasuyo o Sur y el Antisuyo o Este selvático. Al margen de estos caminos se agrupaban, pasada el área señorial y guardando su correspondencia geográfica, los linajes forasteros del Cuzco. Fueron poblando - dice Garcilaso - conforme a los lugares de donde venían. Los del Oriente al Oriente y los del Poniente al Poniente y cada uno guardaba el sitio de su provincia. Revisando sus diversos barrios "se veía y comprendía todo el Imperio junto, como en un espejo o en una pintura de cosmografía".

El Cuzco vino a ser, así, la síntesis exacta del Tahuantinsuyo. En su ámbito se cruzaban las cuatro grandes vías de piedra que venían de los ángulos más lejanos del Incario. En la plaza principal el suelo estaba cubierto con arenas traídas de la costa y en sus andenes se había volcado cargas de tierra vegetal de la selva cercana. Los caciques de los pueblos sojuzgados debían residir cuatro meses del año en el Cuzco, donde tenían sus palacios particulares, y sus hijos debían educarse en la ciudad imperial. Lo más de la ciudad, dice Cieza, fue poblado de mitimaes y estaba tan "lleno de naciones extranjeras y tan peregrinas, pues había indios de Chile, Pasto, Cañares, Chachapoyas, Guancas, Collas y de los más linajes que hay en las provincias".

Una multitud extraña y heterogénea, de rostros y expresiones diversas, ambulaba por sus barrios y llevaba al rumor de la ciudad cosmopolita no sólo sus tributos y sus frutos, sino sus teogonías y sus mitos, sus dolores, trabajos y alegrías. No obstante la desemejanza de los diversos tipos indios, poco perceptible al extranjero, que hiciera decir a Cieza que "son todos de una color y facciones y aspecto y sin barbas, con un vestido y un solo lenguaje", podía reconocerse a cada uno y decirse de qué provincia era, por el color del llautu que le ceñía la frente o por el corte de pelo. Entre los diversos indios que trepaban, en la hora de la reconstrucción, a la mole de Sacsayhuaman, llevando tierra o piedras en sus mantos de cabuya liados a la espalda, o entre los cargueros ágiles que circulaban por los callejones y andenes del Cuzco portando maíz, pescado o carne seca, podía reconocerse inmediatamente a los fuertes y hermosos Cañares por sus coronas de pelo entretejidas con sus largos cabellos; a los indios de Huancabamba, por sus trenzados menudos; a los bravos Conchucos, por sus madejas de lana roja; a los de Jauja, por sus llautos negros de cuatro dedos; a los de Piura y el Chimú, por sus diademas de oro y chaquira; a los de Canchis, por sus trenzas negras envueltas en la cabeza; a los Canas, con sus altos y redondos bonetes; a los Collas, con sus chucus ceñidos a las cabezas alargadas y chatas y a los Yungas del Chinchaysuyo, señores de la elegancia indígena y maestros de vestir de los Incas, por sus mantos bordados y sus rebozos blancos de algodón envolviéndoles la cabeza como alárabes o como almaizares moriscos.

Toda esta población, continuamente renovada, atraída o devuelta a las zonas conquistadas, a las extremidades del territorio de Quito o de Tucumán o de Chile, o a las zonas rebeldes a la unificación, era acogida en el seno de la ciudad imperial y luego devuelta, en un ritmo alterno de sangre nueva y vieja, de diástole y sístole, que bien explicaría el dictado de la ciudad "corazón". De las provincias eran llevados al Cuzco los más eximios obreros: ceramistas, plateros, tejedores, danzarines, alarifes, honderos, para aprovechar su técnica, pero también para que ellos asimilaran las costumbres sociales y políticas, la lengua y el culto de los Incas. El Cuzco, a la vez que imponía sus normas sociales y sus ritos y hasta sus modas a los pueblos vencidos, respetaba y dejaba subsistir los de éstos y, celoso de su función totalizadora, llevaba al propio recinto de sus dioses los ídolos venerados por los pueblos tributarios. El santuario del Cuzco era, por esto, como el Olimpo de todos los dioses indígenas, presidido por el Sol, como un Júpiter complaciente y fraterno.

A la vez que la concentración geográfica y la función capitalina, se afirma, entonces, la distribución de la ciudad en una forma orgánica que correspondía a las diversas formas de vida y repartición gremial del trabajo, por "cofradías y compañías" de los diversos artes y oficios. Hubo, así, el barrio de los "plateros de oro y plata", el de los alarifes, el de los tejedores - del que queda huella en la calle de Ahuacpinta -, el de los olleros, el de los soldados, el de la cárcel o samcacancha, el de las escuelas o yachahuasi, aparte del barrio eclesiástico o sagrado del Coricancha, al que sólo se podía entrar con los pies descalzos. La transformación radical realizada por Pachacútec es la de convertir la aldea de paja y el parapeto primitivo de los Huallas y de la primera dinastía, en una ciudad monumental de piedra, de templos y palacios, con espíritu de capital y de corte. Aunque predominan aún algunas notas de la ciudad primitiva - como son la asociación política a base de sangre y vecindad, el sometimiento a ciertos ritos mágicos y el predominio de la tradición oral -, se ha producido, con la ruptura del aislamiento, con la campaña guerrera y la aparición de los mercaderes, un entrecruzamiento de culturas que tiende a recoger la experiencia diversificada de otros pueblos y, con ellos, el adelanto de la técnica, el gusto por lo suntuario y los goces de la vida y la preocupación cultural. Junto con el templo a la deidad unificadora, surgen los palacios de los señores, las escuelas, el museo histórico de pinturas de Puquin cancha, las casas de recreo de los Incas en los rincones tibios y floridos - Yucay, Chincheros, Patallacta, Tambomachay -, los jardines de plantas naturales y de orfebrería áurea y las fuentes de agua con cañerías secretas que producían el milagro repentino del chorro de plata sobre la piedra áspera y sombría y sobre los tinajones pardos y ventrudos. El máximo alarde de la villa indígena fueron, sin embargo, sus grandes canchas o barrios señoriales que comprendían dentro de su recinto amurallado, con una sola puerta hasta cien casas, como el Hatuncancha. Estas canchas, con sus cercas de muros lisos, uniformes y sombríos, de traquita gris de los Andes con reflejos azulados o rojizos, con dinteles trapezoidales y sin ventanas ni decoración, daban el tono austero a la ciudad. El prodigio arquitectónico estaba en el sobrio y monótono aparejo de los muros, inclinados hacia adentro, el perfecto encaje de la piedra o almohadillo, que parece de tablas encepilladas. La sencillez, la simetría y la solidez, que dijera Humboldt.

El Cuzco de los Hanan, con su aire monumental y su ostentación de poder y de lujo expresada en su fortaleza de Sacsayhuaman, reedificada y aumentada con sus soberbios torreones, y el Coricancha enriquecido con el oro y los tributos del Imperio, construido dura y despóticamente para la glorificación personal de los Incas autócratas, tiene, como ha dicho Sharp de las ciudades imperiales, un orgullo seguro y poderoso que expresa la conciencia del triunfo. El Cuzco de los Hanan, aunque subsistan las creencias mágicas y los ritos simbólicos, es predominantemente guerrero y dominador. Los Incas son aclamados por la multitud bélica en la plaza del Cuzco - en el centro de la cual se yergue la piedra de la guerra - en la que se representan sus hazañas y se cantan los hayllis triunfales que piden al Sol la salud y la fuerza, entre el estruendo de los huancares y de los pututos y los alaridos de la multitud. El Inca avanza en sus andas de oro y plumerías hacia el templo del sol, para pedirle ayuda de éste o sacar de su recinto las huacas o dioses que le ayuden en la batalla o, al regreso de las campañas, para depositar en el santuario los ídolos o huacas vencidos y pisar los cadáveres y las armas de sus enemigos. En la confusa alegría del taqui, avivada por la bebida de la chicha y la euforia del éxito, el Aucaypata refulge al Sol con el brillo de las patenas y pectorales de los guerreros, los brillantes colores de los vencidos de los orejones, ornados de tocapus ajedrezados y simétricos con el reflejo multicolor de los plumajes de pájaros selváticos que alfombran el suelo de la plaza o con el esplendor rutilante del Inca enjoyado, sobre el que flota la irisada plumería del suntur paucar.

Los síntomas de decadencia se anuncian al lado del esplendor guerrero, si el cesarismo es, como quiere Toynbee, "un subproducto social peculiar de las épocas de descomposición". El Cuzco de los últimos Hanan ofrece ya los caracteres de una relajación. Invaden el Cuzco, según apunta Riva Agüero, mercaderes que negocian en oro, plata, pedrería, telas finas y plumerías de lujo. Al lado del Aucaypata guerrero surge el Cusipata, que se convierte en mercado y en que se cambiaba las cosas por medio del trueque y donde "cada oficio y cada mercadería tenía su lugar señalado". La ciudad y la propia fortaleza están llenas de almacenes de víveres, armas y vestidos. Túpac Yupanqui manda incrustar esmeraldas, perlas y turquesas en los muros del Coricancha, para el que construye un jardín artificial, con plantas, llamas y pastores de oro. Huayna Cápac rompe la severidad de los muros de su palacio, decorándolo con conchas marinas rojas y con mármoles polícromos. Para el nacimiento de Huáscar se manda forjar una cadena de oro que rija la simetría de las danzas. Hombres y mujeres de la casta incaica visten con el mayor lujo y ostentación ropas de cumbe finísimo como seda y el estilo de trajes y de joyas se esparce y es imitado por los habitantes de las ciudades incaicas, que visten a la moda de los orejones y de las pallas del Cuzco, con mantas de chumbi y tupus de plata y oro.

La admiración y la reverencia por el Cuzco se vuelven leyes del Imperio. A su imagen y semejanza se trazan las ciudades de Tomebamba y del Huarcu y otras, repitiendo su traza y los nombres de sus barrios y cerros tutelares. El esplendor monumental y la riqueza del Cuzco deslumbran a las tribus indígenas de la América del Sur, que trasmiten la voz de que en el interior de los Andes hay una ciudad enchapada de oro y de plata, que dará origen, a la llegada de los españoles, a los mitos radiales del Sur y del Norte, de la Sierra de la Plata y de El Dorado, que no son sino el lejano reflejo del esplendor cultural del Cuzco.

ELOGIOS DEL CUZCO

No cabe ya, en la dimensión de este ensayo, desarrollar la descripción del Cuzco incaico en el momento en que lo hallaron los españoles, con sus grandes expresiones monumentales de Sacsayhuaman, el Coricancha y los palacios del Hanan Cuzco, los que aparecen evocados con férvida admiración en los cronistas españoles desde Sancho hasta Sarmiento, Garcilaso y Cobo, transcritos en esta Antología. La impresión que se desprende de esos relatos es la de que el Cuzco fue en la época del Incario y en la América primitiva no sólo la capital de un imperio sino un inmenso santuario. Podría decirse que el Cuzco fue uno de los grandes ídolos indígenas y como una ciudad-Dios que ejerció una fascinación misteriosa sobre el Incario y sobre todos los pueblos y ciudades de América. Garcilaso refiere que todos los viajeros que llegaban al Cuzco, al acercarse a la ciudad decían: "Najay, tucuyquin hatun Cossco" o sea "yo te saludo gran ciudad del Cuzco", y cuando en los caminos del Imperio se cruzaban los viajeros el que venía del Cuzco debía ser reverenciado por aquél que iba al Cuzco, porque venía de la ciudad solar, de la ciudad de los dioses. Los cronistas primitivos, cogidos de la grandeza monumental del Cuzco, prorrumpen en alabanzas que no tienen parangón en las cosas vistas hasta entonces por los españoles en Indias. Pedro Sancho compara los edificios del Cuzco con las obras de los romanos, con la murallas de Tarragona y el acueducto de Segovia y aún con los trabajos de Hércules. El cronista Estete compara al Cuzco con Burgos y Cieza de León, reconociendo la calidad excelsa del Cuzco entre todas las ciudades indianas, declara "en ninguna parte de este Reyno del Perú se halló forma de ciudad de tan noble ornamento, sino fue este Cuzco. El Cuzco tuvo gran manera y calidad, debió ser fundado por gente de gran ser". El mismo Cieza dice que sólo en España encuentra dos cosas que se puedan comparar a la arquitectura del Cuzco y a sus piedras: La Torre de Calahorra cerca de Córdoba y el Hospital levantado por el Arzobispo Tavera en Toledo. Polo de Ondegardo, Corregidor del Cuzco, experto en antiguallas, descubridor de las momias de los Incas y de sus secretos míticos, declara que el Cuzco era "Casa y morada de dioses" y, así, "No había en ella fuente ni paso, ni pared que no dijesen que no tenía misterio". Y Ondegardo y Cobo han descrito minuciosamente los ceques o lugares píos del Cuzco que se hallaban a cargo de las parcialidades o ayllus cuzqueños y a los que rendían periódicos sacrificios y tributos. Estos ceques llegaban al número de 35O, distribuidos entre los cuatro caminos de los Incas y recordaban apariciones míticas del halcón o del rayo, propiciaban el buen tiempo o las cosechas o que el Inca no tuviese ira o venciese a sus enemigos, quitaban el cansancio o propiciaban el sueño o recordaban el sitio donde nació Inca Yupanqui, donde se sentaba Mayta Cápac, donde murió Mama Ocllo o donde se apareció el personaje misterioso que alentó a los Incas para derrotar a los Chancas. Y, junto con los personajes históricos, recordaban los ceques las tradiciones míticas sobre el viento y el granizo, el lugar donde se bañaba el trueno, donde se encendía el fuego o donde brotaron las raíces de la quinua. El estupor de indios y de españoles se condensa en la admiración filial de Garcilaso por la imperial ciudad del Cuzco, su urbe natal, la que describió amorosamente en las páginas que aparecen en esta Antología sobre la fortaleza de Sacsayhuaman, sobre el Coricancha y sobre el Cuzco de los conquistadores cuyas calles describe casa por casa y en la que transcurrió su infancia "entre armas y caballos". Garcilaso dice que "El Cossco en su imperio fue otra Roma en el suyo, y así se puede cotejar la una con la otra porque se asemejan en las cosas más generosas que tuvieron". El Virrey Toledo que no era muy propicio a los entusiasmos, como hombre frío y autoritario se emociona ante el prodigio monumental del Cuzco incaico y dice al Rey que: "Es de tan grandes piedras que parece imposible haberlo hecho fuerza e industria de hombre". El Padre Acosta, su coetáneo, dice, hablando de la fortaleza del Cuzco, que está hecha de "Piedras tan grandes que espantan". El cronista Gutiérrez de Santa Clara dice que para remover las piedras tan grandes de la fortaleza de Sacsayhuaman sería necesario quince yuntas de bueyes, y Garcilaso, juntando la visión del paisaje y de la urbe materna, escribe que sus piedras ciclópeas parecen "pedazos de sierra".

El embrujo milenario del Cuzco trasciende más tarde a los viajeros coloniales y republicanos y a los arqueólogos contemporáneos y se acrecienta por la superposición del arte y la cultura española sobre los recios vestigios incaicos. De la impresión del Cuzco mestizo, incaico y español, quedan huellas en los testimonios constantes de los viajeros que renuevan durante el siglo XIX el elogio de la legendaria ciudad incaica y de la gran ciudad del Cuzco español "cabeza de todas las ciudades del Perú, en cuyo escudo imperial se mandó poner un castillo hispánico sobre el que se enciende el fulgor imperial de la mascapaicha incaica". No cabe ahora incidir sobre los prodigios de la arquitectura española, de los templos barrocos, las casonas solariegas, con sus portadas de piedra, sus ajimeces y sus escudos, sus patios entoldados de hiedras y jaramagos, que han descrito admirablemente Riva Agüero, Uriel García o José Sabogal, o sobre los prodigios ingenuos de la escultura, la orfebrería y la pintura cuzqueñas que ha indagado Cossío del Pomar. Baste recoger de aquella onda admirativa moderna el asombro de Humboldt, que no vio el Cuzco pero que lo intuyó a través de los templos y fortalezas levantados por los Incas en el área de su expansión imperial y quien dijo que el arte incaico se resumía en tres cualidades: solidez, simetría y sencillez. El viajero y arqueólogo norteamericano Squier, el más hábil rastreador de los monumentos incaicos en el siglo XIX dirá categóricamente: "El Cuzco fue la ciudad más grande de toda América, sólo se puede comparar con las Pirámides, con el Stone honge y con el Coliseo". El francés Wiener, también arqueólogo y artista confirmará diciendo: "Es una ciudad ciclópea y tiene en sus ruinas el conjunto que caracteriza a una ciudad eterna; fue la Roma de la América del Sur". Mackellar dice que fue la ciudad única por su forma y color; Middendorff: "esta atmósfera donde parece que mariposean aún los átomos del pasado". Hiram Bingham, el explorador de Machu Picchu, recuerda, a propósito del Cuzco, el Egipto y dice que "es el espectáculo más maravilloso y grandioso que ha visto en América del trabajo manual del hombre". James Bryce, el famoso viajero y político inglés compara el Cuzco a la imperial Delhi, a las grandes ciudades imperiales del mundo, Aquisgrán, Bagdad, Upsala, Alejandría, Colonia. Es, dice, uno de los monumentos más impresionantes de la época pre-histórica con que cuenta el mundo y muy pocos son los sitios en los que cada piedra esté más saturada de historia. El viajero alemán Schmidt confirma: "la más fantástica ciudad prehistórica que en el mundo exista". Pero acaso si la palma de la lisonja se la lleva el voluptuoso fraile Murúa, quien en el arrebato de sus hipérboles sobre las riquezas miliunanochescas del Cuzco, de sus jardines de oro y sus joyerías de piedras preciosas, exclama que el Cuzco es "la yema y corazón de este Reyno" y que nadie podrá quitarle al Cuzco el primer lugar en el Perú o en las Indias porque "sería como quitarle a la historia los ojos".

NOTA.-

(1) Se advierte que que, según fray Domingo de Santo Tomás (1560), marcayoc quiere decir "comaracano" y ticsichic, "fundador"; y, según el jesuíta Diego González Holguín (1608), ticcik callarichic o callac o pacarichik quiere decir "fundador" y marcachacra, "la chacra que se labra y coge aparte o para reservarla o para sacar la semilla".


* Prólogo a la Antología del Cuzco. Lima, Librería Internacional del Perú, 1961; 2da. ed., Lima, Fundación M.J. Bustamante de la Fuente [Talleres Gráficos de la Asociación Educativa Tarea], 1992.

El Reportero de la Historia, 1:35 p. m. | Enlace permanente |

24 agosto 2007

Galería (XX)
Casa natal de Raúl Porras Barrenechea en Pisco destruida por el terremoto




De entre todas las desgracias que ha dejado el terremoto del 15 de agosto último que asoló las ciudades de Ica, Pisco y Chincha, además de las innumerables víctimas está la irreparable pérdida de numerosos objetos de nuestro patrimonio histórico, arqueológico y natural. Entre estas lamentables pérdidas esta la de la casa natal de Raúl Porras Barrenechea, quien nació en la ciudad de Pisco el 23 de marzo de 1897. Declarada Monumento Nacional, una placa de bronce, hoy desaparecida entre los escombros, honraba la casa donde había nacido el ilustre historiador declarado 'Hijo Ilustre' de la ciudad. La casa de quincha, sobre la cual se construyó ilegalmente un hotel de cinco pisos que fue la tumba de 40 inocentes, ha desaparecido para siempre. Se ha perdido como muchos hogares de cientos de familias de las ciudades siniestradas. La fotografía que aquí se muestra es mudo testigo de una parte de nuestra historia que unos irresponsables nos han robado a todos los peruanos.

El Reportero de la Historia, 1:31 p. m. | Enlace permanente |

23 agosto 2007

Antología de Raúl Porras (XXXIII)

Oro y Leyenda del Perú (*)



LA LEYENDA AUREA

Un mito trágico y una leyenda de opulencia mecen el destino milenario del Perú, cuna de las más viejas civilizaciones y encrucijada de todas las oleadas culturales de América. Es un sino telúrico que arranca de las entrañas de oro de los andes. Millares de años antes que el hombre apareciera sobre el suelo peruano, dice el humanista italiano Gerbi, el futuro histórico del Perú estaba escrito con caracteres indelebles de oro y plata, cobre y plomo, en las rocas eruptivas del período terciario. Los agoreros astrólogos egipcios, los shamanes indios o los sacerdotes taoístas de la China misteriosa e imperial habían establecido ya, milenios antes, la supremacía del oro sobre los demás metales; y el propio desencantado poeta del Eclesiastés reconoció la plata y el oro como "tesoro preciado de reyes y provincias". Los metales eran semejantes a seres vivos que crecían, como las raíces de los árboles bajo la tierra, y maduraban, diversamente, en las tinieblas telúricas, regidos por los astros y el cuidado de Dios. La plata crece bajo el influjo de la Luna, el cobre bajo el de Venus, el hierro bajo el de Marte, el estaño bajo el de Júpiter y el plomo, pesado y frío, bajo el de Saturno. Pero sólo el oro, que recibe del Sol sus buenas cualidades, que no se menoscaba, ni carcome, ni envejece, es el símbolo de la perfección y de la pureza y emblema de inmortalidad. El plomo y los demás metales que buscaban ser oro son como abortos, porque todos los metales hubiesen sido oro - dice Ben Johnson - si hubiesen tenido tiempo de serlo. Pero, el oro, a la par de su primacía solar y su poder de preservar del mal y de acercar a Dios, implica, en la hierofanía del Cosmos, un azaroso devenir en el que juegan los agentes de disolución y dolor y en que se retuerce un sentimiento agónico de muerte y resurrección. Es el destino azaroso de este "pueblo de mañana sin fin", de este "país de vicisitudes trágicas", que vislumbró el poeta español García Lorca cuando dijo : "¡Oh, Perú de metal y de melancolía!"

Todos los mitos de la antigüedad sobre riquezas fabulosas y las alucinaciones de la Edad Media sobre islas Afortunadas o regiones de Utopía y ensueño y todas las recetas arcanas y la experiencia mágico-religiosa de los alquimistas medioevales para trasmutar los metales en oro, se esfuman y languidecen en el siglo XVI, ante el hallazgo de asombro del Imperio de los Incas y de los tesoros del Coricancha. Pudo decirse que, en la imaginación de los filósofos que soñaron la Atlántida o de los cosmográfos y pilotos que buscaban el camino de Cipango, hubo, ya, una nostalgia del Perú. Pizarro es el único argonauta de la historia que le tuerce la cabeza al dragón invencible que custodia el Toisón de Oro y rompe en mil pedazos la redoma de la ciencia esotérica medioeval para obtener la Piedra Filosofal, ya innecesaria. El Perú sobrepasa, con sus tesoros, la fama de la Cólquida y de Ofir. Es el único Vellocino hallado y tangible de la conquista de América. El Inca Atahualpa, avanzando en su litera áurea por la plaza de Cajamarca, entre el rutilante cortejo de sus soldados armados de petos, diademas y hachas de oro, o llenando de planchas y vasijas de oro el cuarto del rescate, es el único auténtico Señor del Dorado.

Se explica bien, entonces, las noticias escalofriantes de los cronistas, el asombro europeo de los humanistas, portulanos y gacetas y la hipérbole de los poetas e historiadores. Las noticias que llegan del Perú, escribe desde Panamá el Licenciado Espinosa al Rey, apenas apresado el Inca en Cajamarca, "son cosa de sueño". Gonzalo Fernández de Oviedo, que ha visto y palpado durante veinte años, desde Santo Domingo y Panamá, para ponerlas en su Sumario de la Natural Historia de las Indias, todas las riquezas naturales halladas en el Nuevo Mundo, se admira de "estas cosas del Perú" al tocar con sus manos un tejo de oro que pesaba cuatro mil pesos y un grano de oro, que se perdió en la mar, que pesaba tres mil seiscientos pesos, o al ver pasar hacia España tinajas de oro y piezas "nunca vistas ni oídas". Y comenta, venciendo su desconfianza y escepticismo naturales: "Ya todo lo de Cortés paresce noche con la claridad que vemos cuanto a la riqueza de la Mar del Sur". El tesoro de los Incas del Cuzco excede al de todos los botines de la historia: al saco de Génova, al de Milán, al de Roma, al de la prisión del rey Francisco o al despojo de Moctezuma - dirá maravillado el cronista de los Reyes Católicos -, porque "el rey Atahualpa tan riquísimo e aquellas gentes e provincias de quien se espera y han sacado otros millones muchos de oro, hacen que parezca poco todo lo que en le mundo se ha sabido o se ha llamado rico". Francisco López de Gómara diría: "Trajeron casi todo aquel oro de Atabalipa, e hinchiron la contratación de Sevilla de dinero, y todo el mundo de fama y deseo". Y el padre Acosta, con su severidad científica y su don racionalista, nos dirá en su Historia Natural y Moral de las Indias: "Y entre todas las partes de Indias, los Reinos del Perú son los que más abundan de metales, especialmente de plata, oro y azogue". León Pinelo, que situaría el Paraíso en el Perú, escribe: "La riqueza mayor del Universo en minerales de plata puso el criador en las provincias del Perú". Y Sir Walter Raleigh, avizorando el Dorado español desde su frustrada cabecera de puente sajón de la Guyana, en América del Sur, escribiría: "Ipso enim facto deprehendimus Regem Hispanum, propter divitias et Opes Regni Peru omnibus totis Europae Monarchis Principibusque longue superiorem esse." - "De ello sabemos que el rey de España es superior a todos los reyes y príncipes de Europa por causa de la abundancia y las riquezas del reino del Perú". - Por las fronteras del Imperio Español de Carlos V, quien hubiera necesitado para sus guerras riquezas seis veces mayores aún, correría la voz de los tesoros del Perú, que servirían al César español para combatir más ardidamente a Francisco I, Lutero y el Turco y se urdiría el nuevo ensalmo de la fortuna, el nuevo mito del oro peruano, que cristaliza en la mente alucinada del europeo en frases que tientan imposibles o resumen desengaños. Será el súbdito francés de Francisco I, quien después de leer en un pequeño folleto titulado Nouvelles certaines des íles du Perou, publicado en Lyon en l534, la lista de los objetos y planchas de oro traídos del Perú, gruñirá su sorpresa o su ironía en dichos como el de "gagner le Perou" que vale por una utopía o fortuna irrealizable, o el de "Ce n'est pas le Pérou" ante la mezquindad de un propósito defraudado. O será el epíteto de "perulero", aplicado por los pícaros de Sevilla y por el teatro del siglo de oro a los indianos enriquecidos a los que se iba a desplumar, o acuchillar la bolsa, al desembarcar en la ría; o el hiperbólico "Vale un Perú", que trasciende la euforia de un mediodía imperial en la historia del mundo y que ha recogido el poeta peruano J. S. Chocano en su estrofa altisonante:

"¡Vale un Perú! Y el oro corrió como una onda
¡Vale un Perú! Y las naves lleváronse el metal;
pero quedó esta frase, magnífica y redonda,
como una resonante medalla colonial."

PAISAJE ASCETICO, ENTRAÑA DEL ORO

América precolombina desconoció el hierro, pero tuvo el oro, en un mundo regido, según Doehring, por el terror y la belleza. En toda América hubo, en la época lítica y premetalúrgica, oro nativo o puro que no necesitaba fundirse ni beneficiarse con azogue, en polvo o en pepitas o granos que se recogían en los lavaderos de los ríos o en las acequias; pero se desconoció, por lo general, el arte de beneficiar las minas. "La mayor cantidad que se saca de oro en toda la América - dice el Padre Cobo - es de lavaderos". Decíase que el oro en polvo era de tierras calientes. Pero la veta estaba escondida en las tierras frías y desoladas, en las que el oro, mezclado con otros metales, necesitaba desprenderse de la piedra y "abrazarse" con el mercurio, como decían los mineros, con simbolismo nupcial. El oro y la plata encerrados en los sótanos de la tierra se guardaban, según los antiguos filósofos - según recuerda el Padre Acosta -, "en los lugares mas ásperos, trabajosos, desabridos y estériles". "Todas las tierras frías y cordilleras altas del Perú, de cerros pelados y sin arboleda, de color rojo, pardo o blanquecino - dice el jesuita, Padre Cobo - están empedradas de plata y oro". Un naturalista alemán del siglo XVIII, gran buscador de minas, dirá que "las provincias de la sierra peruana son las más abundantes en minas y al mismo tiempo las más pobladas y estériles" (Helms). "Se puede considerar toda la extensión de la cordillera de los Andes, en mayor o menor grado, como un laboratorio inagotable de oro y plata". Y lo confirmará, con su estro vidente y popular, el poeta de la Emancipación al invocar en su Canto a Junín como dioses propicios y tutelares, dentro de la sacralidad proverbial del oro, "a los Andes..., las enormes, estupendas / moles sentadas sobre bases de oro, / la tierra con su peso equilibrando". Puede establecerse, así, una ecuación entre la desolación y aridez del suelo y la presencia sacra del oro. Y ninguna tierra más desamparada y de soledades sombrías, que esa vasta oleada terrestre erizada de volcanes y de picos nevados, que es la sierra del Perú y la puna inmediata - "el gran despoblado del Perú", según Squier - que parece estar, fría y sosegadamente, aislada y por encima del mundo, despreciativa y lejana, en comunión únicamente con las estrellas. De ellas brota la tristeza y el fatalismo de sus habitantes - la tristeza invencible del indio, según Wiener - y sus vidas "casi monásticas", grises y frías como la atmósfera de las altas mesetas y en las que la felicidad es hermana del hastío. Es casi el marco ascético de renunciamiento y de pureza que, en los mitos universales del oro, se exige por los astrólogos y los hierofantes, para el advenimiento sagrado del metal perfecto, que arranca siempre de un holocausto o inmolación primordial.

El oro argentífero y la plata, su astral compañera, abundaron en todas las regiones de la América prehispánica, aunque no se descubriera sino aquella que arrastraban los ríos o estaba a flor de tierra. El oro asomó, por primera vez, ante los ojos alucinados del Descubridor, como una materialización de sus sueños sobre el Catay y de la lectura del Il Milione en la Isla Española, ante las riquezas del Cibao, que se pudo confundir, por la obsesión de las Indias, con Cipango. Y surgió, luego, en la isla de San Juan, dando nombre a Puerto Rico, y en Cuba. Llegaron, entonces, los gerifaltes de la conquista, poseídos de la fiebre amarilla del oro, que, según el historiador sajón y el donaire de Lope, "so color de religión / van a buscar plata y oro / del encubierto tesoro". Surgió más tarde "la joyería" de México, que capturó Cortés, hasta dar con "la rueda grande con la figura de un monstruo en medio", que se robó, en medio del mar, el corsario francés Juan Florín. Sierras y cursos fluviales de la Nueva España estuvieron cargados de oro, por lo que dijo el cronista Herrera que en toda ella "no hay río sin oro". Y el oro surgió, en Veragua y en Caribana, custodiado no ya por toros que despedían llamas o por dientes de dragón sembrados en la tierra, que pudieran vencerse, como en el mito griego, con la ayuda de Medea, sino defendido por caribes antropófagos, con clavos de oro en las narices y con las flechas envenenadas, más mortíferas que los caballos y los arcabuces. Los espejismos dorados de Tubinama, de Dabaibe y del Cenú - donde el oro se pescaba con redes y había granos como huevos de gallina -, decidieron las razzias de Balboa y Espinosa contra los naturales de Tierra Firme, abrieron el camino de la Mar del Sur, reguero de sangre que esmaltan las perlas del golfo de San Miguel y las esmeraldas de Coaque. A las espaldas de las Barbacoas, de la región de los manglares y del Puerto del Hambre, donde los soldados de Pizarro cumplen la ascética purificación que exige el hallazgo de la piedra filosofal, según la liturgia del Medioevo, estaba el reino de los Chibchas, que dominaron la técnica del oro, lo mezclaron con el cobre y crearon el oro rojo de la tumbaga, inferior en quilates y en diafanidad al oro argentífero del Perú.

NO HAY RIO SIN ORO

En el Perú primitivo hubo también el oro de los ríos y de las vetas subterráneas. Los primeros cronistas y geógrafos mencionan las minas de Zaruma en el Norte, detrás de Tumbes, y las de Pataz, que proveerían a los orfebres del Chimú; y hacia el interior, en Jaén de Bracamoros, Santiago de las Montañas, el Aguarico célebre por sus arenas de oro, el Morona, la tierra de los Jíbaros y la de los Chachapoyas. En Huánuco, a diez jornadas de Cajamarca, dice la crónica de Xerez, y en el Collao hay ríos que llevan gran cantidad de oro. En la región de Ica debieron existir yacimientos o criaderos de oro en Villacurí, en Guayurí, en Porum y en Nazca; y en la de Apurímac, los de Cotabambas, explotados más tarde. Las minas más ricas, según Xerez "las mayores", eran las de Quito y Chincha; y el cronista oficial Pedro Sancho habla, en 1534, de las minas de Huayna Cápac en el Collao, que entran cuarenta brazas en la tierra, las que estaban custodiadas por guardas del Inca. El oro más puro del Perú fue el del río San Juan del Oro, en Carabaya, que alaban el Padre Acosta, Garcilaso y Diego Dávalos y Figueroa, por ser el más acendrado y pasar de veinte y tres quilates. Carabaya es la región aurífera por excelencia del Perú, el último trofeo de su opulencia milenaria. El cuadro geográfico de Carabaya se acomoda, por su adustez y hostilidad, a la mística metalúrgica, porque una inmensa muralla de cerros nevados y ventisqueros separa la altiplanicie, en que se hallan ciudades como Crucero - donde el agua se hiela en las acequias y se recoge en canastas, según don Modesto Basadre - de la región húmeda y tropical, hacia la que descienden, casi perpendicularmente, por graderías, los ríos que van al Inambari y al Madera, afluentes del Amazonas y que llevan sus aguas cargadas de cuarzo aurífero. En los valles de Carabaya, donde las lluvias torrentosas arrastran árboles y tierra formando aluviones inmensos de agua y tierra rojiza, se hallan los lavaderos de oro Huari-Huari y de Sandia, de San Juan del Oro, de Aporoma, de San Gabán, de Challuma, Huaynatacoma, Machitacoma, Coasa, Marcapata y los cerros famosos de Cápac Orco y de Camanti, que alucinó éste último algunos espejismos republicanos. Esta región inmisericorde, azotada por el viento y las aguas y por las apariciones sorpresivas del jaguar, fue también arrasada por los indios selváticos que degollaron en 1814 a los mineros de Phara a golpes de maza, destruyeron las labores de oro de San Gabán, masacraron a los obreros de Tambopata y en el cerro de Camanti, famoso mineral de oro desde la conquista, mataron los indios Chunchos a un capataz inglés, asaltándole a la salida de su casa y dejándole muerto, de pie y sostenido por las flechas que le enclavaron contra la pared.

GENESIS DE LA METALURGIA AMERICANA

La aparición de la metalurgia fue una hazaña cultural de la América del Sur, según Paul Rivet. En México sólo aparecen los metales hacia el siglo XI. El mundo maya tuvo una industria metalúrgica muy rudimentaria y sólo los del "segundo imperio" trabajaron el oro y conocieron el cobre, pero no el bronce. La utilización del oro nativo y del cobre es, en cambio, general en la región andina de Colombia, Perú, Ecuador y Bolivia y parece que se generó en el interior de la Guayana y en la costa del Perú. El oro fue utilizado en el Perú antes que el cobre. En Nazca y Chavín se da el oro en los estratos más antiguos; el cobre era, en cambio, desconocido hasta el siglo IV, a la aparición de la civilización de Tiahuanaco y en el antiguo Chimú. La técnica de la tumbaga - aleación del oro con el cobre - llamada también guanin, es típica de toda la zona del Caribe, desde el comienzo de la Era Cristiana. "En las Antillas y Tierra Firme - escribe Oviedo - los indios lo labran y lo suelen mezclar con cobre o con plata y lo abajan segund quieren". Los Chibchas son los propagadores de ella y quienes perfeccionan las técnicas de la puesta en color, laminado del oro, soldadura autógena, soldadura por aleación y modelado a la cera perdida. Esta técnica se propaga al Ecuador y a la costa peruana, según Rivet, muy afecto a una génesis caribe de la metalurgia americana.

Los Chimús desarrollaron una de las más avanzadas técnicas del oro, el que trataron por fundición, al martillo, soldadura, remache y repujado. En la costa del Perú se desarrolló, esencial y originariamente, la metalurgia de la plata, desde la época de Paracas, la que sólo se conoce en la alta meseta perú-boliviana en el segundo período de Tiahuanaco y en el Ecuador de la época incaica. El bronce, por último, proviene, según Rivet, del segundo período de Tiahuanaco y sólo aparece en la costa en el último Chimú y en el Ecuador en la época incaica. Los principales propagadores del bronce, son los Incas, que lo llevan a todas las provincias sometidas a su imperio.

LOS MOCHICAS Y EL ORO LUNAR

Los Mochicas de la costa del Perú, radicados en los valles centrales de ésta, teniendo como centro las pirámides del Sol y de la Luna en Moche, desarrollaron antes que los demás pueblos del Perú el arte de la metalurgia. Dominaron las técnicas de la soldadura, el martillado, fundido, repujado, dorado, esmaltado y la técnica de la cera perdida. Al mismo tiempo que decoraban su cerámica en dos colores, ocre y crema, con dibujos ágiles y finos con escenas de cetrería o de guerra, de frutos y plantas, como también de seres monstruosos idealizados, perfeccionaron la orfebrería áurea forjando ídolos y máscaras, adornos e instrumentos, armas, vasos repujados, collares y tupus, brazaletes y ojotas, orejeras y aretes, tiranas para depilar, cetros, porras, cascos, tumis o cuchillos ceremoniales incrustados de turquesas y esmeraldas, vasos retratos de oro puro, rodelas de oro con estilizaciones zoomorfas e ídolos grotescos coronados con una diadema semilunar. En todos ellos parece que el oro argentado del Perú recibe el pálido reflejo lunar; y la imagen de la luna, diosa nocturna del arenal y del mar, inspira a los artífices chimús formas decorativas y homenajes litúrgicos, que se materializan en la diadema semilunar de los ídolos o héroes civilizadores y en la predilección por los símbolos de la araña y el zorro. Esta metalurgia ceremonial, religiosa o civil, reviste las formas más caprichosas y gráciles, con laminillas de oro en forma de rayos, campanillas o cascabeles en que el oro es hueco, o pesados objetos en los que se imita el arte lítico o la cerámica: vasos de oro y turquesas, huacos de oro como el ejemplar único exhibido por Mujica en los grabados de esta Colección. Toda esta feérica bisutería dorada de los imagineros mochicas, como más tarde de sus sucesores los Chimús - que acaso recibieran ya el influjo quimbaya - fue asimilada, en parte, en lo técnico, por el arte sobrio de los Incas, pero se perdió el estilo y el alma de los orfebres de Moche, Lambayeque y Chanchán. Los Incas, al conquistar el señorío de Chimú y su capital Chanchán, con Túpac Inca Yupanqui, por cuanto los yungas de la región - dice Cieza - "son hábiles para labrar metales, muchos dellos fueron llevados al Cuzco y a las cabeceras de las provincias donde labraban plata y oro en joyas, vasijas y vasos y lo que mas mandado les era".

PROFANIDAD DE LOS HUAQUEROS

Si los Incas borraron de sus anales la destreza y el adelanto del arte metalúrgico de los vencidos yungas, este quedó encerrado en las tumbas más tarde violadas por conquistadores, huaqueros y arqueólogos. Entonces empezó a resurgir para la historia cultural la maravillosa orfebrería Chimú.

La primera revelación de los tesoros enterrados del Chimú la dio el cacique de este pueblo Sachas Guamán, en l535, cuando obsequió al Teniente de Trujillo, Martín de Estete, con un deslumbrante e irisado tesoro de objetos de oro, de plumas y de perlas, que fue extraído de la casa de ídolos o huaca de Chimú-Guamán, junto a la mar. Figuraban en el lote miliunanochesco, una almohada cubierta de perlas, una mitra de perlas, un collar de oro y perlas y un asiento en cuyo espaldar había borlas de perlas que ceñían cabezas esculpidas de pájaros. Equipo marfileño que acaso perteneciera a algún sacerdote del culto lunar, que era, según el cronista Calancha, el privativo de los yungas, en contraste con el andino culto solar. Se repitió después el áureo donativo hecho legendario de la huaca del Peje Chico a García de Toledo, que le dio 427,735 castellanos en 1566 y 278,134 en 1578, y volvió a rendir 235,000 castellanos en l592. De las huacas de la gran ciudad de Chanchán - llamadas popularmente de Toledo o del Peje Grande y Chico, del Obispo, de las Conchas, de la Misa, de la Esperanza -surgieron en la época colonial tesoros que se fundieron y dieron ríos de onzas deslumbrantes. De la huaca del Sol de Moche se extrajo, según Calancha, como 800,000 pesos. Y el desvalijo continuó por los huaqueros de la época republicana, como aquel empírico coronel La Rosa, que repartió sus trofeos arqueológicos con el viajero Squier y confesó a Wiener que había hecho fundir más de cinco mil mariposas de oro, de apenas un miligramo de espesor, lindos juguetes con alas de filigrana, a los que se podía, por su levedad, lanzar al aire y ver revolotear alegremente venciendo la pesantez hasta caer en tierra. La mayoría de los objetos de oro encontrados en Chanchán y en otros lugares, fue fundida o emigró a los museos extranjeros, para constituir las innúmeras colecciones que poseen ejemplares y muestras que no tienen los escasos museos peruanos y las colecciones particulares peruanas, torpemente prohibidas.

JOYELES ANTIGUOS PERUANOS

El desfile del oro peruano continuó hacia Europa después de la independencia, enriqueciendo joyeles y colecciones del Viejo Mundo. La Colección Macedo, peruana, fue vendida y forma parte de un museo alemán. Los excepcionales objetos de oro del Cuzco, que Markham y Bollaert vieron en manos del General Echenique, Presidente de la República, antes de 1853 - frutos y hojas vegetales de oro, llautu tejido de oro, tupu o prendedor ricamente ornamentado, con cruz de Malta, estrellas y animales en círculos, y por último la tincuya de oro o disco con 34 compartimientos a modo de zodíaco, con círculos, facciones humanas, ojos, boca y ocho agudos caninos y las caras del Inca y la Coya se han repartido entre el Museo Indiano de Nueva York y don Matías Errázuriz en Chile. En Alemania existen las mejores colecciones de cerámica y metalurgia peruanas, no bien identificadas e inventariadas. Se mencionan en ella como depositarias de objetos de oro: la Colección Gaffron, en el Museo Etnográfico de Munich, con vasos de oro repujado de Lambayeque, adornos femeninos de oro para el pecho, parejas de colibríes de oro, pájaros de oro para coserlos a la vestidura; la Colección Schmidt, con tiranas de oro para depilar; la Colección Alfredo Hirsch de vasos retratos de oro; la Colección Ricardo W. Staudt, con vasos retratos de plata; la Colección Gretzer, con vasos retratos de oro puro, repujados, de 17 cm. de alto, provenientes de Ica, mascarillas de oro, etc.; y la Colección Suttorius, de Stuttgart, con puñetes, pinzas depilatorias, máscaras con liga de oro y cobre. Cítanse en el extranjero también las colecciones de Herget, con el disco del sol en oro purísimo, grandes vasos de oro, puños, brazaletes incrustados de turquesas y esmeraldas, tupus de gran tamaño con el sol flamígero, orejeras, etc.; la Colección Allchurch, con un disco solar y cara humana ensangrentada; la Colección Ferris, que Squier vio en Londres y fue a parar al Museo Británico; la George Folsom, en la Historical Society of New York; la colección de Bliss, en Nueva York; la propia Colección Squier, con ricos ejemplares; la Colección Bandelier, en el Museo de Historia Natural de Nueva York; y el archivo Baessler, con sus trofeos del cerro de Zapame, en Lambayeque, y sus chapas de oro con representaciones de peces y búhos. Se citan, también, la colección del poeta argentino Oliverio Girondo, con objetos de oro de Nazca, máscaras funerarias, puños o brazaletes de oro laminado y estilizaciones fito-zoomorfas, y la del Museo Histórico de Rosario, en Argentina, con dos rodelas de oro con estilizaciones zoomorfas y adornos de turquesas. Charles Wiener menciona, como ejemplares que vio en el Perú y llevó a París, brazaletes, orejeras, sortijas y collares, y como ejemplares sugestivos, un pájaro de oro martillado llevando una hoja o fruto en el pico, procedente de Pachacamac, una figurilla de oro encontrada en Chancay y un tupu de oro macizo de Recuay. Wiener confiesa que llevó de la región de Trujillo - antiguo Chimú - tres cajones conteniendo 652 números, entre los que figuraban collares, sortijas, brazaletes, aretes y otros adornos. Por último, se citan las magníficas colecciones del Museo Rafael Larco Herrera, de Chiclín, del coleccionista don Hugo Cohen y de Miguel Mujica, el autor de este libro.

ORFEBRERIA CHIMU

Los más sensacionales y reveladores hallazgos de oro precolombino en el Perú han sido en el presente siglo los del alemán E. Brüning, en el cerro de Zapame y los de Batán Grande e Illimo en 1937, ambos cerca de Lambayeque. Los hallazgos de Brüning comprueban un arte metalúrgico refinado y primoroso. Al lado de los vasos negros, de la etapa Chimú, que revelan una decadencia de la cerámica, surgieron joyas como la araña de oro con huevos de perlas, con adorno emplumado de cabeza, que recuerda, según Doehring, figuras toltecas; chapas de oro con figuras humanas o cabezas humanas que salen de cabezas de animales, como los dioses Anahualli mexicanos, y figuras de peces y otros animales. En la huaca de la Luna, en Moche, halló don Manuel Pío Portugal otro tesoro, con tupus, pectorales, collares, campanillas, estólicas, flautas, máscaras de zorro y coronas con laminillas colgantes, que han integrado diversas colecciones. Los hallazgos de Batán Grande se incorporaron en parte al Museo de la Cultura, en Lima, y en ellos figura, como pieza del mayor valor artístico representativo del arte Chimú, el tumi o cuchillo ceremonial de oro laminado, de 43 cm. y 1 kg. de peso, engastado con turquesas, que se exhibe en dos ejemplares extraordinarios: uno existente en el Museo Nacional de Antropología y Arqueología, y otro, que se reproduce por primera vez en este libro, con brazos abiertos y ligeramente trunco. Es, posiblemente, el dios o señor principal de la región, con sus atributos jerárquicos. Algunos han querido ver en él al legendario caudillo Naym-Lap, que insurgió en la costa de Lambayeque, con un séquito oriental, en la época pre-inca, según el novelesco relato del clérigo trashumante.

Ciertas joyas revelan la excepcional pericia y el gusto artístico finísimo de los orfebres del Chimú. Squier describe un grupo argentífero formado por un hombre y dos mujeres, en un bosque representado con gracia y discreción y sentido de la armonía, en el que la representación de un retorcido tronco de algarrobo, descubre el sentimiento del paisaje en el artífice indio. Otro grupo escultórico, en plata, visto por el mismo viajero, fue el de un niño meciéndose plácidamente en una hamaca, junto a un árbol, por el que sube, sigilosamente, una serpiente, mientras que al lado, arde una hoguera. Estos grupos, dice Squier, revelan pericia en el diseño, en el modelado y fundido y acaso el conocimiento del molde de cera. La araña de oro del cerro de Zapame, las chapas de oro, con figuras zoomorfas, las mariposas alígeras de Wiener y los tumis ceremoniales de Illimo, representan el ápice de la joyería estilizada y barroca del arte aurífero peruano.

Todo el esplendor de la industria metalúrgica costeña fue anterior a los Incas. Es ya axioma arqueológico que los descubrimientos técnicos de los aurífices yungas - como la aleación del oro nativo y de la plata bruta y las aleaciones cuproargentíferas -, así como los primores de la orfebrería costeña, fueron asimilados tardíamente por los Incas, en el siglo XV, al conquistar el litoral. Arriesgados etnólogos y arqueólogos sostienen aún que el arte metalúrgico del Chimú se propagó a la región del Ecuador y alcanzó a Guatemala y a México, donde Lothrop ha hallado discos de oro del estilo Chimú medio y reciente en Zacualpa y una corona de oro emplumada con decoración Chimú y discos del último período de esta cultura.

EL ORO: MITO INCAICO

Los Incas no inventaron las técnicas del oro; pero el oro fulgura, desde el primer momento de su aparición, en el valle de Vilcanota en los mitos de Tamputocco y Pacarictampu, como atributo esencial de su realeza, de su procedencia solar por la identificación de sol y oro en la mítica universal y de su mandato divino. Una fábula costeña, adaptada en la dominación incaica, relataba que del cielo cayeron tres huevos, uno de oro, otro de plata y otro de cobre, y que de ellos salieron los curacas, las ñustas y la gente común. El oro es, pues, señal de preeminencia y de señorío, de alteza discernida por voluntad celeste. Los fundadores del Imperio, las cuatro parejas paradigmáticas presididas por Manco Cápac, usan todavía la honda de piedra para derribar cerros, pero traen ya, como pasaporte divino, sus arreos de oro para deslumbrar a la multitud agrícola en trance de renovación. Los cuatro hermanos Ayar portan alabardas de oro, sus mujeres llevan tupus resplandecientes y en las manos auquillas o vasos de oro para ofrecer la chicha nutricia de la grandeza del Imperio. La figura de Manco, el fundador del Cuzco y de la dinastía imperial incaica, fulge de oro mágico solar y sobrenatural. Una fábula cuzqueña refiere que la madre de Manco colocó en el pecho de éste unos petos dorados y en la frente una diadema y que con ellos le hizo aparecer en la cumbre de un cerro, donde la reverberación solar le convirtió ante la multitud en ascua refulgente y le consagró como hijo del sol. En los cantares incaicos el dios Tonapa, que pasa fugitivo y miserable por la tierra, deja en manos de Manco un palo que se transforma luego en el tupayauri o cetro de oro, insignia imperial de los Incas. Manco sale en la leyenda de Tamputocco de una ventana, la Capactocco, enmarcada de oro, y marcha llevando en la mano el tupayauri o la barreta de oro que ha de hundirse en la tierra fértil y que le ha de defender de los poderes de destrucción y del mal. Mientras sus hermanos son convertidos en piedra, él detiene el furor demoníaco de las huacas que le amenazan y fulmina con el tupayauri a los espíritus del mal que se atraviesan en su camino. En retorno, cuando Manco manda construir la casa del Sol - el Inticancha -, ordena hacer a los "plateros" una plancha de oro fino, que significa "que hay Hacedor del cielo y tierra" y la manda poner en el templo del Sol y en el jardín inmediato a éste, a la vez que hace calzar de oro las raíces de los árboles y colgar frutos de oro de sus ramas.

El oro se convierte para los Incas en símbolo religioso, señal de poderío y blasón de nobleza. El oro, escaso en la primera dinastía, obtenido penosamente de los lavaderos lejanos de Carabaya, brilla con poder sobrenatural en los arreos del Inca - en el tupayauri, los llanquis u ojotas de oro, la chipana o escudo y la parapura o pectoral áureo - y se reserva para las vasijas del templo y la lámina de oro que sirve de imagen del sol colocada hacia el Oriente, que debe recibir diariamente los primeros rayos del astro divino y protector. La mayor distinción y favor de la realeza incaica a los curacas aliados y sometidos, será iniciarles en el rito del oro, calzándoles las ojotas de oro y dándoles el título de apu. Y los sacerdotes oraban en los templos para que las semillas germinasen en la tierra, para que los cerros sagrados echasen oro en las canteras y los Incas triunfasen de sus enemigos.

Los triunfos guerreros de los Incas encarecen el valor mítico del oro y su prestancia ornamental. El Inca vencedor exige de los pueblos vencidos el tributo primordial de los metales y el oro que ha de enriquecer los palacios del Cuzco y el templo de Coricancha. Todo el oro del Collao, de los Aymaraes y de Arequipa, y por último del Chimú, de Quito y de Chile, afluye al Cuzco imperial. Los ejércitos de Pachacútec vuelven cargados de oro, plata, umiña o esmeraldas, mulli o conchas de mar, chaquira de los yungas, oro finísimo del Tucumán y los Guarmeaucas, tejuelos de oro de Chile y oro en polvo y pepitas de los antis. El mayor botín dorado fue, sin embargo, el que se obtuvo después del vencimiento del señor del Gran Chimú, en tiempo de Pachacútec. El general Cápac Yupanque, hermano del Inca y vencedor de los yungas de Chimú, reúne en el suelo de la plaza de Cajamarca - donde más tarde habría de ponerse el sol de los Incas, con otro trágico reparto - el botín arrebatado a la ciudad de Chanchán y a los régulos sometidos al Gran Chimú y a su corte enjoyada y sensual, en el que contaban innumerables riquezas de oro y plata y sobre todo de "piedras preciosas y conchas coloradas que estos naturales entonces estimaban más que la plata y el oro".

EL CORICANCHA: CERCO DE ORO

De la época de Pachacútec y sus sucesores proviene el esplendor áureo del Cuzco que deslumbró a los españoles. El templo del Sol se reviste de una franja de oro de anchor de dos palmos y cuatro dedos de altor, que destella sobre la traquita azul de la piedra severa. El disco del Sol era, según el inédito Felipe de Pamanes, "de oro macizo, como una rueda de carro". La estatua del Sol, llamada Punchao, con figura humana y tamaño de un hombre, obrada toda de oro finísimo con exquisita riqueza de pedrería, su figura de rostro humano, rodeada de rayos, era también maciza. De oro se hacen los ídolos pares del Sol, Viracocha y Chuqui-Illa, el relámpago, y las dos llamas o auquénidos de oro - corinapa -, que con las dos de plata - colquinapa - recordaban la entrada de los Ayar al Cuzco. De chapería de oro profusa - llamada llaucapata, colcapata y paucar unco - estaban cubiertas las imágenes áureas de las divinidades femeninas Palpasillo e Incaollo y las momias de los Incas, desde Manco a Viracocha, puestas en hilera frente al disco del Sol. Pachacútec manda guarnecerlas también con el metal divino: cúbreselas con máscaras de oro, medalla de oro o canipa, chucos, patenas, brazaletes, cetros a los que llaman yauris o chambis, ajorcas o chipanas y otras joyas y ornatos de oro.

Las paredes del templo del Sol, que según algunos cronistas tenían en las junturas de sus piedras oro derretido, se revisten enteramente como de tapicería, de planchas de oro y el Inca, todopoderoso, manda que los queros o vasos sagrados, los grandes cántaros o urpus, los platos en que comía el sol o carasso y los wamporos o grandes odres o trojes de oro y plata para la chicha solar, se funden en oro. La feería mayor del templo - que pareciera relato de las mil y una noches, si la contaran únicamente cronistas tan parcos como Cieza y Cobo y no constase por inventarios del botín de Cajamarca -, era el jardín del Sol, en el que todo era de oro: los terrones del suelo, sutilmente imitados; los caracoles y lagartijas que se arrastraban por la tierra; las yerbas y las plantas; los árboles con sus frutos de oro y plata; las mariposas de leve y calada orfebrería, puestas en las ramas, y los pájaros en árboles, que parecía - dice Garcilaso - como que cantaban o que estaban volando y chupando la miel de las flores; el gran maizal simbólico con sus hojas, espigas y mazorcas que parecían naturales; la raíz sagrada de la quinua y, para completar el ilusorio cuadro, veinte llamas de oro con sus recentales y sus pastores y callados, todos vaciados en oro. El metal solar es, para los Incas, el mayor tributo que puede ofrecerse a los dioses; y, "como en las divinas letras, dice el padre Acosta, la caridad se semeja al oro", esta costumbre elimina la de los sacrificios humanos o la reduce a mínimo por el destino redentor del oro.

En el Cuzco se cumple también el doble sino del oro que purifica y salva, pero que, a la vez, precipita el ritmo del tiempo, acorta el placer y la efusión de la vida y acelera el momento de la catástrofe liberadora. La canción del oro relaja las fuerzas vitales del Incario y enerva su energía guerrera. Rompe también la solidaridad social, porque el goce del oro, siempre esquivo, constriñe a crear restricciones y diferencias jerarquizantes. El oro, que fue, en los primeros tiempos, atributo mítico y divino de los Incas y de los homenajes al Sol, se convierte en un privilegio de la casta militar y sacerdotal. El oro es requisado celosamente por el Estado, como perteneciente al Inca y al Sol, y Túpac Yupanqui ordena prender a los mercaderes que traían oro, plata o piedras preciosas y otras cosas exquisitas, para inquirir de donde las habían sacado y descubrir así grandísima cantidad de minas de oro y plata. Y, en pleno apogeo incaico, se dicta la ley que ordenaba "que ningún oro ni plata que entrase en la ciudad del Cuzco della pudiese salir, so pena de muerte". El Cuzco, con su templo refulgente y sus palacios repletos de oro, recibiendo cada año de las minas y lavaderos 15 mil arrobas de oro y 50 mil de plata y las cargas de oro y piedras preciosa de todos los ángulos del Imperio, vino a ser, por obra del tabú imperial como un intangible Banco de Reserva de la América del Sur.

PALACIOS Y TESOROS INCAICOS

Tanto como el esplendor del Coricancha fue, a medida que crecía el poderío incaico, el fausto y el derroche en los palacios incaicos. El Inca y sus servidores resplandecen de oro y pedrerías. El Inca y su corte visten con camisetas bordadas de oro, purapuras, diademas y ojotas de oro. La vajilla del Inca y de los nobles es toda de oro. "Todo el servicio de la casa del rey - dice Cieza -, así de cántaros para su uso como de cocina, todo era de oro y plata". Beber en vaso de oro era hidalguía de señores y signo de paz. De oro eran los atambores y los instrumentos de música, engastados en pedrería. El Inca Pachacútec dio en usar, después de su triunfo, en vez de la borla de lana encarnada de sus antepasados, una mascapaicha cuajada de oro y de esmeraldas. El asiento del Inca o tiana, escaño o silla baja, que era de oro macizo de 16 quilates "guarnecido de muchas esmeraldas y otras piedras preciosas" y fue el trofeo de Pizarro en Cajamarca, valió 25 mil ducados de buen oro, según Garcilaso. La litera del Inca o andas cargadas por 25 hombres eran - según los cargadores del Inca, con quienes Cieza habló - tan ricas, "que no tuvieran precio las piedras preciosas tan grandes y muchas que iban en ellas, sin el oro de que eran hechas".

La opulencia de los palacios incaicos tendía, además, a ser eterna. No perece, y se dispersa como la de los monarcas occidentales, con la muerte. Cada Inca al morir deja intacto su palacio, con su vajilla y joyas que su sucesor no podrá tocar. El nuevo Inca deberá edificar nuevo palacio y mandar a los orfebres de todo el reino que le fabriquen nuevos cántaros y tupus y diademas. Cada palacio incaico queda, así, como un museo o joyel de los antiguos Incas: en él se custodia, además, por su clan o panaca, su busto o quaoqui fundido en oro, mientras su momia hace guardia junto a sus antecesores en la capilla del Sol del Coricancha. En Písac, en "una bóveda de tres salas", estaba el tesoro fabuloso de Pachacútec; en Chincheros el de Túpac Yupanqui y los de Huayna Cápac, en Caxana y en Yucay. El oro del triunfo se convierte, así, en oro ritual y en prisionero del fatum incaico; por ello, según el cronista Pedro Pizarro, "la mayor parte de la gente y tesoros y gastos y vicios estaba en poder de los muertos", al punto de que el Inca Huáscar, poseído de un demoníaco y fatídico propósito, anunció que habría de mandar enterrar a todos los bultos de los Incas, porque los muertos y no los vivos "tenían lo mejor de su reino".

EL IMPERIO DE HUAYNA CAPAC Y SUS HITOS DE ORO

El gran instante jubilar del Imperio, en orden a la riqueza y el despliegue de un lujo oriental, es el del Inca Huayna Cápac. La plaza del Aucaypata, en el Cuzco, resplandece de oro, plata, sederías de cumbi y de plumas y de piedras preciosas. Los palacios desnudos de los Incas antiguos y patriarcales se llenan de decoraciones imprevistas, cercos de oro, puertas de jaspe y de mármol de colores, y motivos escultóricos de lagartijas y mariposas y culebras grandes y chicas que parecían "andar subiendo y bajando por ellas". El ejército incaico presenta sus cincuenta mil hombres armados de oro y plata. En el centro de la plaza se levanta un dosel o teatro "cubierto de paños de plumas llenos de chaquira y mantas grandes de tan fina lana, sembrados de argentería de oro y pedrería". Allí va a posarse, sobre un escaño de oro, la imagen del sol. "Tenemos por muy cierto - dice el cronista Cieza - que ni en Jerusalén, ni en Roma, ni en Persia, ni en ninguna parte del mundo, por ninguna república ni rey del se juntaba en un lugar tanta riqueza de metales de oro y plata y pedrería como en esta plaza del Cuzco". Para rematar y circuir la gloria áurea de la plaza y del Imperio, el Inca Huayna Cápac manda forjar una maroma o cadena de oro de trescientos cincuenta pasos de largo, para que los indios bailen asidos de ella alrededor de la gran plaza del Cuzco, al cantarse las hazañas y glorias de sus antepasados. Y, en los remotos confines del Imperio mandó colocar dos "porras de oro y plata" en la raya de Vilcanota, como reto y defensa mágica contra los Collas, y en el Ancasmayo, en la frontera indómita de los Pastos, "ciertas estacas de oro", como alarde de soberbia y señorío.

Acaso si toda la lucha del mundo y de la historia, el surgir y caer de los Imperios, no sea, como dijo el inglés Carlyle, sino una etapa de la interminable y gigantesca lucha de la fe contra la incredulidad. Parece que el Incario se incorporara dentro de esta norma, porque su grandeza y poderío comienza con un acto de fe, en el momento en que la barreta de oro de Manco Cápac se hunde en la tierra fértil y promisoria del Cuzco, donde habrían de surgir la urbe y el estado imperial; y su estrella se nubla y declina cuando los dos hijos bastardos del Inca, Huáscar y Atahualpa, mandan, el uno destruir las huacas y las momias del Cuzco, y el otro golpea y azota con una alabarda de oro al sacerdote de la huaca de Huamachuco, que le previene una catástrofe inevitable y cercana.

EL BOTIN DE ORO DE PIZARRO

La cruzada de sangre y oro de la conquista llegó con Pizarro a Cajamarca y desbarató, en el espacio de cincuenta minutos, con ciento sesenta y ocho aventureros haraposos, al invicto ejército incaico de treinta mil hombres, que había conquistado toda la América del Sur, como tres siglos más tarde el Imperio español, en que no se ponía el sol, sería desbaratado en cincuenta y cinco minutos de combate por ochocientos peruanos, en el campo de Junín. De la captura del Inca, en medio de su corte enjoyada en lo alto de su litera impasible, cargada por los estoicos Lucanas, arranca el río de oro alucinante que lleva el nombre del Perú a los confines del mundo occidental. Y no fue mentira el relato fabuloso de los cronistas, ni de los humanistas europeos o los comerciantes genoveses o venecianos que en Sevilla vieron el desfile del fantástico botín y lo divulgaron por Europa con cifras de envidia. Aquél día, en aquél rincón andino del Perú, la historia del mundo había dado un salto o un viraje: el oro americano, principalmente el del Perú, iba a transformar la economía europea, porque al aumentar el circulante y producir la repentina alza de los precios, iba a surgir el auge incontrolado del dinero y del capitalismo.

Jerez y Pedro Sancho, secretarios de Pizarro, describieron en sus crónicas - que se tradujeron y adaptaron en publicaciones europeas - el botín obtenido por Pizarro en Cajamarca y el Cuzco. El primer botín de la cabalgata sudorosa y jadeante, que recorre el campo de Cajamarca y saquea el campamento del Inca, es de 80 mil pesos de oro y siete mil marcos de plata y 14 esmeraldas. "El oro y plata se hubo - dice, maravillado, el escribano Xerez, Secretario de Pizarro, informando oficialmente al Rey - en piezas monstruosas y platos grandes y pequeños y cántaros y ollas y braceros y copones grandes y otras piezas diversas". Atabalipa - el Inca preso - dijo a los españoles que todo esto y mucho más que se llevaron los indios fugitivos "era vajilla de su servicio".

El Inca, astuto y sutil, en quien los españoles se espantarían "de ver en hombre bárbaro tanta prudencia", comprendió que el oro, buscado ansiosamente por la soldadesca era el precio y el talismán de su vida e hizo espectacularmente, el ofrecimiento fabuloso que llenó de asombro a su siglo y a la historia: llenar la sala de su prisión, de 22 pies de largo por 17 de ancho, de cántaros, ollas, tejuelos y otras piezas de oro y dos veces la misma extensión de plata, hasta la altura de "estado y medio". Del Cuzco, de donde debía, traerse el oro a Cajamarca había, por lo menos, cuarenta días de ida y vuelta, con los que el Inca había ganado una prórroga efectiva de su vida, plazo dentro del que sus generales de Quito y del Cuzco podrían reaccionar y aplastar a aquella cohorte andrajosa de jinetes que, para custodiar al Inca y el precario botín del día de su captura, tenían que velar todas las noches, con armaduras y sobre el caballo, en atisbo de la emboscada india.

El resplandor del oro alumbra, al par que los hachones nocturnos, a los actores de ambos bandos de aquella dramática pugna y zozobra. Por los caminos incaicos empiezan a llegar las acémilas humanas cargadas de oro y plata. Cada día llegan cargas de treinta, cuarenta y cincuenta mil pesos de oro y algunos de sesenta mil. Los tres comisionados de Pizarro que llegan al Cuzco, ordenan deschapar las paredes del Templo del Sol y los palacios incaicos de sus láminas de oro. Y parten para Cajamarca la primera vez 600 planchas de oro de 3 a 4 palmos de largo, en doscientas cargas que pesaron ciento treinta quintales y, luego, llegaron sesenta cargas de oro más bajo, que no se recibió por ser de 7 ú 8 quilates el peso. Más tarde llegó todo el oro recogido por Hernando en la "mezquita" de Pachacamac.

EL RESCATE DE ORO DE ATAHUALPA

La mayor parte del oro fue fundido por los indios, "grandes plateros y fundidores que fundían con nueve forjas". El incentivo trágico del oro dividía ya, no sólo a indios y españoles, sino a éstos mismos, porque los soldados de Almagro, llegados después de la captura del Inca, no tenían derecho al enorme y resplandeciente botín que ingresaba todos los días a Cajamarca y que ellos ayudaban a custodiar. Hubo que apresurar el reparto, sin que la estancia aladinesca estuviera totalmente llena, porque Almagro y sus soldados y otros cuervos adiestrados y ansiosos de partir, exigían se terminase de una vez la comedia del rescate para que el oro fuera de todos. Para interrumpir la trágica espera no había solución más llana y segura, según los almagristas, que la muerte del Inca. Para impedir la contienda y la explosión de la codicia de los doscientos advenedizos de Almagro hubo, a la vez, que eliminar al Inca y cerrar la cuenta del botín de su prisión. Muerto el Inca, el oro era ya no únicamente de sus captores, sino de todos. El oro había sido el can Cerbero de su vida y a la postre fue su talón de Aquiles. Llegaron juntos la condenación del Inca y el reparto del oro del Coricancha, cuyo dueño legítimo - el Inca Huáscar - acababa de perecer por una orden de Atahualpa, en otro rincón hasta entonces incógnito del Imperio.

EL REPARTO DEL BOTIN

En el fabuloso botín del Inca en Cajamarca llaman la atención la extraordinaria suma de oro recogida y la calidad artística del oro pulido y exornado. La cantidad recogida fue, según el acta oficial del reparto, 1´326,539 pesos de buen oro, cada peso de cuatrocientos cincuenta maravedís. De éstos se sacó para el Rey el quinto, ascendiente a 264,859 pesos y 2,245 por los derechos de fundición. Para "la compañía" de soldados quedaron líquidos, 1´059,435 pesos. A Pizarro, que tenía compañía universal de sus bienes con Almagro, le tocó 57,220 pesos de oro y 2,350 marcos de plata. A Hernando Pizarro, 31,080 de oro y 1,267 de plata; a Hernando de Soto, 17,740 de oro y 724 de plata; a Juan Pizarro 11,100 de oro y 407,2 de plata; a Pedro de Candia, 9,909 de oro y 407,2 de plata. A los capitanes inmediatos les correspondió alrededor de 9 mil pesos de oro. A los cronistas soldados Cristóbal de Mena, Miguel de Estete y Francisco de Xerez, les tocaron sumas iguales: 8,800 pesos de oro y 362 marcos de plata. A los 48 restantes hombres de a caballo, les entregaron entre 9 mil y 8 mil pesos de oro y 362 marcos de plata. Los de infantería recibieron un promedio de 4,500 a 2,200 pesos de oro y 180 a 90 marcos de plata. Aún la cuota otorgada al último peón era fortuna apreciable, porque con lo ganado por un hombre de a caballo, como Juan Ruiz de Albuquerque, pudo éste regresar a España para ayudar al Rey con sus donativos, fincar 600 ducados de renta en juros perpetuos en Jerez en Sevilla, gastar tren de escuderos y esclavos negros, fundar mayorazgos y dedicarse a la montería de perros y volatería de azores en su pueblo natal y en su casa solar con un escudo de piedra en el frontis. Otros volvían "de ciudadanos labradores, de pobres, hechos señores" y, como Rodrigo Orgóñez, mandaban fundar capellanías y entierros en San Juan de los Reyes en Toledo; o como Pedro Sancho se casaban con damas de la aristocracia, o como Francisco de Xerez, era elogiado en coplas porque "tiene en limosnas gastados / mil y quinientos ducados / sin los más que da escondido".

Es posible que la suma de oro reunida fuese mayor que la que da el acta oficial del reparto. Sumando la plata al oro lo recogido en Cajamarca fue, según León Pinelo, 3´130,485 pesos. Pero, dada la abundancia de metal, los repartidores veedores tuvieron mano larga para el peso y el "oro de catorce quilates lo ponían a siete y lo de veinte a catorce". No todo el oro fue registrado y mucho se evadió de la cuenta. En el hartazgo de oro de Cajamarca nadie reparaba en peso de más y de menos, y "era tenido en tan poco el oro y la plata así de los españoles como de los indios", que algunos conquistadores ambulaban por las calles de Cajamarca con un indio cargado de oro, buscando a sus acreedores para pagarles, y entregaban por cualquier cosa un pedazo de oro en bulto, sin pesar. Otros, pordioseros de la víspera, jugaban en una apuesta a los bolos o en una carta del naipe, miles de ducados. Los precios subieron fantásticamente: por un caballo se pagaba de 2 mil a 3 mil pesos, 40 pesos por un par de borceguíes, 100 pesos por una capa y 10 pesos de oro una mano de papel.

EL ORO PERULERO EN SEVILLA

La crónica de Xerez explica, con su fría parsimonia y exactitud notarial, los objetos más notables del botín de Cajamarca que se salvaron de la fundición. Dice el cronista que, "aparte de los cántaros grandes y ollas de dos y tres arrobas, fueron enviados al Rey, una fuente de oro grande con sus caños corriendo agua"; otra fuente donde hay muchas aves hechas de diversas maneras y hombres sacando agua de la fuente, todo hecho de oro; llamas con sus pastores de tamaño natural de oro; un águila o cóndor de plata, "que cabía en su cuerpo dos cántaros de agua"; ollas de plata y de oro en las que cabía una vaca despedazada; un ídolo del tamaño de un niño de cuatro años, de oro macizo; dos tambores de oro, y "dos costales de oro, que cabrá en cada uno dos hanegas de trigo". Pedro Sancho habla de que se fundieron "piezas pequeñas y muy finas", que se contaron más de 500 planchas de oro del templo del Cuzco, que pesaban desde cuatro y cinco libras hasta diez y doce libras y que entre las joyas había "una fuente de oro toda muy sutilmente labrada que era muy de ver, así por el artificio de su trabajo como por la finura con que era hecha, y un asiento de oro muy fino - la tiana del Inca o del sol - labrado en figura de escabel que pesó diez y ocho mil pesos".

La hipérbole aparente de los cronistas se halla, esta vez, respaldada por los documentos fehacientes que obran en el Archivo de Indias. Toda la ciudad de Sevilla presenció la descarga del tesoro de los Incas cuando se llevaron de la nao Santa María del Campo a la Casa de Contratación las vasijas y grandes cántaros del Templo del Sol a lomo de mulas y el resto en cajas conducidas por lentas carretas de bueyes, en veintisiete cargas. Pero los funcionarios del Consejo de Indias tomaron inventario minucioso de todo el oro y la plata llegados del Perú, el que coincide absolutamente con la relación sumaria y asombrada de los cronistas.

De la relación del oro y plata tomada en Sevilla, en el mes de febrero de 1534, por Luis Fernández Alfaro, tesorero de la Casa de Contratación, y publicada por José Toribio Medina, aparece, en la lista del oro del Perú, llevado por Hernando Pizarro, lo siguiente: 38 tinajas de oro de un peso medio de 60 a 25 libras; una figura de medio cuerpo de indio, metida en un retablico de plata y oro; dos atabales de oro; dos fuentes que pesaron 17 libras; un ídolo a manera de hombre, que pesó 11 libras; y en otro inventario una de las cañas de maíz de oro con tres hojas o mazorcas de oro, descritas por Xerez y por Garcilaso; una figura de indio, de veinte quilates; una alcarraza de oro de 27 libras y un atabal de oro de 21 quilates y peso de cuatro marcos. En el inventario de la plata aparece, poco más o menos, el mismo arte orfebreril en 12 figuras de mujer, pequeñas y grandes, que pesaron 937 marcos, un "carnero y cordero de plata" - léase llamas -, que pesaron 347 marcos; y una tinaja con dos asas y una cabeza de perro y su pico, de 27 libras. Mujeres de oro, un hombre enano, de oro, con su bonete y una corona y 3 carneros de oro, aparecen en otro envío al Rey, entregado por Diego de Fuentemayor, en 1538. En el Perú, la historia supera en asombros a la leyenda.

EL BOTIN DEL CUZCO

El cronista Agustín de Zárate dice que en el Cuzco se halló tanto como en Caxamalca. Gómara dice "que fue mas, aunque como se repartió entre más gente no pareció tanto". Pero Garcilaso afirma que en el Cuzco "ovo mas". De las publicaciones hechas por el historiador peruano don Rafael Loredo sobre el acta inédita del reparto del Cuzco, se deduce que el botín de esta ciudad ascendió a 588,226 pesos de oro de 450 maravedís, y a 164,558 marcos de plata buena a 2,110 maravedís y 63,752 marcos de plata mala a 1,125 maravedís, lo cual da un total de 793,140.080. En Cajamarca, según el mismo documento, se obtuvo 1'326,539 pesos de oro de 450 maravedís y 51,610 marcos de plata a su verdadera ley de 1,958 maravedís, lo que da un total de 697,994.930. Esto confiere, evidentemente, una ligera ventaja, en las cifras oficiales, al tesoro del Cuzco sobre el de Cajamarca, aunque bien sabemos que en esta villa mucho no fue quintado ni fundido y hubo múltiples evasiones. Unicamente el escaño de Pizarro - que pesó 83 kilos de oro de 15 quilates y no fue contado - restablece la balanza a favor del botín cajamarquino. Por de pronto, el oro habido en Cajamarca fue más del doble del que se hubo en el Cuzco. Es la plata la que predomina en este último reparto. La cuota asignada en el Cuzco a cada soldado tuvo que ser menor, ya que era mayor el número de participantes. Se hicieron 480 partes, sobre las 168 de Cajamarca, y a cada soldado le tocó, según unos, 4,000 pesos y 700 marcos de plata. De las pocas cifras dadas por Loredo, se percibe que un soldado común, como Juan Pérez de Tudela, recibió 1,023 marcos de plata de diversa ley. Los de a caballo parecen haber recibido 1,126 pesos de buen oro y 2,553 pesos de oro de 22 1/2 quilates. En el quinto del Rey, se mencionan algunos objetos que no fueron fundidos, como "una mujer de 18 quilates que pesó 128 marcos de oro" o sea 29 kilos 440 gramos, lo que, según Loredo, corresponde a la suma actual de 736,000 soles oro; también figura, como en Cajamarca, "una oveja de oro de 18 quilates que pesó 5,750 pesos o sea 26 kilos 450 gramos, lo que equivaldría, según el mismo cálculo, a 661,000 soles. En el quinto hubo 11 mujeres de oro y 4 ovejas o llamas del mismo metal". Pizarro recibió lo que le correspondía "en piezas labradas de indios y en ciertas mujeres de oro". La pieza más extraordinaria del botín del Cuzco fue, según el documento glosado por Loredo, una "plancha de oro blanco que no ovo con que pesalla", y que se presume fuera la imagen de la luna arrancada al Templo del Sol.

EL ORO NECROFILO

El oro recogido por los españoles en Cajamarca y el Cuzco, no obstante su caudalosidad, no fue sino una mínima parte de la riqueza incaica. "No fue sino muy pequeña parte de lo que de estos tesoros vino en poder de los españoles", afirma el padre Cobo. "La mayor parte de sus riquezas - dice Garcilaso - la hundieron los indios, ocultándola y enterrándola de manera que nunca más ha parecido". Y Cieza refería que Paullo Inca le dijo en el Cuzco que si todo el tesoro de huacas, templos y enterramientos se juntase, lo sacado por los españoles haría tan poca mella, como se haría sacando de una gran vasija de agua una gota della", o de una medida de maíz un puñado de granos. Los españoles se llevaron el oro de los templos y palacios que los indios no alcanzaron a esconder, pero no vislumbraron la enorme riqueza sepultada en las tumbas. El hombre del Incario se preocupó tanto o más de la morada eterna que de la provisoria de la vida. En el Perú antiguo hubo más necrópolis que ciudades y estas ciudades estaban plenas de tesoros maravillosos. Los señores y caudillos se enterraban con todo su atuendo de mantas lujosas, vajilla de oro y plata, joyería de perlas, turquesas y esmeraldas, ollas y cántaros de barro y de oro. Se creía que quien no llevaba mucho a la otra vida, lo pasaría muy pobre y desabridamente. Había que pagar, como en el mundo clásico europeo, el pasaje a Carón, el barquero de las tinieblas.

Desde el día siguiente de la conquista surgen las leyendas de tesoros ocultos que alucinan a tesauristas empeñosos y a aventureros de la imaginación. Tras del resonante desentierro del tesoro del cacique de Chimú y de la huaca de Toledo, crece la fiebre funeraria de los conquistadores vacantes. Se habla de los tesoros enterrados en Pachacamac, del tesoro de Huayna Cápac enterrado en el templo del Sol, de los de Curamba y de Vilcas, de los tesoros de doña María de Esquivel y de la cacica Catalina Huanca en el cerro del Agustino, veinte veces perforado inútilmente por los huaqueros.

El poder moral de los frailes reacciona contra la profanación de tumbas y aparece la admonición de fray Bartolomé de las Casas, que defiende los cuerpos y las almas de los indios en De Thesauris qui reperientur in sepulchrum Indorum, y el implacable papel Duda sobre los tesoros de Caxamalca que incita a los encomenderos y dueños de tesoros, minas y heredades, a recibir la ceniza sobre la frente y devolver lo arrebatado a los indios so pretexto de idólatras y enemigos de Dios. Está próximo el arrepentimiento y la baladronada póstuma del testamento de Mancio Serra de Leguísamo y las mandas contritas de Francisco de Fuentes en Trujillo, azuzado por su confesor, para devolver todo el oro manchado con la sangre de Atahualpa. Va llegando la hora prevista por Gómara para los que mataron al Inca, en que, castigados por el tiempo y sus pecados, acaben mal.

Ninguno de los tesoros famosos clamoreados en el siglo XVI apareció ante sus pesquisadores. No hallaron el tesoro de Huayna Cápac el tesorero de Arequipa, ni sus socios fray Agustín Martínez y Juan Serra de Leguísamo, autorizados por cédulas reales de 1607, 1608 y 1618, para excavar en el templo del Sol en pos de sus ilusos derroteros. Tampoco pudo nadie llegar a la cumbre nevada del Pachatusan, donde 300 cargas de indios Antis, portadores de oro en polvo y en pepitas, fueron enterrados por orden de Túpac Yupanqui. Ni la plata y el oro sepultados por los indios de Chachapoyas o los de Lampa, que escondieron los caudales que conducían 10 mil llamas y que buscaba aún en la hacienda Urcunimuri, en 1764, un soñador autorizado por el Virrey. Hay una estampa de la época que podría iluminarse con la luz dudosa de un candil, en la que un individuo vendado es conducido a una cueva en que el oro está tirado por los suelos en tinajas, cántaros y alhajas de todo género, que un cacique generoso pone a su disposición.

LAS MINAS COLONIALES

Pasado el deslumbramiento de los botines del oro de Cajamarca y del Cuzco y de los entierros famosos, los economistas modernos tratan de enfriar aquella emoción única. Garcilaso y León Pinelo habían ya reaccionado, enunciando la tesis de que las minas del Perú y el trabajo sistematizado de ellas habían dado a España más riquezas que las de la conquista. El Inca Garcilaso asegura que todos los años se sacan, para enviarlos a España, "doce o trece millones de plata y oro y cada millón monta diez veces cien mil ducados".

En 1595, dice el mismo Inca, entraron por la barra de San Lúcar treinta y cinco millones de plata y oro del Perú. Y León Pinelo, con los libros del Consejo de Indias en la mano, dice que en el Perú se labraban, a principios del siglo XVII, cien minerales de oro y que en ellos se habían descubierto dos minas de cincuenta varas, de otros metales. Es el momento del apogeo de la plata. Las minas de Potosí dieron de 1545 a 1647, según León Pinelo, 1,674 millones de pesos ensayados de ocho reales. Cada sábado daban 150 ó 200 mil pesos, dice el padre Acosta. El padre Cobo escribía hacia 1650: "Hoy se saca cuatro veces más plata que en la grande estampida de la conquista". Las minas del Perú y Nuevo Reino dieron, en el mismo lapso, 250, 000.000 pesos. La mina de Porco daba un millón cada año, la de Choclococha y Castrovirreyna 900 mil pesos ensayados, la de Cailloma 650 mil y la de Vilcabamba 600 mil. El oro prevaleció, en los primeros años, hasta 1532, en que se descubrieron las primeras minas de plata en Nueva España y, en 1545, las de Potosí. León Pinelo calcula que las minas de oro del Perú, Nueva Granada y Nueva España daban al Rey un millón de pesos anuales. Desde la conquista hasta 1650 el oro indiano dio 154 millones de castellanos, o sea 308 millones de pesos de ocho reales, o sea quince mil cuatrocientos quintales de oro de pura ley. Según el economista Hamilton, el tesoro dramáticamente obtenido por los conquistadores fue "una bagatela" en comparación con los productos de las minas posteriores. Hasta el cuarto decenio del siglo XVII, el tesoro de las Indias se vertió en la metrópoli con caudal abundancia. La corriente de oro y plata disminuyó considerablemente, pero no cesó por completo.

PLATEROS COLONIALES

El Incario fue, según Gerbi, la época del auge del oro, la Colonia la de la plata y la República la del guano. No cabe, en este estudio sobre el oro precolombino, seguir la trayectoria del oro en estas últimas épocas. En la época colonial el oro sigue siendo, sin embargo, como en el Incario, símbolo de majestad y de señorío. Se prodiga principalmente en los retablos barrocos, verdaderas ascuas de oro retorcido y flamígero - "galimatías dorados" -, en los cálices y en las custodias cuajadas de pedrería, en las coronas y en las joyas de oro de las vírgenes, en tanto que la plata abunda en los frontales, sagrarios y tabernáculos de los altares, los blandones y candeleros, andas y urnas de plata, pebeteros e incensarios, hisopos, azafates, palanganas y bandejas, hacheros y lámparas de los templos.

En los vestidos masculinos predomina el oro en los galones, bordados, trencillas y pasamanerías; abundan las joyas de oro y pedrería, las cadenas y las abotonaduras de oro, las sillas de filigrana de oro y los estribos y jaeces de oro y plata. Los negros y los zambos usan capas bordadas, sillas de montar de plata, reloj y sortijas de oro, vestidos de tisú, lana y terciopelo.

La indumentaria femenina también incide en el amor ceremonial del oro; las mujeres de Lima, según Frezier, gustan de los encajes de oro, las cintas y los tisús de oro, los brocados y briscados y los adornos extraordinarios de alhajas, pulseras, collares, pendientes o sortijas de oro, perlas y pedrerías. Frezier dice haber visto bellísimas damas que llevaban sobre el cuerpo como 60,000 piastras, o sea 240,000 libras. Concolorcorvo apunta la riqueza de las camas, con colgaduras de damasco carmesí y galones y flecaduras de oro; y Terralla habla de cortinas imperiales, con catres de dos mil pesos. La vajilla de las casas es, en cambio, casi íntegramente de plata labrada, que trabaja con originalidad y maestría el gremio de plateros, tradicional en Lima y en el Cuzco, en las calles que llevan sus nombres. Y como es el apogeo de la plata potosina, las calles de la ciudad virreinal se pavimentan para el paso de la procesiones o para la entrada del Virrey con lingotes de plata. Para la entrada del duque de la Palata los comerciantes de Lima alfombraron de barras de plata de 200 marcos, de 15 pulgadas de largo, cinco de ancho y 2 a 3 de espesor, las calles de La Merced y Mercaderes, echando por los suelos una suma que representaban 320 millones de libras. Lima, era, entonces, el núcleo del comercio sudamericano y el depósito de todos los tesoros del Perú.

La decadencia económica del Virreinato a fines del siglo XVIII se produce por la segregación de Nueva Granada y Buenos Aires y la apertura del comercio por el Río de la Plata. Las minas decaen por las sublevaciones de los indios y la inseguridad económica y social. El vendaval revolucionario arrasa con la riqueza privada y la de los templos, cuyos joyeles desaparecen o son fundidos para necesidades de la guerra. Instaurada la República, se pospone la industria minera por falta de capitales. Abandonados minas y lavaderos de oro, la producción llegó al mínimo, según Gerbi, entre 1885 y 1895. El oro se explotaba en las primeras décadas del siglo XX como un subproducto del cobre. Se extraía de los lingotes de cobre que se exportaban de Cerro de Pasco. Hacia 1920 se exportaba un promedio de 840 kilos por año. En 1938 y 1939, reiniciada la extracción directa del oro, éste alcanzó a casi 8,000 kilos y a cuarenta y cincuenta millones de soles. Elevado el precio del oro, revivieron los lavaderos de oro de Carabaya y adquirieron repentino auge las minas de Parcoy y de Buldibuyo, acaparadas por la Northern Peru, las de Nazca, de prestigio precolombino, la de Cotabambas, ruidosamente frustrada, y la de Santo Domingo, de la Inca Mining Company.

EL FATUM DEL ORO

Otras riquezas sustituyen al oro en el siglo XIX, caudillesco y republicano. Como en el Incario o en la Colonia, el Perú volvió a disfrutar de una riqueza fácil, corruptora de su disciplina social y política y extinguible a corto plazo. Como los conquistadores derrocharon el oro indio del botín y lo despilfarraron en el juego, en la rivalidad enconada y sangrienta, en la inercia destructora o en el boato imprevisor y ostentivo, los caudillos republicanos jugaron también el destino de la República en el tapete verde de las salas de Rocambor, en la estulticia y falta de plan gubernativo, en la guerra civil implacable y anarquizadora, en los derroches presupuestales y suntuarios de la Consolidación y en la megalomanía de los empréstitos y de las obras públicas, mientras en el horizonte se acentuaba una amenaza internacional. Llegamos incluso, en el país proverbial del oro y la plata, al absurdo paradojal del papel moneda. El guano, decía don Luciano Benjamín Cisneros, ha sido acaso la maldición del Perú. "Sin esa riqueza fácil habríamos sido sobrios, laboriosos y fecundos, en vez de pródigos e imprevisores". Del guano provinieron, como del oro incaico o la plata virreinal, la fiebre del dinero y la hidropesía de la opulencia burguesa.

Pero, no obstante estas vicisitudes y contrastes, el oro no dejó tan sólo desconcierto y corrupción. El oro tiene, entre sus virtudes míticas, la de buscar la perfección y desarrollar un sentimiento de confianza y orgullo en el que se esconde un propósito egregio de prevalecer contra el tiempo y las fuerzas de destrucción.

El oro tuvo en el Perú, desde los tiempos más remotos, una función altruista y una virtualidad estética. En el Incario el oro libertó al pueblo creyente y dúctil de la barbarie de los sacrificios humanos y elevó el nivel moral de las castas, ofreciendo a los dioses, en vez de la dádiva sangrienta, el cántaro o la imagen de oro estilizados, fruto de una contemplación libre y bienhechora, con ánimo de belleza. El oro tuvo, también, una virtud mítica fecundadora y preservadora de la destrucción y la muerte. En la boca de los cadáveres y en las heridas de las trepanaciones colocaban los indios discos de oro para librarlos de la corrupción. El oro acumulado durante cuatro siglos en las cajas de piedra de seguridad del Coricancha, con un propósito reverencial y suntuario, fue a parar, a través de las manos avezadas al hierro, de soldados que se jugaban en una noche el sol de los Incas antes de que amaneciese, a los bancos de Amsterdam, de Amberes, de Lisboa y de Londres. No fue nunca el dinero, el oro acumulado, inhumano, utilitario y cruel. Fue "el tesoro", conjunto mágico, cosa soñada e innumerable, suscitadora de aventuras y hazañas. En el Virreinato español la plata no se convirtió, tampoco, en negocio y dividendo, sino que afloró en el altar, en el decoro doméstico o en el alarde momentáneo de la procesión, en la cabalgata o el séquito barroco del Virrey o del Santísimo Sacramento. Por imposición de su medio, el Perú tuvo oro y esclavos - como denostó Bolívar, en su carta de Jamaica -, que produjeron anarquía y servidumbre y el peruano de la República, como el indio fatalista y agorero y como el conquistador ávido y heroico, no tuvo cuenta del mañana y se entregó al azar y a la voluntad de los dioses, con espíritu de jugador, hasta que la fortuna se cansó de sonreírle. Surgió entonces la comparación del humanista europeo, que llamó al Perú, un "mendigo sentado en un banco de oro".

El recuerdo legendario de su arcaica grandeza, que se trasunta en la imagen del cerco y los jardines de oro del Coricancha, o en las calles pavimentadas con lingotes de plata de la Lima virreinal, dejó en el ser del Perú, junto con la conciencia de una jerarquía del espíritu que, como el oro, no se gasta ni perece, una norma de comprensión y amistad que brota de la índole generosa del metal y es el quilate-rey de su personalidad y señorío.



* Prólogo al libro de Miguel Mujica Gallo: Oro en el Perú. Obras maestras de orfebrería pre-incaica, incaica y de la época colonial. Recklinghausen, Verlag Aurel Bongers, 1959.



El Reportero de la Historia, 1:25 p. m. | Enlace permanente |