Cátedra Raúl Porras Barrenechea

Blog-Homenaje a la memoria de Raúl Porras Barrenechea,
Historiador y Profesor de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos

31 agosto 2006

Los libros del Maestro *

Por José Durand

Pocos días sobrevivió a su dueño la biblioteca de Raúl Porras. Murió en realidad con él; pero al igual del recuerdo de esa vida y, también como la obra que legó, la biblioteca ha pasado al fin al patrimonio de todos los peruanos.

Trasladada a la Biblioteca Nacional, por cuidadosa manda testamentaria, en vez de los antiguos legados para sufragios votivos que solían hacer sus viejos conocidos, los conquistadores peruanos, Porras Barrenechea quiso que el único tesoro que poseyó ruegue por él ante la memoria de sus paisanos. Los veinticinco mil volúmenes, documentos, mapas, grabados, borradores, papeletas, fueron recibidos de manos del albacea Oswaldo Hercelles y de la Junta de Albaceazgo designada testamentariamente por el maestro e integrada por el director de la Biblioteca, Cristóbal de Losada y Puga. Ordenados y discernidos tal como lo estuvieron, en la casa de la calle Colina en Miraflores, para todos cuantos vinieran a reclamarlos de su dueño, el dueño aquél de quien aquellos libros se habían adueñado.

Faltan sí, para siempre, su consejo, su inteligente y caluroso comentario, el recuerdo de indicios y derroteros, la interpretación que podía tener tanto de sabia como audaz, tanta malicia cuanta erudición: tanta vida, en suma. Porque sí, a la manera de los viejos clásicos, la historia se nos presenta como "vida de la memoria", el don innato de vivificar el pasado y devolvérnoslo vivo, se encontraba palpitante en don Raúl.

Quedan en cambio, en los márgenes de los libros, las apostillas escritas de su mano, los subrayados y las interrogaciones socarronas. Quedan también las dedicatorias que le enviaron, no en centenares sino en miles de volúmenes, autores de todas partes y virtudes, desde los humildes hasta los esclarecidos.

Pero es más, mucho más, desoladoramente más lo que se pierde. Los libros inconclusos, los libros esbozados, los hallazgos de archivo capaces de esclarecer toda una época en una sola papeleta, pero que nadie sino él conocía, en la íntima relación y secreto, que sabía el carácter, situación, intimidad de cada personaje a quien se refería; el espíritu de cada época, sus corrientes y mudanzas; los preciosos datos complementarios que permiten fundar la conjetura, establecer la hipótesis y llegar firmemente, a la conclusión definitiva.

Sólo un autor de novelas policiales puede apreciar la virtud zahorí de lograr la verdad entre mil indicios encontrados. Eso lo pudo una y muchas veces don Raúl. Allí están, para ejemplos de todos, su admirable atribución, para mí indiscutible, de la vieja crónica rimada "del buen capitán", en loa de Francisco Pizarro, al capitán Diego de Silva (padrino del Inca Garcilaso de la Vega), hijo del famoso autor de novelas de caballerías Feliciano de Silva, uno de los principales autores que enloquecieron al ingenioso hidalgo.

Allí está, también, otra identificación famosa: la de una de las primeras crónicas de la conquista peruana, anónima para los eruditos hasta que el ojo avizor de don Raúl descubrió la escondida presencia de Cristóbal de Mena. Sólo estos dos esclarecimientos de autores ignorados –las crónicas de Mena y de Silva– bastarían para ganar una reputación definitiva. Pero ello, en Raúl Porras Barrenechea, no era sino parte de su obra y parte aún más pequeña de su vida.

Trepando y descendiendo por los siglos, por la historia y las letras, estudió el Perú desde sus antigüedades indígenas hasta los autores de nuestros días. Más aún: tanto se debe a él en hallazgos de nuestro pasado como en el reconocimiento y la evaluación de los vivos. Así estuvo en París al lado de Vallejo a la muerte de éste, y a él se debe, de manera importante, no sólo la proclamación resuelta de la gigantesca magnitud de Vallejo, sino la misma edición póstuma del tomo denominado Poemas Humanos.

Amante de la poesía, el alma de poeta asoma en muchos instantes de sus escritos. Y por cierto no olvidemos las dotes de sabio narrador, que bien envidiarían la mayor parte de nuestros autores de ficción. Su lengua, aunque, por momentos despreocupada de afeites castizos, respiraba la mejor tradición expresiva, la gracia natural, capaz de convertirse en fervor y pasión lo mismo que en grata ironía de la más pura tradición limeña.

No hace mucho recordaba un discípulo suyo cierta anécdota de Porras en Buenos Aires, hacia mayo de 1960. Se encontraba allí don Raúl en su condición de Ministro de Relaciones Exteriores. Sin embargo, las preocupaciones políticas sabían abrir paso a los gustos del escritor e historiador. Y entonces quiso conocer a Borges, al primer prosista en lengua española de nuestros días.

Fue a visitarlo. Jorge Luis Borges, casi ciego, lo recibió afable desconcertado. Porras encargó al punto al discípulo fuera al hotel a traerle algunos libros que ofrecer, previamente autografiados, al ilustre argentino. Lo hizo y se despidió. Al día siguiente, Porras recibió las más insistentes llamadas de parte de Borges. Su hermana le había leído los libros de Porras y los libros pudieron más, infinitamente más, que el título de canciller peruano o de político eminente.

Recuerdo también que uno de los más distinguidos intelectual les argentinos, Alberto Mario Salas, autor del, espléndido estudio Las armas de la conquista, recordaba cómo pudo conocer, al fin, a Raúl Porras Barrenechea, tras años en que ambos mutuamente se leían y admiraban. "Fue durante una recepción oficial –contó Salas–. Porras olvidó todo el inundo político y diplomático v se lanzó a hablar de antiguos personajes, de extraños documentos, en apasionado intercambio de noticias y pareceres". Salieron juntos y charlaron de historia durante largas horas, con el autor que sólo da la autenticidad del espíritu, con el fervor de quien es historiador por naturaleza, vale decir, todavía más que si lo fuera por sola vocación.

Huella de esa vida es la biblioteca. Huella de tesoros íntimos de quien llevó una vida modesta y, en ocasiones, pobre. En la vieja casa materna, por años y décadas acumuló día a día, libros y más libros. Muchos de los más ricos volúmenes –incunables, libros caros, ejemplares únicos en el Perú– se adquirieron gracias al amoroso hurgar de don Raúl en las librerías del viejo, lo mismo en nuestra Lima que en provincias, o en Madrid, Sevilla o los "bouquiners" de París.

Así, con paciencia, amor y saber, acumuló en la biblioteca su fortuna. Una biblioteca que valía millones en poder de un hombre de peculio corto. Y él no soñó jamás en desprenderse de esas riquezas, por la simple razón de que eran parte de sí mismo, o bien una forma de ser para él indispensable.

Libros por todas partes, en dormitorios, salas, pasillos, patios, traspatios y bohardillas. Libros ordenados sin bibliotecario sobre la base de la buena memoria y el trato cotidiano. Muchos de los volúmenes, la mayoría, quedaron sin empastar, pues el encuadernador hubiera requerido una millonaria para la enorme cantidad mecantidad de libros en rústica que poseía. dígalo si no la Biblioteca Nacional, encargada de hacerlo en estos días.

Ahora, en la Biblioteca, debidamente catalogados, estarán al mismo legado, en una o varias salas contiguas. Y será el mejor servicio del público lector, aunque reunidos siempre formando un monumento a su memoria, por hallarse hecho de trozos mismos de su vida.

Otros homenajes de reconocimiento público se vienen cumpliendo. El más importante sin duda, el realizado en Miraflores. Como se sabe, esa Municipalidad impuso el nombre de "Raúl Porras Barrenechea" al parque contiguo al Parque Central, que va desde éste a la calle de Schell, y de la Diagonal a la parroquia. Justo tributo porque desde los tiempos de Ricardo Palma, pocos varones insignes pasearon por las calles de Miraflores, como lo hizo don Raúl, lo mismo en compañía de tímidos discípulos que de las grandes figuras de las letras, la diplomacia, la política y, sobre todo, de la amistad.


* En: La Prensa "7 días del Perú y del Mundo", 12 de febrero de 1961.
El Reportero de la Historia, 8:00 p. m. | Enlace permanente |

30 agosto 2006

Antología de Raúl Porras (X)

Junín *

Junín es la esperanza resucitada. Bolívar ganó allí su más grande batalla, por el laurel de la voluntad. En la desolada llanura de Pasco, no sólo derrotó y puso en fuga a las jactanciosas tropas de Canterac, sino que batió y deshizo a las huestes devastadoras del desaliento. Aquellos novecientos jinetes que se precipitaron a la muerte, la quijotesca lanza en ristre, poseídos por la locura bolivariana de vencer, representan la carga desesperada del optimismo. Son la invencible caballería de la Esperanza.

¡Mil ochocientos veinticuatro! Era el año triste del desánimo, del doblegamiento y de la estéril conformidad con la derrota. El año de la mayor adversidad y de la más dura pobreza . Fracasaban los empréstitos con el erario en ruina, se agotaba el entusiasmo en los mejores espíritus y asomaba el negro presagio de la traición y de la discordia. Pero Bolívar llega, obtiene la dictadura y se refugia en el norte a conspirar contra el destino. Debilitado, inerme, consumido por la fiebre, reducido a un oscuro rincón y a un escaso ejército, aún tiene aliento para responder a la interrogación vacilante de sus lugartenientes, con un valiente infinitivo de victoria. Es el diálogo supremo de Pativilca. La pregunta, piadosa como un ruego: ¿Qué piensa Ud. hacer? La respuesta "como una bofetada": Triunfar!

Junín es la profecía hecha milagro. La voluntad del Héroe consiguió hombres y dinero, organizó regimientos de infantes y predestinados cuerpos de caballería, adquirió caballos y monturas, fundió herrajes y armas, hizo venir ínclitas tropas de Colombia y las unió a juveniles contingentes del Perú. Con justicia podría decir a Sucre: "Usted es el hombre de la guerra y yo el de las dificultades". Aquel ejército de 9,000 hombres, cuya caballería se batió en Junín, le debía desde las lanzas que empuñaban y las espadas que hicieron centellear sobre las cervices de los godos, y el vestido y los caballos, hasta la decisión intrépida que los empujaba a la batalla. Al contemplar el denuedo con que los desalentados de ayer y los bisoños reclutas del Perú se arrojaban a la lucha, el Poeta no pudo contener este grito en su canto inmortal: "¿Los hijos del placer son estos fieros?" Distante de la refriega era el espíritu del jefe, el que triunfaba en la vanguardia enardecida y ponía alas en los cascos de los ágiles corceles. En la alborada de aquel día Bolívar había dicho a sus soldados: "Vosotros sois invencibles".

Pero Junín no es sólo la lección iluminada del genio, sino que es también el más bello espectáculo de la epopeya. Los estadísticos de la guerra sonríen hoy ante la parvedad de la jornada y la exigua cifra de la matanza. Doscientos cincuenta muertos entre los vencidos. Ciento cincuenta entre muertos y heridos para los patriotas, y tan sólo cuarenta y cinco minutos de combate. Pero de aquella brevedad, que no amengua la trascendencia de la hazaña, proviene en cambio la grandeza antigua del episodio. Clásica concisión digna del bajo relieve y de la rapsodia.

Los historiadores han hecho notar que el combate fue cuerpo a cuerpo, al arma blanca, y que ni un solo ruido de artillería alteró el estruendo metálico de aquel tumulto de la Ilíada. Tan sólo el choque de los sables y las lanzas, el relincho de los potros, las voces de guerra de los combatientes y el golpe de los cascos centelleantes, en aquel galope de corceles descrinados, locos de brío y de espuma. Sólo con exámetros de Homero puede hacerse dignamente el elogio de los héroes de Junín. Necochea, herido por siete lanzazos, capturado y luego recobrado por sus camaradas guerreros de las manos enemigas, recuerda a esos héroes que frente al sitio de Ilión, salvaban de la muerte por el favor de los dioses que los envolvía en alguna densa niebla. A Miller por su denuedo al penetrar en la batalla, hubiera podido tomársele como a Diomedes el Tideida, por un dios irritado. El piurano Cortés provoca la acometida de los españoles y busca la muerte gallarda, con un reto que cuadraría bien en la lucha de teucros y de aqueos.

Pero el héroe epónimo de la jornada es Bolívar. Pudo no estar presente en la batalla y no ceñirse el laurel decisivo de Ayacucho, sin mengua para su inmensa gloria. Junín fue el milagro bolivariano. Ni lo que se hizo antes ni lo que se hizo después vale por aquel esfuerzo heroico de la fe que halló para realizarse los brazos de las lanzas que los gauchos argentinos, de los llaneros colombianos, los rotos de Chile y los guerrilleros del Perú. Bolívar es y será el caudillo de las huestes fraternas y la imaginación le colocará siempre, sublime capitán invencible, tal como le recuerda el bronce, encabritado sobre su potro de leyenda, dando la voz de carga al frente de los húsares del sacrificio.

* Publicado en Variedades, el 6 de agosto de 1924
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20 agosto 2006

Antología de Raúl Porras (IX)

La Vocación de Maestro *

El Director del Colegio América del Callao ha tenido la buena y cordial gentileza de pedirme que dirija unas palabras a los alumnos de la promoción escolar que hoy egresa de este plantel. Otros años se oyeron en esta ocasión voces ilustres y autorizadas. Yo no tengo para merecer este honor y esta gentileza, más títulos que mis largos años de consagración a la enseñanza. Hace veinte años, en 1923, que yo ingresé como profesor a un colegio de las mismas orientaciones y el mismo espíritu que éste - el Colegio Anglo-Peruano de Lima - y en él persisto a pesar de la diversidad y complicación de mis estudios de investigación y de mis deberes universitarios, porque conservo intacta mi fe en la nobleza de las tareas de la segunda enseñanza y en la fecunda eficacia de las ideas y sentimientos que se depositan en el alma de los niños cuando, en el umbral de la mocedad, empiezan a inquietarse por todo los hondos problemas de la vida y a sentir el acicate del saber o del heroísmo. No puede haber - no hay a mi juicio - mayor placer ni mayor honra espiritual, que ser maestro de segunda enseñanza. Para serlo no bastan diplomas y títulos académicos; son necesarios ante todo amor y vocación. No se puede enseñar - ha dicho Tagore, el dulce maestro de la escuela de Bengala - sino aquello que se ama o sea aquello que guarda para nosotros algo de poesía y de misterio. Yo he enseñado únicamente historia - e historia del Perú que también, por la vocación continental de nuestro pueblo, es historia de América - con el profundo deseo de recoger de la historia nuestra, todavía insegura y borrosa, las esencias morales que definen a nuestra patria y que sustentan en el alma de todos nosotros la conciencia y el orgullo inexplicado de ser peruanos. Mi experiencia de profesor me dice que no hay laboratorio ni templo que supere a la clase de historia para la forja del espíritu de la nacionalidad. En la clase de historia patria el silencio se hace solo, sin disciplinas ni castigos, por la sola presencia de las sombras heroicas que surgen del pasado, por el relato que aprieta el corazón de los niños con la emoción del triunfo o del dolor de la patria, del error que se pudo evitar, del sacrificio o la osadía que engrandecen la hora de la abnegación o de la solitaria figura moral que se yergue, contra la barbarie o la fuerza, en defensa de la libertad o del débil. En ese silencio repentino de las clases de historia, en que los más bulliciosos e inquietos, fijan la mirada y el pensamiento en el ejemplo puro que pasa únicamente por la voz del profesor como una fuerza misteriosa y sagrada, está el soplo creador de la nacionalidad. Para vivir la hora futura y póstuma de esta lección lucharon los apóstoles y murieron los héroes. La historia, que es "la forma suprema de la simpatía humana", recoge todos aquellos rastros dispersos de una misma luz y en el ambiente lleno de nueva vida y pujanza de la clase, lo hace nuevamente dolor y alegría, angustia, admiración o protesta. En esa comunión entre la niñez y los héroes, se va forjando diariamente la imagen de la patria.

Es a este título solo, al de profesor de historia, que mis palabras pueden tener validez o autoridad, para los alumnos peruanos de esta plantel.

La idea del Perú, la formación de nuestro espíritu y de nuestra cultura, están hechos de barros diversos. En el proceso biológico de nuestra raza colaboraron los más diversos elementos, por amor del mestizaje que España trajo a América, como símbolo cristiano de la vida. Nuestra etapa independiente ha ensanchado ese criterio de humanidad universal, que antes se redujo a la fusión del indio y del conquistador, a todas las razas y culturas de la tierra. En nuestra tierra abierta y hospitalaria recibimos con el mismo gesto cordial a todos los habitantes del mundo y los ecos de todas las ideas e inquietudes humanas.

Por eso, si somos conscientes de nuestro pasado indígena y de nuestra tradición española, acogemos con simpatía y gratitud los aportes generosos y desinteresados que nos envían otros pueblos. En esa tarea de fecundación espiritual necesaria para no estancarse y ahogarse en los propios moldes, para recibir todo lo que fuera de nosotros ha enaltecido a la especie humana, ninguna obra más eficaz que la de los colegios de segunda enseñanza. Ellos dejan una huella duradera e imborrable. Lo digo porque yo me eduqué en un colegio francés en el que aprendí, para no olvidarlo más, mi culto por la inteligencia clara y armoniosa de Francia y mi amor por esa libertad del espíritu que asiste al mundo desde el siglo dieciocho francés, que ninguna bota opresora podrá nunca hollar definitivamente.

Una "high school", como ésta, iniciada hace 41 años, representa en nuestra cultura el aporte intelectual de los Estados Unidos. Lejos de cualquier afán oportunista o de cualquiera intransigencia reaccionaria, cabe afirmar la influencia cardinal que la independencia de los Estados Unidos ejerció sobre nuestra libertad y la alucinación que las figuras representativas de la independencia americana - Washington, Jefferson, Hamilton - tuvieron sobre los próceres de nuestra independencia. En una época en que se hallaban recientes las escenas de violencia de la Revolución y de los años del Terror, la fórmula republicana despertaba resistencias y recelos. Fue el ejemplo sobrio y digno, pacífico y ordenado, de auténtica pureza republicana de los Estados Unidos, el que alentó y justificó a los patriotas americanos para sostener la necesidad y la posibilidad de un régimen republicano. El ejemplo americano rebatía todas las objeciones. Sánchez Carrión, el defensor de la República en el Perú, el más auténtico representante de nuestra lucha emancipadora, el organizador civil de Ayacucho, fue un ferviente partidario de la democracia americana. La exhibió como ejemplo y modelo en la Carta del Solitario de Sayán, y anhelaba viajar a Filadelfia para aprender en la fuente misma, las auténticas formas de la organización democrática. Los diputados a nuestro primer Congreso Constituyente, que repartían su admiración entre Grecia y los Estados Unidos, citaban con igual pureza de entusiasmo a Temístocles y a Washington. Todo republicano verdadero tuvo, en la primera etapa de nuestra vida independiente, por máxima y ejemplo la historia de aquel pueblo. Vigil, al reclamar angustiosamente el respeto de la ley y la inviolabilidad de nuestra Carta política, citaba insistentemente las palabras de Washington: "Si la Constitución es defectuosa enmiéndese, pero que no se permita que sea ultrajada mientras tenga existencia".

Nuestra República vivió, pues, inicialmente, del gran ejemplo americano. No podemos decir que escuchara o aprendiera la lección. Honradamente hay que decir que la democracia no existió realmente en el Perú sino en momentos pasajeros. Pero aquel ejemplo necesita revivirse. La "high school" es una institución que puede servir bien a ese ideal. Es característica de las "high school" americanas, la importancia dada a la enseñanza cívica y social. Los jóvenes americanos en estas escuelas de segundo grado, aprenden no sólo las humanidades modernas, las lenguas y la especialización profesional, sino también todo lo que se refiere a la organización federal y a sus derechos ciudadanos. Esta escuela del Callao ha recogido las rectas enseñanzas de las "high school" americanas y en ella predomina, según lo prueban sus prospectos y boletines, un sentido práctico y concreto de las cosas, un plan armónico de desarrollo físico y de formación moral, una orientación útil hacia el trabajo, una complexión moral fundada en el fair play tan necesario a nuestro ambiente propicio a la viveza criolla, una franca colaboración entre alumnos y maestros dentro de la república escolar y una sana y optimista disciplina de la vida, bebida acaso en las fuentes estimulantes de Emerson. Cumple así los preceptos esenciales de una escuela dando al estudiante la cultura que éste necesita, formando su carácter y haciéndole apto para rendir el mejor servicio social.

Aparentemente hoy termina la vida escolar de la promoción de 1943. Pero, en realidad, la obra de la escuela sigue, abierta u oscuramente, su curso y no termina nunca. En el Perú no existen, aún, las instituciones post-escolares, encargadas del perfeccionamiento profesional y del desarrollo de los gustos del espíritu. En la hora en que el espíritu madura y las fuerzas físicas llegan a la plenitud de su vigor, no podéis dar por terminada vuestra tarea educativa. Ella subsiste, entregada a vosotros mismos, libre de toda obligación escolar.

Egresados de una escuela democrática, en este año de lucha por el restablecimiento de los principios de libertad y dignidad humanas que rigen a nuestros pueblos, teneis el deber primordial de servir este ideal en vuestra vida. El concepto de la democracia se halla oscurecido y viciado en el Perú, desde hace más de veinte años. Faltan entres nosotros desde esa época no sólo las condiciones externas de la democracia; libertad de pensamiento y de prensa, independencia de espíritu, libertad y autenticidad electoral, sino que han desaparecido por completo las normas íntimas e indeclinables de una democracia como son: el respeto esencial de los valores morales y de la dignidad humana, el aprovechamiento del mérito y la aptitud, el sentido de la responsabilidad y la necesaria e imprescindible de la alternabilidad y de la renovación.

Vosotros sabéis o debéis saber que la regla primera de una orientación democrática sincera es la selección de los mejores, por la inteligencia y la virtud dentro de normas libremente consentidas e iguales para todos. Este sentido de la democracia está emocionalmente enunciado en el célebre elogio de Fisher Ames a la muerte de Hamilton: "La gloria de un país son sus hombres virtuosos: su prosperidad dependerá de su felicidad en seguir su ejemplo. Las naciones caen en la ignominia y la servidumbre si tales hombres han vivido en vano". Esta es la tragedia del Perú, durante casi toda su vida republicana y particularmente en los últimos lustros: la exclusión de la vida directiva del Estado de todos aquellos que ostentan una aptitud superior o una probidad notoria, o una vida rectilínea y el predominio únicamente de los que siguen una conocida curva de servilismo y lisonja. La norma predominante desde hace mucho tiempo en el Perú, es el predominio de los incompetentes y de los audaces, la exclusión del poder de quienes podían orientar y enseñar. Es deber vuestro contribuir con vuestra acción cívica, al restablecimiento de un Perú más digno y mejor.

A partir de 1919, se ha perdido también en el Perú ese viejo sentido de la responsabilidad que existía en la legislación española y es señal de genuina democracia. Impera desde entonces, junto con la autoridad omnímoda del Poder Ejecutivo, la más absoluta irresponsabilidad de los que gobiernan y la impunidad de los que delinquen. Ni durante el período presidencial ni después de éste se permite discutir los actos casi teocráticos de nuestros gobernantes, bajo el imperio de leyes que desacreditarían a cualquier país totalitario. La consecuencia son el silencio y la complicidad más absurdos, la ignorancia del país sobre sus propios problemas y el abandono de la cosa pública, que pertenece a todos, a un estrecho círculo de logreros políticos o miembros de un clan familiar o electoral. La lisonja de los palaciegos tiende una cortina de humo entre el gobernante y el pueblo. La renovación ha desaparecido de nuestro sistema democrático.

El gran deber de las democracias, después de la justicia, es el de la cultura. Una gran tragedia ha sobrevenido este año (1) para la cultura peruana sobre la que se ha tendido el mismo manto de silencio y de impunidad que sobre otras dolencias nacionales. Las nuevas generaciones del Perú, la vuestra entre ellas, son por obra de la indolencia y del predominio de la incompetencia, generaciones desheredadas de la cultura. El libro, lo sabéis bien por la historia de América, es un gran agente de libertad. Los libros, decía Montaigne, enseñan a bien vivir y a bien morir. En la índole de vuestras empresas, bajo el sino de la acción, no olvidéis los libros. Montaigne, gran señor de las letras, reclamaba únicamente una hora diaria de lectura desinteresada. Leed, pero no por el interés profesional sino por un diario y benéfico cultivo del espíritu y una evasión de los enojos y de las importunidades cotidianas, dentro de aquella estancia de vuestra alma, impenetrable para todos los demás, donde el rey hospitalario se alejaba del mundo para entregarse a la contemplación ideal en la parábola de Rodó.

Vuestra vida va a ser sobre todo de acción y de trabajo. Debéis tratar de ennoblecer éste por la cultura y por el espíritu que pongáis en él. Toda faena humana por humilde o dura que sea, puede ser transformada en belleza y en ideal, si se trabaja con alegría, con ánimo de perfección y con amor por la obra misma como si fuera una obra de arte. Tanto el carpintero, como el que copia una carta o el que coloca fajas para repartir un periódico, si pone en su actividad un cuidado de perfección y de amor por su tarea, la transforma y eleva. "Nada quedará a fin de cuentas - dice Eugenio D`Ors - de lo que hoy es dulzura o dolor de tus horas, fatiga o satisfacción. Una sola cosa Aprendiz, Estudiante, Hijo mío, una sola cosa te será contada y es tu Obra Bien Hecha".

(1) El incendio de la Biblioteca Nacional.


* Discurso en el Colegio América del Callao, diciembre de 1943
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10 agosto 2006

Antología de Raúl Porras (VIII)

Los Satíricos Limeños *

Taine encontraría en la tendencia satírica peruana, ocasión para demostrar la influencia de sus tres célebres factores. La herencia andaluza, el influjo de un clima muelle y sin contrastes, y el reflejo de una historia entre irónica y trágica, han contribuido sin duda a mantener y a propagar la inclinación festiva en nuestra literatura.

El ambiente histórico, particularmente, contribuyó en todo momento, a hacer más efectiva esta tendencia. La vida colonial reflejada por Palma, tuvo algo de comedia bufa de enredo y de galanteo. Vida colonial en la que todo rió y en la que el ingenio hizo sonar sus cascabeles junto a las cosas más graves y santas. Discusiones teológicas que si versaron sobre la creación del mundo y las perfecciones divinas, rieron también alegremente alrededor del sexo de los ángeles o de si tuvo o no tuvo Adán ombligo; héroes que se ahogaban en un charco de agua; controversias políticas, sustentadas en verso, en las que no se derramó tinta ni gastó papel, hechas con tiza sobre las paredes de la casa de Pizarro y en las que los virreyes contestaban rimando a sus adversarios; sublevaciones de mujeres; advertencias ingeniosas como la de "Sal-Habas-cal" que suplían una revolución; donde un campanero era para un virrey más temible que una oposición parlamentaria; vida en la que hasta los santos se divertían haciendo milagros pueriles como el de que comieran en un mismo plato perro, pericote y gato u ordenando a los mosquitos que chuparan la sangre de las beatas indiscretas, mientras era necesario el apoyo divino contra el asedio de los piratas y el flagelo de los terremotos.

Tuvimos patria y república en solfa. Independizados los pueblos de América, derrumbado el edificio social y político de la Colonia, se improvisaron leyes y hombres como se habían improvisado discursos. La transición del Coloniaje a la República, del absolutismo a la libertad, fue demasiado brusca. Las prácticas democráticas, que son las que exigen más educación y moralidad, contrastaron con el atraso y la incultura del pueblo. La libertad, la igualdad, la soberanía popular - soberasnía dijo Juan de Arona - todas aquellas palabras fundamentales del credo democrático, sonaron a hueco en labios peruanos o se pronunciaron casi siempre con acento irónico. Don Felipe Pardo, con ser diputado y ministro, no pudo dejar de poner en solfa la carta fundamental de la nación. Con tan endebles bases, la vida nacional fue risible e indecisa, sometida al azar de la intriga o del cuartelazo. Hubo congresos y constituciones a granel, revoluciones de cohetazos; presidentes que para dormir tranquilamente arrojaban por el balcón la banda presidencial; dictadores semanales y generales de opereta. La anarquía era tal que un día se vio el caso exótico de un presidente con tez de ébano.

De la oposición entre el brillante lirismo de las doctrinas y la burda visión de la realidad, surgió un contraste propicio para el género satírico. Ante el derrumbe de todas las exceptivas, la sátira se irguió y fustigó riendo las contradicciones criollas. El periódico satírico fue la expresión exacta de ese momento político y social.

Los periódicos satíricos tradujeron la anarquía y la indecisión de esa época agitada. Correspondieron en la literatura a lo que en la política eran entonces las montoneras. Fue, en cierto modo, el de nuestros periódicos satíricos, un montonerismo literario.

Como las montoneras, surgían de improviso, atacaban aisladamente, sin concierto alguno, con el exclusivo propósito de desorganizar. Imponían a la curiosidad pública el cupo indispensable de su lectura y se disolvían ya por un acto de fuerza del gobierno, ya por un gesto de liberalidad sustentado en las arcas fiscales. Como las montoneras, fueron la expresión de un hosco individualismo. El periódico satírico giraba generalmente alrededor de un solo escritor, a cuyo ingenio y audacia se debían todas las secciones del periódico, desde el editorial reflexivo y patriótico hasta el chisme insidioso y alegre. Suprimido este personaje por la fuerza o por el oro, acababa la vida del periódico, así como en las montoneras desaparecido el caudillo terminaba la rebelión.

Aparecían en los momentos de crisis y contribuían con un apodo o una letrilla a la derrota de un gobierno o a la caída de un ministerio. Logrado su objeto desaparecían, para resucitar en breve, bajo otra nueva y generalmente contradictoria bandera. El Cometa, se llamó el primero de ellos. De los cometas tendrán los subsiguientes periódicos satíricos, la fugacidad y la incandescencia.

Le faltó a esta sátira, indudablemente, en energía y en dolor, lo que le sobraba en agudeza. Cuando adquirió apasionamiento, en vez de ser amarga fue punzante. En vez de proferir anatemas se desató en chistes o prorrumpió en insultos. Careció de osadía masculina, de virilidad retadora. No se alzó nunca con la valentía de un puño cerrado, sino que, desplegando los dedos, los puso en son de burla como colegial atrevido.

No echamos sin embargo la culpa de esta debilidad a nuestros satíricos. Fue la realidad la que condicionó sus actitudes. Se explica que en el Ecuador surgiera la palabra vengativa y condenadora de Montalvo y que en la Argentina se produjera el espíritu poderoso y vengativo de Sarmiento, porque ante ellos se alzaban desangrando a la patria las tiranías de García Moreno y Rosas. Pero nuestros tiranos no tuvieron la fiereza de Melgarejo ni la crueldad de Francia. Fueron unos tiranos no tan tiranos, más socarrones que malvados, más ambiciosos que déspotas. Atacando a Castilla, acaso el más enérgico de nuestros gobernantes, decía el Murciélago: Esta es una tierra que no produce Nerones. Y González Prada llamó más tarde a nuestros caudillos: Napoleones de chicha y coca.

Los satíricos, sin embargo, dieron a la república una lección no aprendida de libertad y de cordura política. Lejos de ser una fuerza desorganizadora como generalmente se supone, fueron más bien los representativos de la mesura y del buen sentido. La sátira en el Perú atacó por igual las supervivencias y los prejuicios coloniales, como las innovaciones prematuras e ilógicas. Fue enemiga de las improvisaciones tanto colectivas como individuales, tanto en el orden social y político como en el económico, y esto a pesar de su fuerte levadura democrática. Al lado de los escasos Quijotes de nuestra raza hubo siempre, invitándolos a desistir de sus desproporcionados empeños, el tintineo de los cascabeles que el escepticismo filosófico de los Sanchos pone siempre a sus mansas cabalgaduras, para apaciguar sus ímpetus y cabriolas y evitar el ridículo de las caídas, de los descalabros y de los brazos en cabestrillo. Los satíricos fueron nuestros Sanchos. Aportaron el instinto popular y sensato de su experiencia para refrenar muchos apetitos y desbordes y para traer a los caminos del sentido común, que son, al fin al cabo, los democráticos caminos de la mayoría, a tanto bárbaro desatentado con yelmo de caballero y corazón de galeote.

Hace falta rehabilitar la reputación individual y colectiva de nuestros satíricos. No sólo no ejercieron un influjo diluyente sino que fueron, personalmente grandes propulsores cívicos. Es un ligereza afirmar que Pardo fue un espíritu retardatario, que Palma creó una ironía disolvente, que Fuentes fue antes que todo un venal y que en el fondo de Juan de Arona había tan sólo un malqueriente. La vida y la obra de estos hombres demuestra que tuvieron delante un ideal y que lo que los impulsara a censurar y atacar era una íntima congoja de patria. Pardo fue un civilizador y uno de los espíritus más modernos y europeos en el Perú de su época. Su rectitud, su abnegación, su desinterés, se demostraron durante toda su vida, pero, principalmente, cuando al llegar al Perú, con la expedición chilena contra la Confederación Perú-Boliviana, que era el fruto de todas sus campañas y desvelos, se apartó del botín y de las granjerías políticas del éxito, porque existía ya en Lima un gobierno nacional que era el ideal por él perseguido. Don Ricardo Palma dedicó toda su vida a forjar nuestra historia, prestó para la reconstrucción de la Biblioteca Nacional, su fe, su esfuerzo y hasta su óbolo desinteresado, y fue siempre ejemplo de altivez ciudadana. Juan de Arona, el malqueriente, sentía tan honda la emoción de la patria, que vivió toda su vida, obsesionado con el empeño de crear una poesía de nuestro pueblo y de nuestro solar; amoroso hasta de las palabras autóctonas hizo de ellas un complacido catálogo en su admirable Diccionario de Peruanismos. La venalidad de Fuentes es un cargo mezquino. ¡Benditas venalidades las del Murciélago, que cuando se acercaba a los gobiernos daba más de lo que recibía, porque cuando se adhirió a Castilla fue para publicar su imperecedera obra sobre Lima, para exhumar el Mercurio Peruano y las Memorias de los Virreyes y cuando era llamado a colaborar con Balta o Pardo, dirigía el único censo del Perú que se ha hecho hasta hoy, era el animador de la Facultad de Ciencias Políticas y hacía nacer por obra de su buen gusto innato el palacio y los jardines magníficos de la Exposición.

Podría negarse eficacia a su esfuerzo y valor a la obra de los satíricos, pero habrá que agradecerles siempre el espíritu de libertad y de protesta que enseñaron, su noble anhelo constructivo y la gracia vernácula que encarnaron, títulos por los que, a despecho propio, tendrá que rendirles homenaje su república malquerida.

Arma contra los tiranos de veinte días, latiguillo fustigador de rezagos coloniales y de falsas divinidades republicanas, las sátira política peruana es la expresión de ese primer período de nuestra historia republicana, en el que los que no se sentían capaces de tomar un fusil, enristraban la pluma y amenazaban a los gobiernos con la temible y risueña oposición de una hoja de papel.

* Presentación de la antología Satíricos y costumbristas. Lima, Patronato del Libro Peruano, 1957
El Reportero de la Historia, 8:00 p. m. | Enlace permanente |