Cátedra Raúl Porras Barrenechea

Blog-Homenaje a la memoria de Raúl Porras Barrenechea,
Historiador y Profesor de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos

24 abril 2008

Porras, Radicalidad y Libertad (*)

Por Hugo Neira Samanez

Una aureola de sabio, de erudito y de generoso maestro, amigo de sus discípulos, nimba el nombre de Raúl Porras y lo distingue entre los grandes del Perú. Hace cerca de cuarenta años que el anfiteatro general de San Marcos no escucha sus lecciones ni su figura atraviesa los patios de Torre Tagle; sin embargo, le sigue acompañando la gratitud de alumnos y colaboradores como si fuera el día de ayer. Prueba de ello, estas líneas. Tal perseverancia, rara en cualquier medio y más en un país conocido por su calculada desmemoria y el peruano hábito de la inconstancia, debe sorprender y de hecho sorprende. En vez, pues, de tomar como natural o inexplicable los motivos de ese recuerdo, ello es el punto de partida de estas páginas. Una reflexión sobre la tenaz memoria que ha dejado Porras en quienes le conocieron. Y más allá del óbito, de la evocación testimonial que resulta inevitable en tal circunstancia y de lo que quisiera desde ahora pedir excusa, conviene interrogarse acerca del significado que tiene que creadores de cultura, escritores y pensadores, profesores y hombres del servicio público, diplomáticos y juristas, coincidan en ser parte de una desperdigada grey que, sin embargo, no envuelve una adhesión ideológica, apenas una deshilvanada fraternidad que no constituye ni una logia académica ni un grupo sediento de poder, lo cual es tan milagroso como la remembranza de un maestro antidoctrinario.

A la casona de la calle Colina en Miraflores, hoy Instituto Raúl Porras Barrenechea, llegamos muchos y en épocas diferentes. Me referiré escuetamente al grupo juvenil que Porras había reunido en su contorno hacia el filo de la década de los cincuenta para ayudarlo a trabajar en la historia del Perú que preparaba; una precisión, sin duda, que evitará la entera mención de los que me precedieron que, como se comprenderá, fueron numerosos. De mis días, retengo la memoria de Carlos Araníbar, que ya hurgaba las crónicas en las que ha llegado a ser conocedor impar. Pablo Macera, con el brillo que siempre tuvo, y en las proximidades tomaba notas, como todos, para una historia que Porras no llegó a concluir, Mario Vargas Llosa. Ya estaban caminando en la enseñanza Jorge Puccinelli y por la vía doble del maestro, en la docencia y en el servicio diplomático, Félix Alvarez Brun. Era la nuestra, la de los menores, una tarea de aprendiz, en todo el sentido gremial y noble del término. Creo que permanecí en el embeleso de esa biblioteca, de ese trabajo y ese maestro como tres o cuatro años de mi vida, no lo recuerdo con precisión. Suficientes, sin embargo, para cambiar el rumbo de mi vida, como creo, la de todos.

Era la casona de Colina 398 un lugar singular. En el tiempo, había sido el solar familiar, pero a medida que las hermanas se casaban y partían, y Porras se quedaba con la madre (a la que no conocí ) y luego solo. Poco a poco, había ido transformando su casa de acuerdo a las exigencias de una desbordada erudición que competía, en lecturas y documentos, con la Nacional de Lima. La casa de Porras era, en efecto, una casa–biblioteca. Quedaba espacio para los trastos y la cocina, el ancho comedor en donde innumerables veces se cerraba la jornada con una taza de té (hoy la sala de conferencias del Instituto), un salón en donde recibía a sus invitados de marca, el patio que hasta hoy existe. Pero todas las otras habitaciones, que eran numerosas, habían sido sabiamente invadidas por altos escaparates repletos de incontables libros, algunos valiosísimos, que el maestro había arrancado a la voracidad de coleccionistas extranjeros, comprados a precios de oro y de su propia ruina, y que sin su intervención, habrían tomado el camino del exilio en alguna biblioteca norteamericana. Ahora bien, en la época en que yo llegué a la casa de Colina, Porras había instalado a cada uno de sus ayudantes en una sala. Carlos Araníbar ocupaba la sala Colonia, rodeado hasta el cielo raso de libros y cronicones. Macera circulaba olímpicamente en un territorio determinado y reconocido como la República. A mí me puso al lado de una ventana, un espacio pequeño, adecuado al período que me confiaba, imprevisible, turbulento y breve, la Emancipación. Cada tarde, un puñado de libros esperaba sendas lecturas. Cada tarde, las hojas desgranadas de nuestra pesquisa se acumulaban para que Porras, en sus horas, las viera. Cada sala de trabajo, cada ayudante, estaba puesto bajo la invocación no de un santo, sino de una imagen del Quijote, figura que coleccionaba. ¿Cuál le gusta más? solía preguntar. Y extraía curiosas conclusiones de tipo psicológico y humano ante la inclinación de cada quien por una u otra representación del caballero de la Triste Figura. Por mi parte, prefería un Quijote que, a diferencia de las representaciones convencionales, no iba a caballo sino que leía delirante un Amadis de Gaula. Era una preferencia sin más. Pero es ese el objeto de arte del que resulté legatario, unos años después y ante mi asombro, en su testamento ológrafo.

La casa de Colina fue centro de trabajo, taller y posada. No puedo generalizar, pero imagino que en grado semejante, lo que me ocurrió también acaeció a otros. Fui al taller de Porras con la idea de que era un lugar en donde se me ofrecía un puesto sin par de trabajo, sin imaginar que ahí iba a aprender las pericias del quehacer intelectual, desde las más sencillas a las más complejas, un cúmulo de destrezas que ninguna otra enseñanza, incluida la universidad de esos días, ningún otro maestro, alcanzaba a transmitir. Debo contar, sucintamente, quien era y en que me transformé. Acaso de los discípulos que tuvo Porras, era yo el del origen social menos encumbrado, para decir las cosas suavemente. Había hecho estudios en colegios estatales, vivido en un barrio limeño al límite de la marginalidad y por igual poblado por obreros y por hampones, salía de una familia dislocada por el divorcio. A estos agravantes se sumaba el hecho que para entrar a San Marcos, creo que con una de las mejores notas del examen de ingreso, tuve que romper con mi padre; no contaba con ayuda alguna de mi familia materna, y para decir las cosas enteramente, no era sólo un estudiante pobre de San Marcos, sino uno de los raros que entonces trabajaba para poder sobrevivir y estudiar. Me es difícil pensar en mí mismo, ahora en que escribo estas líneas y tengo la misma edad que tuvo Porras al morir. Creo que era entonces un joven enfebrecido por el doble acoso de la necesidad y el deseo de acceder al más exigente conocimiento. Algunos profesores, a los que llamaba la atención el brillo de mis intervenciones, comenzaron a interesarse en mi caso, acaso por piedad paternal. Jorge Puccinelli vino a verme. Porras necesitaba un secretario para que le hiciera fichas, un proyecto de historia del Perú que financiaba, Dios lo tenga en la gloria, Juan Mejía Baca. Me había defendido hasta el momento como podía, dando clases en infames colegios particulares, de obrero en una fábrica, de guardián nocturno en unas residencias, para lo cual me dejé crecer un impresionante bigote. "Tengo veinte años, no dejaré a nadie decir que es la más bella edad de la vida" (Paul Nizan).

Porras se acordaba. Alumno suyo en el curso de "Fuentes históricas", apreció mis intervenciones, y al final de ese curso, al distribuir tareas para una investigación personal, me atribuyó el estudio del primer Congreso Independiente, el de 1822. Fui a su casa por vez primera para trabajar directamente en el diario de ese congreso y sus debates. Lo extraordinario, y vale la pena contarlo, son las conclusiones que saqué, contrarias por completo a su propia lectura y en especial, hostiles a las del gran Riva Agüero sobre el mismo asunto. Lo cual prueba, como se verá, el liberalismo de Porras, su tolerancia con la insolencia de los jóvenes. Ya en el oral, me despaché con un atrevimiento que ahora admiro, y defendí mi propia investigación no sólo en contra de los historiadores sino de los mismos primeros y sagrados congresistas republicanos, a los que traté de pusilánimes, poco dotados para la acción política, traidores como Vidaurre y envidiosos como Luna Pizarro (sigo pensando que no me equivocaba), banda de disparatados en suma que no tuvieron otro camino que llamar a Bolívar, sobre todo después del desastre de la batalla de Intermedios. Porras me escuchaba entre sonriente e intrigado. Era un examen oral. Sorprendentemente se puso de pie y salió a buscar a otros profesores para que integrasen el jurado, en el cual ya estaba Carlos Araníbar, asistente en la cátedra. Luego de la incorporación un poco asombrada de otros docentes, el oral prosiguió. Fue un raro y sonado "veinte" en la historia de su docencia. De eso se acordaba Porras cuando Puccinelli le recordó que el mismo muchacho que tanta independencia de criterio había mostrado en su curso, igual se moría de hambre y corría el riesgo de enfermarse o dejar para siempre estudios imposibles para su condición social. Porras me tomó inmediatamente. Cabe decir, para trascender la anécdota personal, no por mi sumisión al criterio de autoridad sino justamente, por lo contrario. Maestro de inconformidad, se rodeó de inconformes.

Años después, varias universidades peruanas integraron el hábito de los talleres, la formación práctica de investigadores, pero en el desierto que entonces era la docencia superior, los profesores transmitían conocimientos sin detenerse demasiado en la manera de adquirirlos. A mi avidez por el saber, una cabeza despejada y un rápido enjuiciamiento de lo que percibía, no aportaba gran cosa cuando llegué a la casa de Colina. Sabía cosas, pero no sabía como se llega a saber. Recuerdo que Porras me puso frente a mi primera tarea, la obra del historiador argentino Bartolomé Mitre y me mandó encontrar el pasaje o párrafos en los que aquel se ocupa de la estadía peruana de José de San Martín. No he vuelto a ver el libraco pero tenía como quinientas páginas. Obviamente, me puse a leerlas una a una. Unas horas más tarde, con el sombrero puesto y el coche encendido, pasó rápidamente a verme. "¿Qué hace Usted?". "Pues reviso a Mitre", le contesté. Y le señalé el pasaje central de Mitre que ya había hallado. Porras, casi con irritación, tomó el libro sobre la mesa. "Los libros se leen por el índice, jovencito". Eso nadie me lo había dicho. Días más tarde, se sentó a mi lado y me explicó, con santa paciencia, como se hace una ficha: nombre del autor, título de la obra, fecha de la publicación (la primera) y si es un periódico, del cotidiano. Luego el texto, y lo decisivo, el resumen o sumilla en la parte superior, que permite la filiación con otros temas o ideas. Una ficha es un paratexto, sin el cual no hay organización mental. Vargas Llosa menciona una experiencia singular en uno de sus libros autobiográficos.

En Colina 398 aprendimos las técnicas de la cultura casi sin darnos cuenta, en un ambiente de taller sin lecciones teóricas sino prácticas. La muy particular mampostería de las ideas bien trabadas. Porras a menudo nos solicitaba un trabajo adicional. Como lo cuenta con mucha gracia Luis Loayza en el prólogo de su antología La marca del escritor (México: Fondo de Cultura Económica, Colección Tierra Firme, 1994), nuestro maestro esperaba hasta la hora undécima la redacción de un texto de conferencia, para acabarlo, dice Loayza, "a vuelapluma, con letra redonda, clara y menuda, rematando con últimas frases unas horas o minutos antes de subir a la tribuna". Conviene ampliar esa versión. Porras trabajaba, es cierto, pasando la pluma a sus textos pero después de dictarlos, a una velocidad pasmosa, a unos abnegados secretarios que se turnaban cuando los dedos andaban ya agarrotados. Luego, el maestro pasaba el peine fino por esos mismos textos. Participé en varias de esas jornadas maratónicas, extrayendo de ellas mi propia miel. La primera y espontánea lección que nos daba consistía en verlo trabajar, la manera como manejaba la extensa documentación que convocaba para cada asunto, generalmente extendida bajo la forma de libros abiertos de par en par, innumerables, entre los cuales circulaba Porras para cotejar, enfrentar, comparar, aprobar o contradecir. Un simple esquema hecho a mano, en donde estaban los temas comunes, le permitía solicitar uno y otro texto, en la medida en que estos entraban en convergencia o en oposición. Es inútil buscar la huella de ese fragor en el estilo terso, llano, admirable, donde nada delata los apremios de la elaboración. La segunda intervención era quirúrgica, las correcciones de Porras a su propio dictado. Muchas de esas castigadas hojas, con el trazo de pluma del maestro, las guardaba, para pasar horas y días enteros estudiándolas. Porras sabía que las coleccionaba y me dejaba hacer. Me intrigaba la disposición de los párrafos, el uso de los paráfrasis, la forma de citar sin interrumpirse, la manera como abreviaba las frases, sus inclusiones y exclusiones. Algunas de esas hojas llegaron a ser enmarcadas, aunque luego las extravié en alguno de mis divorcios o exilios. Poco importa, había aprendido lo que corrientemente se llama el arte de la composición. Esto es, el oficio de escribir. Y un saber medioeval, el de la síntesis, que en otras culturas se enseña no como un adorno sino como lo esencial en toda formación superior. Que nadie se asombre, pues, que luego pasara con serenidad al periodismo, a la investigación, a la docencia en el extranjero y al ensayo. ¿De donde venía esa técnica a Porras? Es una pregunta que dirijo a los especialistas de la historia de la educación peruana. Acaso, de su formación con los padres de la Recoleta, de origen francés. A los que les tienta la estilística, les invito a que visiten los textos en prosa de los García Calderón a comienzos de siglo, de Víctor A. Belaunde y otros novecentistas. La construcción de las ideas es la misma (no, por cierto, los contenidos). La influencia francesa, ordenadora, sobrevivió por lo menos hasta Mariátegui. A diferencia de nuestro país, subsiste en otros, en México por ejemplo. Y en Francia, naturalmente, en donde no la ignoran, ya no los docentes o los intelectuales, sino todo el mundo, se prodiga desde los liceos, es imposible obtener grados si no se sabe al menos, redactar. Ni los que llevan borlas doctorales en ciencias, resultan exceptuados.

El aprendizaje de la técnica de reagrupamiento dinámico de textos consultados en torno a una problemática, no lo fue todo. Fue también la iniciación en el placer de la lectura, a veces, múltiple, desperdigada, fecunda. Una biblioteca es un lugar en donde se viaja. El libro fue el objeto de culto de la casona de Colina, y también, motivo de la primera irreverencia. Había que manipularlos, convivir con ellos, cuando eran de uno, marcarlos y trabajarlos, mientras se adquiría en esa biblioteca privada que era por la voluntad generosa de Porras también la biblioteca de sus ayudantes, algunos reflejos indispensables, ciertas destrezas, que nos acompañaron la vida entera. A esa libertad, a veces liberticidio cuando por mi parte acumulaba demasiados libros consultados y que Porras con rezongo paternal devolvía a sus estantes, se unía, cómo dudarlo, el rigor. Maestro liberal pero exigente. No nos consentía las bravuconadas propias de la edad, citar autores que no conocíamos enteramente, hablar de libros no leídos, vicio tan frecuente, o datar con error. Araníbar en particular, hizo de ello una religión personal. Ante la simulación del talento, Porras era implacable. Igual como respetaba los juicios ajenos, se encendía de indignación ante el plagio, la tergiversación, la impostura. Por prudencia, delante de tan alerta contertulio, los discípulos preferíamos hablar sólo cuando estábamos muy seguros, pues en muchos casos, a amigos suyos, mayores y dilectos, les vimos pasar un mal rato. "¿De dónde ha tomado Usted eso?". Incluso, a Haya de la Torre, a quien quería y respetaba, corregía Porras. "¿Pero Raúl, de dónde has sacado eso?". E indicaba a semejante líder de multitudes, un poco desconcertado por las circunstancias, que el cronista que citaba no era sino la repetición del cortesano Zárate que a su vez lo había tomado... y seguía una lista apabullante de citaciones. Entonces Haya sonreía y cambiaba de tema.

No desatendamos los tópicos con los cuales convencionalmente se le evoca. Porras es uno de nuestros grandes historiadores, pero es preciso inmediatamente añadir lo siguiente: las páginas que nos ha dejado no son sólo arte de la historia o historiografía, cabe recordar que ejerció una docencia que desbordaba el marco académico, con una audiencia que igual llenaba las galerías de las Cámaras legislativas cuando tomaba la palabra a salas pletóricas de un variado público que lo seguía a círculos y ateneos, acaso porque con Porras se aprendía sin aburrirse. A sus sonadas conferencias acudían espontáneamente alumnos y ex-alumnos, muchos de ellos provenientes de universidades estatales que comenzaban a proletarizarse, y señoras elegantes, con sombrero, en los días que las damas limeñas no se echaban a la calle sin llevar un sombrero. Muchos años después, en París, en las salas abiertas a todos los públicos del Collège de France, comprendí la anticipación republicana de don Raúl, acaso, como tantas cosas, amanecida a destiempo en una Lima aún más tasajeada que la actual por infranqueables abismos políticos y sociales.

Con la lección de la cátedra, la crítica de las fuentes históricas del Perú, el estudio de las crónicas del XVI o sus semblanzas de personajes republicanos, Porras participó en la formación de la conciencia de los peruanos. Y aunque animó reuniones de historiadores y colegas, y organizó congresos de americanistas y peruanistas, no escribió ni publicó únicamente para un círculo de especialistas, aunque sus investigaciones heurísticas nos sirvan hasta la fecha. Fue escritor, prosista consumado, sus textos reúnen la preocupación presentista y el saber histórico en páginas impares que son del género del ensayo, es decir, al alcance de todos. Para llegar a sus contemporáneos, a veces aquejados de la oportuna sordera que provoca el escuchar a un justo, se sirvió de la docencia, el periodismo, la política, o la llana conversación, con igual encanto y fortuna. ¿Cambió el rumbo de las cosas? ¿Es redimible el Perú? La pregunta con ser legítima, sobrepasa la intención de esta remembranza. Acaso convenga ceñidamente decir lo que hizo por la cultura y el país, para libertarlo de cadenas políticas y mentales. Desde ese punto de vista, cívico, Porras ocupa un sitial, muy alto sin duda. Es parte de un Olimpo democrático de pensadores agoreros escuchados con mayor o menor suerte, a su lado están Jorge Basadre y Luis E. Valcárcel, sus pares, y otro batallador infatigable, Luis A. Sánchez. Como ellos, su contribución rebasa la Universidad. Profesores y algo más, agentes formativos de un clima de ideas, sendos capítulos de una historia intelectual del Perú por escribirse. Maestros y no sólo docentes.

Sin embargo, las asignaturas que tuvimos con Porras no condujeron a la constitución de una escuela, a un conjunto estructurado, a una unidad dogmática en el pensamiento, y eso hay que explicarlo. La recordación de Porras a la que estas líneas se asocian, no puede ser ajena a una reflexión acerca de tan singular y emancipada filiación. Lo mejor de su herencia, acaso fue la libertad de cada uno. A pocos años después de su muerte, recuerdo una conversación sobre la materia con Mario Vargas Llosa y en París. Me preguntaba Mario cual era mi plan de estudios y de trabajo en Francia. Después de escucharme, y viendo mi interés por la antropología de Levi Strauss, la escuela de historia económica y social de los "Annales" o mi asistencia a la cátedra de Lucien Goldman, me dijo: "de modo que tú tampoco vas a seguir con la historia que hacía Porras". Reflexionando, Mario había atisbado parte de la verdad, el curioso destino de una lección magistral al que ninguno de sus discípulos continúa a través de la misma manera de concebir la historia, acaso porque ese mismo saber ha sufrido formidables transformaciones en el curso de este medio siglo. Sería fácil poner la suma de mutaciones posteriores, en la cuenta de la natural evolución de las disciplinas y el espíritu de contradicción que separa maestros y discípulos y generaciones entre sí. Pero, ¿cómo explicar la lealtad que se le guarda, el secreto sentido de la invocación de su nombre con congoja? Paradojal diáspora de discípulos que con sendas distintas, y hasta divergentes, enarbolan por igual una feroz voluntad de autonomía. Salidos de ese aprendizaje sin gravamen ni reproche.

No se habla impunemente de un grande de la cultura del Perú, con mayor razón cuando se le ha conocido personalmente, sin a la vez ganar en status y en prestigio. Sobre aquella corona, no es difícil auparse. Bajo ese esplendor, valorizarse. Sé perfectamente los riesgos que implican las presentes páginas. Uno de ellos es el de la hagiografía. Otro, el de la postura díscola porque sí, para marcar débitos y distancias. Entre esos dos escollos, la presente reflexión toma otro camino. En efecto, después de recibir la invitación a este homenaje, me he preguntado menos sobre la apreciación parcial o total de su obra, en la seguridad que la crítica interna o heurística la asumirán otros, y quizá yo mismo en otra oportunidad. Creo, en cambio, que es tiempo de dilucidar el sentido de esa maestría, flor rara en nuestra vida peruana. Porras, como todo gran profesor, dirigió tesis, enmendó carreras, orientó vocaciones. Pero hizo más que eso. Escuchó a los jóvenes, dice Loayza, "lo cual ya es raro", añade. Hay que decir que se interesó en investigaciones ajenas, en destinos que exploraban formas de creatividad que no frecuentó, como la novela o la poesía, no falta por ahí algún arquitecto, hasta un psicólogo. No hay que pensar que ésta maestría se limitó al puñado de jóvenes intelectuales que por un período indeterminado trabajaron a su lado, los discípulos. Diré, de una manera general, que esa paciente tutela se extendió a muchos más, a algunos que sólo habían asistido a sus cursos, o que se aproximaban por períodos cortos, orientándose más tarde a quehaceres que no eran ni la literatura, ni la historia, ni la diplomacia, ni la política. Seamos claros, Porras apoyó a lo que se llamaba por aquel entonces jóvenes "aprovechados" a los cuales conoce en su calidad de profesor de las dos mejores universidades del Perú de ese momento, la Católica y San Marcos. Esa labor implicaba una carga adicional de preocupaciones en torno a como conseguir modos de vida y trabajo a algunos de ellos, o becas o puesto. Resueltos los problemas acuciantes y materiales, aquellos eran derivados ora hacia la enseñanza superior, ora hacia el servicio público. En otros países, con Estado previsor y sociedades abiertas, semejante y titánica tarea se encomienda a instituciones, a sistemas racionales y públicos de concursos. Como en el Perú resultaba pedirle peras al olmo el racionalizar la selección y abrir las puertas a la meritocracia, a jóvenes con talento pero sin recursos, el maestro Porras venía a suplir la carencia y la indiferencia del medio, y ello, sin grandes recursos financieros, sin otros medios que su autoridad moral e intelectual. A menudo su paciencia era premiada con resultados, y así es como el país no perdió en la desesperación de la adolescencia frustrada o del resentimiento de los mejores, a algunos de sus hijos. Medio Torre Tagle y parte de la investigación peruana supo de ese rescate voluntarioso de vocaciones y talentos. La lista es larga, y contrariamente a lo que se puede sospechar, no implicó clientelismo alguno. Entre los porristas había de todo, desde acrisolados conservadores a comunistas, como era mi caso. Pese a tan atrabiliarios ayudantes, Porras no perdió nunca la serenidad de un estoico antiguo, curado de fanatismos. Su constitutiva insumisión desesperaba aún a sus aliados políticos, desde el aprismo al gobierno de Manuel Prado. Se manejó con poco sentido de la rutina y los convencionalismos, dejando siempre playas para la tertulia, el ocio y la conversación, incluso cuando era Ministro (en el Club Nacional, en el café Haití) y por todo eso, por su imprevisibilidad en la que siempre guardó algo de juvenil, acaso acabó en temeraria soledad, rodeado de un puñado de indignados amigos que lo acompañaron a su última morada –se ha dicho– un final de filósofo antiguo.

Fue un maestro a carta cabal. Pero el término precisa discusión, el concepto ha sufrido erosión y se presta hoy a malentendidos. Quién negará que se ha prodigado en circunstancias distintas y con abuso suele asociársele a una línea política. En efecto, rara vez deja de sugerir una identificación cuasi religiosa en doctrinas sociales. En los casos más tenues, al menos compartir un credo o una idea por lo general mágica del Perú. La más de las veces, el concepto implica una coloración ideológica. Sucede cuando se aplica a José Carlos Mariátegui el título de "Amauta". Lo mismo ocurre con el culto de los apristas a Haya de la Torre. Entiendo las razones y la legitimidad de sendas devociones. Las invoco no para denigrarlas sino para diferenciarlas de la que rodea a Porras. Recordarlo no es robustecer algún pretendido partido liberal. Los juveniles amigos de Porras no resultaron fervientes hispanistas. Por lo demás, un gran aprecio acompañó a otros intelectuales influyentes, un cenáculo se forma tras la sombra de José de la Riva Agüero, y en el que el propio Porras participó en su edad juvenil, o es al caso de los discípulos y parientes de Víctor A. Belaunde. Hay quienes se aglutinaron tras otro gran peruanista, Luis E. Valcárcel. Se me concederá que en unos y otros, la condición de discípulo no era ajena a algún tipo de afinidad política o ideológica. Lo curioso, lo infrecuente, lo excepcional es que tal cosa no ocurría en la vecindad de Porras. Ni podíamos ofrecer tal identificación, sujetos como estábamos a la rosa de los vientos de todas las ideologías, ni el maestro lo exigía. Dispensados de llevar el cilicio de alguna escolástica al uso pues el propio maestro se desembarazaba de las mismas. A veces me preguntaba qué andaba leyendo. Pero luego se aburría mortalmente sobre las páginas de Lukacs o Nicolai Hartmann. En cambio apreciaba a Ernst Cassirer, a Huizinga, como en su caso, espíritus alados. Un día me extendió un libro de Octavio Paz. No un libro de seca filosofía sino de meditación de la historia, las ideas encarnadas en los hombres. Fue otro relámpago.

Plugo al cielo que Porras no fuera un ideólogo ni tuviera vanidades filosofantes. Pero una vez más cabe preguntarse, ¿Cómo fue que trabajando sobre la historia no cayera en la veneración de la misma? Advierto que la fe en la historia ha sido el punto de partida de las ideologías totalitarias contemporáneas. Hay que preguntarse por el origen de esa inmunidad que lo puso a salvo de las grandes alienaciones que han sido frecuentes en los medios intelectuales hasta la caída del Muro de Berlín. ¿Primado de la realidad? ¿Conciencia de la imprevisibilidad del curso de los acontecimientos? ¿Importancia de lo singular en los hechos históricos, de lo distinto? ¿Una visión del mundo que lo inmunizaba ante la tentación totalitaria y los modelos universales para pensar el curso de las civilizaciones, y en general, ante toda pretensión teórica y generalizante sobre las sociedades humanas? Lo cierto es que había desarrollado un santo horror a los dogmas, raro en nuestro país y medio. Algo de su rechazo a la teorización era rechazo a la pedantería. Pero también escepticismo, a la manera de Anatole France más fuertes dosis de ironía limeña y un aire iconoclasta heredado del lejano ancestro, Manuel González Prada. Prevención contra los trascendentalismos. No creyó demasiado en la moda de las filosofías de la historia tan en boga en los años posteriores a la segunda guerra mundial. Provenía de una generación marcada por la filosofía positivista y la consiguiente reacción idealista de sus mayores, de los grandes debates metafísicos, y cuyo efecto perverso fue una natural tendencia a huir de misas negras o rojas. Se había aburrido con Alejandro Deustua y los filósofos criollos de comienzos de siglo. Esa fobia por lo teórico nos salvó. Los dogmáticos, más bien, éramos nosotros. Ya soplaban los vientos de interpretaciones muy rígidas sobre el enfrentamiento entre el mundo industrial y el tercer mundo, simplificaciones en la que casi todos caímos. Esta saludable ausencia de doctrinarisrno preparó, tal vez sin desearlo, un discipulado sin duda singular, que no se articulaba tras un dogma o una creencia. Nos unían, hay que decirlo, ciertas comunes inquinas. Entre otras, la dictadura de Odría de la que el país salía. En Porras la oposición a la dictadura era profunda, asistía otra vez al malogro del país en manos de la improvisación y el poder personal. Otra vez lo que Pedro Planas llama hoy "La República Autocrática". Otra vez las ocasiones perdidas.

Paradojal individualismo el de Porras, puesto que desembocaba en la conciencia colectiva. ¿Un demócrata únicamente interesado en la titularización de los mandatos populares por vía electoral? ¿Sin justicia social, sin meritocracia a la que hemos visto líneas atrás, propugnaba? ¿Un igualitarista? Lo cual implicaba un compromiso más profundo, puesto que la igualdad era (y es) imposible sin condiciones de partida idénticas para todos, como por ejemplo en el campo de la educación popular. Era un revelador. Un maestro que enseñaba que la rebeldía era posible, pero que desconcertaba porque en su revuelta contra el desorden dictatorial se hacía sin las liturgias habituales: el llamado al proletariado o a la revolución. Entendía ser liberal como estar en la oposición. No confundirlo con los partidos de ese nombre, como el Civil o el Liberal o la Unión Nacional, esos clubes políticos que su generación conoció, "el progresismo abstracto" que critica Jorge Basadre a la que él, ni Porras, menos aún Luis A. Sánchez, se apuntaron. Sugiero, pues, que deberíamos revisar el sentido total de esa oposición liberal de Porras al liberalismo de los notables. Esas raíces acaso libertarias o radicales. Hay que volver a estudiarlo. Ahora que el vuelco de la discusión intelectual hacia la cuestión democrática, autoriza el diálogo entre liberalismo y toda tendencia comprometida con la justicia social. Son tiempos éstos en que se ha vuelto a descubrir las virtudes del pluralismo, del Estado de derecho, de la preservación de libertades, y la perspectiva contemporánea de ideas, antiautoritaria, pide revisión de las corrientes liberales y pluralistas, y se vuelve, por todas partes, a Benjamin Constant y Alexis de Tocqueville. Así, Porras, postura y discursos, emergen como esas tierras desconocidas de los viajeros y exploradores, junto a la promesa republicana hasta ahora incumplida. Porras, Basadre y Sánchez. Un ideal republicano de doble limitación, de la sociedad ante el Estado y del Estado ante la sociedad. No es lo viejo, es lo nuevo, lo que no alcanzamos a definir, un sistema de representación político y simbólico, donde algunos grandes conceptos, como autonomía (del individuo, de la nación), responsabilidad, igualdad, ocupan la región central, sin exclusión de otras. Un politeísmo de valores, contrario al monoteísmo que habitó las corrientes dominantes de los últimos cincuenta años. Todo eso no constituye, sin duda alguna, un sistema ni una ideología, acaso, una actitud. De esos maestros de escepticismo pueden provenir algunas necesarias certezas. De Rawls, de Keynes, de Weber. Del filósofo Alain, que Porras conocía, de su individualismo sospechoso de las fuerzas ciegas de la historia. De Camus, que también frecuentaba. Liberal es una palabra vasta, de extendida polisemia.

Porras no enseñó solamente la construcción de la historia como un saber positivo o la elegancia del estilo, sino cierta manera de vivir, diría, en moral pública republicana. Una postura de tribuno antiguo que no dejaba fisura entre el comportamiento en el ágora y la situación material. En otras palabras, se parecía impresionantemente a esos liberales de los inicios de la República, sobre los que conviene regresar –pese a mi vieja diatriba– cuando se piensa en modelos y paradigmas de moral cívica. Como ellos, consideraba que la primera virtud es la de la honestidad en los denarios públicos; como ellos se consideraba un igualitario y un republicano, y hasta en lo de vestirse de negro, con sencillez, se les semejaba. Como ellos, jacobino pese a su resistencia a los excesos, creía en una radicalidad de la ley y de las instituciones. Todavía es una utopía esa República moral que quiso anticipar.

Discípulo viene de "díscere", en latín, el que aprende. Hagamos de la memoria de esa republicanismo a lo Porras, brillante y fervoroso, pero capaz de ironía y escepticismo, inteligente pero consciente de las enfermedades temibles de la intelligentsia, amante del Perú de todos los tiempos, incluyendo el de los Incas e indios como la Lima limeña, pero incapaz de callar en los momentos de inconsciencia o ceguera colectiva, lección sin amargura. Sin olvidar, por ello, los riesgos. En el dominio de la cosa pública, un programa moral e intelectual de ese temple, conduce a quien vicariamente lo asume, a tomar inevitablemente el báculo del peregrino. Sin destemplanza ni tardío reproche, conviene no olvidar que el maestro Porras conoció en sus últimos años, alejado del poder, tal vez el peor de los destierros, el del peregrino en su propia patria, el exilio interior. No había querido condenar una revolución en el Caribe que entonces convertía las casernas en escuelas. Vivió como liberal pero se fue bajo un signo político de imposible clasificación. Acaso, simplemente, fue un hombre radicalmente libre. Y en consecuencia, bueno.


* Publicado en: Socialismo y Participación, Cedep, N° 78, junio de 1997, pp. 93-100.

El Reportero de la Historia, 1:48 p. m. | Enlace permanente |

14 abril 2008

Antología de Raúl Porras (XXXVI)

El Periodismo en el Perú (*)



La Colonia no tuvo periódicos. Rasgo de buen gusto que nos ha librado de los sesquipedales discursos de tanto doctor limeño erudito en cánones y latín que entonces hubiera terminado en periodista, e inhibición oportuna impuesta por el ambiente del Virreinato. En el estrecho recinto de la capital, las noticias corrían de boca en boca con más presteza que los papeles. La ciudad no necesitaba de ellos. Chismógrafos profesionales y murmuradoras de nacimiento se encargaban de trasmitir desinteresadamente noticias entretenidas y escandalosas. A estos periodistas ocasionales, establecidos cabe el arco de algún portal o de una iglesia, se unían otros puntuales anunciadores de todas las incidencias de la vida limeña: las campanas. Las campanas daban cuenta de todo y a todas horas. Un buen limeño se informaba, por el número de los repiques del metal del bronce que sonaba, en qué parroquia había procesión o trisagio o qué vecino ilustre había muerto en la ciudad. Así, "La Mónica" de San Agustín debió de hacer el papel de El Comercio; y fue indudable antecesora de nuestra prensa de oposición aquella traviesa campana que se echó a repicar cuando el señor Virrey iba de incógnito por asunto de faldas. Tan repetido e insistente llegó a ser el campaneo que los extranjeros se irritaban por él, y Monteagudo, que debió de tener el sueño ligero, se vio obligado a dar un decreto contra las campanas, prohibiendo los repiques por cualquier quisicosa. El decreto levantó gran polvareda, contribuyendo a la impopularidad del Ministro que así atacaba las costumbres, pero hubo de cumplirse en todos los conventos, menos en el de Jesús María, por la sencilla razón de que era el único que en aquella época no tenía campanas. Poca falta hacían ya las antiguas y alborotadas noticieras. Treinta años hacía que los limeños, obsesionados por la ilustración, habían dado en la manía culta de anunciarlo todo por hojas impresas.

EL PRIMER DIARIO

No faltaron imprentas en Lima, desde 1584, en que don Antonio Ricardo hizo salir el primer libro de prensas limeñas y sudamericanas. Lo que faltaba era gusto por las letras, costumbre de leer, deseo de ilustración. La Gaceta de Madrid, reimpresa en Lima desde el año 1715 y cuya salida dependía de la llegada de los galeones, no despertaba la curiosidad de los limeños. Menos eficacia conseguía la laboriosa y paciente publicación a que se entregaba con toda su bondadosa abnegación de sabio el ilustradísimo don Cosme Bueno, con sus anuales guías astronómicas y geográficas que titulaba El Conocimiento de los Tiempos.

Don Jaime Bausate y Mesa se propuso remediar esta indiferencia publicando el 1° de Octubre de 1790 El Diario de Lima; el de los cuatro adjetivos: "curioso, erudito, económico y comercial". El editor ofrecía a los suscriptores comodidades increíbles por el precio de quince reales al mes. Un criado les llevaría el periódico a las nueve de la mañana. En seis lugares de la ciudad –la Plaza Mayor, la Inquisición, San Juan de Dios, Santa Ana, Nazarenas y la esquina de las Campanas– se instalarían "caxas" o buzones para que los vecinos depositasen papeletas con las noticias que quisieran dar a conocer. El editor se comprometía a tratar, en beneficio de "la pro-común", la más grande diversidad de materias, extrayéndolas de los mejores papeles. Tan seductoras promesas hallaron un eco favorable. La lista de suscriptores la encabezan el Virrey y el Arzobispo, hónranla los más preclaros nombres por el talento y por la sangre, y la cierra graciosa y evocadoramente un nombre femenino, el único de la lista, Micaela Villegas. ¡La coqueta Pericholi también quería ilustrarse!

El editor cumplió lo mejor que pudo su plan enciclopédico. El Diario prestó servicios como anunciador, consignó curiosas aunque muy cortas noticias históricas, disertaciones sobre ciencias, descripciones de las provincias del Perú y traducciones de versos clásicos, junto a recetas caseras para matar los piques y curar las lameduras de arañas. Sin embargo, este anacrónico periodista no se preocupaba mucho de las noticias del día. Su afán era ilustrar, ser útil y ameno. Esto último no lo conseguía. El periódico cansó pronto y el editor, sagaz conocedor del medio, se vio obligado a hacer uso de un recurso infalible: la crítica. "En no hiriendo directamente a determinada persona, ella es la salsa de los papeles", dice este genuino abuelo del periodismo peruano. Declaración característica que define la índole y decidirá del éxito de las futuras hojas periódicas en estas fértiles tierras del ingenio. Con mayor o menor eficacia, los periódicos seguirán el consejo del iniciador; y habrá alguno que, exagerando la receta criolla, se convertirá en pura salsa.

Las víctimas escogidas por la sátira del diario fueron los miembros de la Sociedad Amantes del País, redactores del Mercurio Peruano, recién aparecido. Caso curioso y revelador: el primer periódico limeño entablaba una polémica con el segundo; la primera de una serie que entre sus sucesores sería agria e interminable. Sin embargo de todos los esfuerzos del valeroso editor, el periódico decayó. En vano que aquél reclamara apoyo ante el monarca, haciéndose un vanidoso paralelo con su paisano Pizarro; pues si aquel extremeño había conquistado el Perú para España, el no menos extremeño Bausate ganaba de nuevo estas tierras con su pluma. El monarca ingrato negó su protección al periodista. Ingratitud que la historia se ve en el caso de justificar porque la audacia de aquel aventurero iba a contribuir poderosamente a que España perdiera sus dominios en el continente austral.

EL MERCURIO PERUANO

La audaz iniciativa de un desconocido hizo desperezarse en sus sillones de baqueta a los pausados doctores de la Universidad, a los ilustres canónigos decanos del saber y a los curiosos estudiantes que albergaba la ciudad erudita. De este desperezamiento nació el Mercurio Peruano.

El Diario de Lima podrá haber arrebatado por algunos meses al círculo de hombres ilustres que formó la Sociedad Amantes del País para escribir el Mercurio Peruano, la primacía en la iniciativa y en el tiempo dentro del periodismo sudamericano, pero no podrá arrebatarle la preferencia en la admiración. El Mercurio Peruano realizó una doble e histórica labor. Al proponerse sus redactores el Perú como objeto de estudio en todos los órdenes del saber, afirmaron el sentimiento patriótico que había de impulsar la revolución. Constructores serenos del porvenir, pusieron sin jactancia, ante los ojos del mismo Virrey incauto que los protegía, los cimientos de la patria latente. Si no le bastara este mérito de su vidente dirección nacionalista, tiene el Mercurio sobreabundantes prestigios para merecer el primer puesto entre nuestras publicaciones de ayer y de hoy. Ninguna ha alcanzado más alto renombre científico ni esparcido mejor el nombre peruano. Sus noticias del Perú desconocido y fabuloso de la geografía y de la historia, sus profundas observaciones sociales, su estudio del medio, sus fecundas iniciativas, su constante anhelo de mejoramiento, tuvieron el poderoso atractivo de la originalidad. Un eco prolongado de admiración, que hoy repite la historia, le saludó en América y Europa.

Es sabido el homenaje de Humboldt, quien le puso por propias manos, como un preciado regalo, en la Biblioteca Imperial de Berlín.

Los nombres de los de la pléyade que lo escribió, encabezada por Baquíjano y Carrillo, son ilustres por éste y otros títulos: Cisneros, el jeronimita liberal; el sabio Unanue; Rodríguez de Mendoza, reformador de la enseñanza; Cerdán, oidor eminente; los religiosos Méndez Lachica, Calatayud, cumbre de la oratoria, González, Romero, Millán de Aguirre y Pérez Calama, Obispo de Quito; Egaña, Rossi, Calero, Guasque, Ruiz, rimadores sin éxito. La más sabia de las publicaciones peruanas se extinguió a los tres años (1794) por falta de suscriptores. En doce volúmenes en pergamino, la colección del Mercurio Peruano es hoy inapreciable joya bibliográfica.

"LA GACETA" Y EL PERIODISMO CONSTITUCIONAL

De 1794 a 1810, el periodismo, sujeto a censura, no tiene más órgano apreciable que el periódico semi-oficial editado con privilegio superior por el célebre impresor don Guillermo del Río.

De 1805 a 1810, en pleno acceso de mitología, se llamó La Minerva Peruana y de 1810 a 21, La Gaceta del Gobierno de Lima, de la que es vástago y continuador El Peruano de nuestros días. La Gaceta contó sucesivamente entre sus redactores, nombrados por el Virrey, a don José Pezet, a don Gregorio Paredes, al arcediano Ruiz de Navamuel y al donoso clérigo don José Joaquín de Larriva, que sentaría en ella, en los últimos días coloniales, cátedra de original eclecticismo político.

La Gaceta llenaba sus páginas con largas e interrumpidas reproducciones de papeles de ultramar, reales órdenes, manifiestos, bandos, oficios y discursos. A veces, uno que otro rasgo interesante o composición literaria. De 1807 a 1809, primaba en Lima el interés por las noticias referentes a las expediciones del precursor Miranda a Venezuela, a los ataques de los ingleses a Buenos Aires, y a la guerra de los franceses en España poco después.

La Minerva, interpretando los temores del gobierno, se ocupaba del descrédito de los capitanes de tales aventuras. A Miranda, después de retratarlo como ladrón y bandolero y probar la inmoralidad de sus amores con Catalina de Rusia, cree desprestigiarlo en absoluto denunciando que había estudiado "las lenguas francesa e inglesa en cuyo ejercicio no hubo de aprender cosas muy buenas". De Napoleón bastaba con decir que era francés para suponer todos sus vicios, y su nombre iba invariablemente precedido del epíteto de traidor.

La sagacidad de Abascal promueve en esos años un constante y excitado amor a la monarquía, sed de fidelismo al soberano español que La Minerva, cuyo título va precedido de un servil "Viva Fernando VII", difunde y excita con la publicación de las listas de los suntuosos donativos que la generosidad limeña enviaba al rey amable.

De la ciudad y los sucesos de ella casi no se ocupaba La Minerva, dedicada siempre a la actualidad internacional trasmitida por morosos correos. La promulgación de la Constitución de 1810 en Lima, recibida con sincero alborozo por los intelectuales y hecha festejar para el pueblo con suntuoso aparato, da lugar a La Minerva para hacer una detallada relación de las fiestas y diversiones excepcionales con que se celebró este suceso en Lima, relación doblemente interesante por los datos que contiene como por ser un anuncio de la crónica local, tan olvidada entonces.

La libertad de pensamiento y la supresión de la Inquisición, decretadas por la Constitución de Cádiz, abrieron margen a una abundante circulación de impresos. De 1810 a 1814, en que Fernando VII restablece el absolutismo, florece un periodismo nutrido y doctrinario que ensalza la obra constitucional y se extravía en pesadas disquisiciones políticas. De entre la compacta floresta retórica se destaca a veces una erguida proclama liberal que traduce una vaga e inquieta esperanza.

La más audaz de estas publicaciones es El Peruano, editado por el flamenco Del Río y cuyo nombre –dice Manuel G. Abastos en su conferencia del Conversatorio Universitario– flameaba ya como una bandera de nacionalismo. Ocultos sus redactores bajo seudónimos ingenuos, ignorase por quiénes fue redactado. El único descubierto por la censura y embargado bajo partida de registro al extranjero, fue don Gaspar Rico y Angulo, entonces liberal valiente y en 1821 recalcitrante enemigo de la patria.

Secundaron a El Peruano, El Satélite del Peruano y El Peruano Liberal, de menor importancia que aquél.

El grupo intelectual que había dado a luz El Mercurio, integrado con nuevos elementos egresados de la Universidad, no creo, como Abastos, que colaborara en El Peruano. Aprobaba la libertad doceañista, tránsito seguro y prudente de la independencia, y apoyaba al Virrey en su campaña constitucional. Su órgano fue, más bien, El Verdadero Peruano (1812-13), dirigido por el presbítero don Tomás Flores, en el que colaboraron los más conspicuos intelectuales de la época. Escritores constantes, con espíritu periodístico, fueron desde entonces don Félix Devoti, médico, y don José Joaquín de Larriva, quienes en 1813 publicarían El Argos Constitucional en el mismo molde enfadoso que los demás periódicos de la época.

Sin la importancia ideológica de los anteriores periódicos, El Investigador, que apareció por dos años (1813-14), tiene una particular importancia para la historia del periodismo: es la primera hoja que ensaya, aunque tocado de malicia, el periodismo local informativo, absolutamente postergado por el doctrinario. Por primera vez se presenta un asomo de la vida real en el periodismo, un trozo de la vida limeña en esos días de gestora inquietud. En El Investigador colaboró toda la ciudad, pues se hacía únicamente a base de remitidos. De él provendrá más tarde esa rama bastarda y anónima de los comunicados, de nuestro periodismo pendenciero.

Fuera de algunas semillas fructíferas y del hábito de discutir los asuntos públicos que fomentó, el periodismo constitucional fue un vano y pomposo alarde de retórica política en honor de la Constitución; alarde ruidoso y convencional como el suntuoso desfile de las fiestas de la promulgación, castillo de cohetes que distraía por un momento a la multitud y hacía encabritarse a los caballos de la comitiva del Real Pendón.

Derogada la Constitución el año 14, La Gaceta volvió a ejercer su cansado monopolio. En los preliminares de la lucha por la independencia, Larriva, editor de La Gaceta, encuentra un método hábil y sofístico para servir al Rey y a la patria a un mismo tiempo, sin comprometerse. De 1819 a 1820, publica las proclamas incitantes de Cochrane y San Martín, anotándolas con tremendas impugnaciones. Las proclamas eran leídas ávidamente por los patriotas y las notas eran una dedada de miel para los godos.

EL PERIODISMO PATRIOTICO

El periodismo agitado por la idea y el sentimiento de la patria no data de 1821. De 1821 es su acento vibrante, su fervor tribunicio. En 1811, había circulado ya un periódico secreto y manuscrito, El Diario, redactado por López Aldana y que excitaba la esperanza patriótica.

Hojas sueltas y clandestinas continuaron, durante los años siguientes, la arriesgada campaña. El ejército libertador no olvidó traer la eficacísima cuarta arma: una prensa. Las proclamas de San Martín, el Boletín del Ejército Unido, El Pacificador del Perú, hojas en que la pluma gallarda de Monteagudo hacía la guerra de papel impusieron a nuestro periodismo un tono enardecido y lírico, contagiado de emoción y de orgullo al pronunciar las palabras que servían de impulso y de lema a la epopeya. Por su parte, el periodismo español, expulsado de la capital, se expresaba en dos periódicos: El Boletín del Ejército Nacional de Lima, que la derrota fue llevando a Jauja o Huancayo y al Cuzco, y era el órgano oficial del Virrey, y El Depositario, en que el ambulante don Gaspar Rico y Angulo estampaba sandeces e insultos contra los patriotas.

En Lima, el periódico editado por Del Río cambió tres veces de nombre en un año. En Febrero de 1821 fue El Triunfo de la Nación; en Julio, a la entrada de los patriotas, El Americano, y después de proclamada la independencia, Los Andes Libres. Colaboraron en él Devoti, López Aldana y otros patriotas, sin que su redacción ofreciera ninguna originalidad.

Por esos mismos días, Larriva publicaba El Nuevo Depositario, contestando las injurias de Rico con cáusticos diálogos; octavas y jocosas parodias del estilo del periodista español. El Correo Mercantil, aparecido a fines de 1821, se propuso de preferencia fines comerciales e informativos.

El año 22, agita los ánimos una controversia anhelante. El Sol del Perú publica las actas de la Sociedad Patriótica, en la que Monteagudo propone como tema de discusión la forma de gobierno, preparándose a hacer aprobar sus planes monárquicos. Una brillante conjuración de periodistas a quienes incita un romántico fervor por la libertad, responde al monarquista, en escritos apasionados, con ardor de libelo. Fulgura el verbo gallardo y cáustico de Sánchez Carrión en la Carta del Solitario de Sayán y en El Tribuno de la República Peruana, defendiendo su república ensoñada. Las plumas coaligadas de Sánchez Carrión y de Mariátegui, agrio y tenaz en La Abeja Republicana, derriban al Ministro y expiden contra él el vengativo decreto de proscripción.

Es esta gloriosa campaña de prensa, la primera de nuestro periodismo y una de las más gallardas de él, orgulloso duelo a muerte en que perecen los dos antagonistas –Sánchez Carrión y Monteagudo– pero se salva el noble y fecundo principio democrático.

El año de 1823, aciago para el patriotismo, no fue más venturoso para el pensamiento escrito. La célebre ley de imprenta, abuela de nuestra legislación, que ha llegado hasta nuestros días centenaria e inválida, se expidió ese año.

La aparición de Bolívar en nuestra contienda, su personalidad dominante, las fragorosas luchas de esos días, las sucesivas ocupaciones de Lima por patriotas y españoles, aminoran las publicaciones. Trujillo es, por algunos meses, activo centro de libelos patrióticos. En el Callao, sitiado y bajo el despotismo de Rodil, aparecen El Triunfo y El Desengaño, plenos de invectivas contra los bolivaristas. El abúlico Berindoaga escribe en ellos y el incansable don Gaspar Rico y Angulo continúa con su irrisorio Depositario, después de haber fechado algún número en Yucay, la regia mansión de los Incas, hasta que el escorbuto le arranca con la vida la empecinada pluma turiférica.

EL PERIODISMO POLITICO DEL AÑO 27 AL 39

El año 27 se despidieron de Lima las tropas colombianas, terminada su brega heroica.

Libres de la tutela de don Simón –a quien, en esos días de hostilidad en las repúblicas que él mismo había fundado, satirizaba alegremente Larriva comparando su poder con el de don Fernando– nos entregamos, confiada y esperanzadamente, a ejercer los derechos que correspondían a nuestra mayoría de edad. Preparábase una carta constitucional, reivindicábamos bélicamente en el Norte las provincias de la patria histórica, y la honrada figura de La Mar en el mando acentuaba nuestra confianza en un orden durable y feliz.

Aparecen ese año dos diarios que representan un ventajoso adelanto material y un concepto más amplio del periodismo: El Telégrafo de Lima, adicto a la administración de La Mar y a Luna Pizarro, que era su sostén, y El Mercurio Peruano, redactado por Pando y el grupo conservador, afectos a Gamara y La Fuente. El Telégrafo y El Mercurio no ofrecían exclusivamente disertaciones literarias, políticas y filosóficas como los periódicos del año 12 y del año 21, sino que traían, además, una guía diaria comercial y marítima, entradas y salidas de vapores, lista de pasajeros, movimiento de aduanas, estadística de la población, fiestas religiosas, observaciones astronómicas, etc.

El editorial venía luego caldeado, si de oposición; moderado y razonador, si ministerial. Seguían una sección dedicada a reproducir documentos oficiales; otra, llamada Variedades, que ahora llamaríamos Reproducciones o De nuestros canjes, los indispensables comunicados y los avisos. Faltaba en este plan, ya algo ordenado, la sección propiamente informativa, la crónica o gacetilla de los hechos diarios. De las dos funciones señaladas a la prensa: la información y el comentario, los diarios de esa época sólo daban importancia a la segunda, olvidando por completo a la primera. Al día siguiente de una revolución o de cualquier otro suceso de esa trascendencia, el diario lo da por conocido a los lectores y se limita a comentarlo. La descripción de esos hechos, en que un periodista actual hubiera sido tan prolijo, se dejaba entonces al lenguaje frío y convencional de los documentos oficiales.

Los detalles pintorescos que este concepto periodístico hurta a nuestra curiosidad, nos lo proporcionan, en cambio, las disputas encarnizadas y típicas de editoriales y comunicados. En el período de Gamarra, la polémica periodística es acre, incisiva y violenta como ninguna. Posesionado del poder por un golpe de estado, Gamarra se conserva en él apoyado por un autocrático círculo de militares valientes, probados en la guerra: Bermúdez, La Fuente, Raygada, Frías, San Román, Bujanda, Allende, Zubiaga, Escudero, y por un eminente grupo civil que encabeza Pando y del que forman parte don Felipe Pardo, Antolín Rodulfo, Andrés Martínez, Vivanco, y poco después don José Joaquín de Mora. Los militares ahogan en sangre los intentos revolucionarios; los intelectuales prestan el concurso de sus iniciativas en el gobierno y le rodean de respeto en una campaña periodística brillante por el vigor de la dialéctica y el prestigio literario de la forma.

En El Penitente, El Convencional, El Telégrafo y El Playero, dos escritores mediocres pero apasionados, José Félix Igoain y Bernardo Soffia, fustigan enconadamente la tiranía de Gamarra y sus secuaces.

A los desvergonzados ataques de Igoain y de Soffia, responden con frío desdén y castigadora ironía, don Felipe Pardo, joven escritor de El Conciliador (1830-34) y de La Miscelánea (1830-32), y con inflexible lógica y elegancia formal, José María Pando, en La Verdad (1832-33) y El Mercurio Peruano.

Las acusaciones del Penitente, revestidas de popularidad por unos diálogos entre la Beata y el Penitente escritos por Soffia, en que aquélla, celosa defensora de la libertad, ensartaba chistosas injurias y motes burlescos contra los personajes del gobierno, contribuyeron fuertemente a la explosión popular del 28 de Enero que derribó a Bermúdez, impuesto por Gamaria, e hizo subir a Orbegoso.

La odiosidad contra Gamarra se desató implacable a su caída. El calificativo de. gamarrano llegó a ser insultante. Contra la célebre doña Pancha hubo un ensañamiento que no detuvo ni su muerte. Contra Pando y Pardo la calumnia no tuvo límites.

El Conciliador y La Miscelánea, que ellos redactaron, fueron, sin embargo, superiores a todos los periódicos de su tiempo. Decididos promovedores de la ilustración, sus redactores evitaban las discusiones políticas, dejando sin respuesta los torpes ataques de sus adversarios para proponer mejoras administrativas, discutir asuntos de interés público, de higiene, de educación de derecho, de bellas artes.

En la afluencia de hojas periodísticas de esos días, El Mercurio Peruano fue el diario serio y generalmente leído: El Comercio de aquella época, sobre todo en el gobierno de Gamarra. A la exaltación de Orbegoso, renace El Telégrafo, extinguido en 1829, y ocupa el lugar de El Mercurio, que desaparece.

Durante la vacilante administración, de Orbegoso, el ardor polemístico vuelve a renacer con el mismo apasionamiento que en la época de Gamarra. La diatriba política de los descontentos ataca primero a los ministros, acabando por herir al ídolo de pocos meses antes Soffia y un grupo de descontentos que le llamaba "el padre de la opinión" por su campaña, contra Gamarra, reemprenden la batalla por la prebenda perdida. Los sectarios de La Fuente, desterrado injustamente por Orbegoso, alborotan la opinión. Un periodista mozo y viril, Bonifacio Lasarte, asombra en El Limeño (1834-35) por la seguridad de su convicción y la eficacia de su lógica contra Orbegoso. El Limeño provoca diarias y empeñosas polémicas contra El Telégrafo, El Veterano (1834-35) Y El Genio del Rímac (1834-35), y los numerosos periódicos satíricos que aparecen en esa época, de uno y otro lado. El Limeño tiene de su parte a El Voto Nacional, La Gaceta y un invencible y travieso auxiliar, El Hijo del Montonero, en el que don Felipe Pardo demostraba sus risueñas cualidades de sagitario político. Denunciados por sediciosos los escritos de El Limeño, la vista de la causa constituyó un éxito político para La Fuente.

Asistió un público numerosísimo, en el que se distinguió un grupo de tapadas, el que se dice dirigía en persona la interesante esposa del general La Fuente, doña Mercedes Subirat, y un grupo que sirvió de claque poniendo en ridículo con sus toses al fiscal acusador y colmando de aplausos a Lasarte y a su abogado. No acabó allí la burla: al día siguiente, las hojas lafuentinas publicaban unas repiqueteadas letrillas que inmortalizaron las narices del fiscal y la sarna del acusador. De los incontables ataques en verso a los actores de aquel proceso que concluyó, por supuesto, con la absolución de Lasarte, vaya éste por su cortedad:

Diálogos Familiares

-Marica, ¿qué te descarna?
-La sarna.
-y a ti, ¿qué te hace infeliz?
-La nariz.

La excitación y el encono de esos días llegó a ser tal que aun los periódicos más serios decían al hablar del caudillo contrincante: el ex-general Gamarra, el ex-general Raygada. Al citar los orbegosistas los periódicos de Gamarra, decían "La Mentira", "El Voto Fraccional", refiriéndose a La Verdad y El Voto Nacional.

Otro recurso ingenioso, usado a veces por El Telégrafo, era el de poner al revés los calificativos honrosos para el enemigo, al hacer citas de sus contrarios. Así, es frecuente encontrar citas de El Limeño reproducidas en El Telégrafo de este modo: "el ilustre e inocente general, La Fuente".(**) Los lafuentinos, cuya campaña dirigía secreta e ingeniosamente don Felipe Pardo, se defendían con la fina arma de la ironía. A los redactores de El Genio del Rímac les llamaban "los geniales" y vengaban los insultos con epigramas.

La revolución de Salaverry puso término a esta batalla de papeles, brusca e hiriente en tiempos de Gamarra, punzante y regocijada bajo Orbegoso.

Salaverry tenía en su favor a Pardo y a Lasarte. Su agitada y corta jefatura suprema tuvo más exaltadores que deprimidores.

Contra Santa Cruz, la lucha fue también porfiada. El Tribuno del Pueblo, El Termómetro de la Opinión, le combatían. El Eco del Protectorado era su campeón. También los periódicos satíricos abundan contra Santa Cruz.

El más serio y a la vez el más risueño de los opositores, el que combatió con más éxito al Protector, por sus convincentes escritos y sus letrillas destructoras, fue don Felipe Pardo, con El Intérprete (1836), publicado en Chile y a cuya campaña se debió el Ejército de la Restauración. Con la paz iniciada por el triunfo de Yungay, desaparecidos los órganos políticos circunstanciales y personalistas, extinguidos El Mercurio y El Telégrafo, termina el agitado torneo periodístico de este primer alborotado período de nuestra vida independiente. El Comercio inicia ese año su largo reinado.

EL COMERCIO Y SUS COMPETIDORES

El Comercio, la fácil historia del Perú del Padre Urías, apareció el 4 de Mayo de 1839. Su publicación sólo ha sido interrumpida una vez: durante la invasión chilena. Lo fundaron don Manuel Amunátegui y don Alejandro Villota. En sus comienzos no se distinguió por ninguna innovación periodística, fuera de la del formato mayor. En 1839, El Comercio era un diario de avisos, de muy pocas noticias, tan falto de secciones informativas como El Mercurio o El Telégrafo, cuyo tipo periodístico copiaba. Su poco sentido periodístico era tal que por la falta de secciones apropiadas hubo vez que se ocupó de toros en el folletín y de la crítica de las obras teatrales en el editorial.

Su fortuna original estuvo en los comunicados. Sección repulsiva y amenazante, palestra del insulto y del anónimo, liza a veces de agudos contrincantes, los comunicados fueron la crónica escandalosa y desvergonzada que exhibía, como en un kaleidoscopio inmoral, impudores y bajezas que debieron quedar ocultos.

Pero los comunicados no fueron la razón de su persistencia: otros diarios podían haberle arrebatado el monopolio deslustroso. Editado por un extranjero, El Comercio, ya fuera por la nacionalidad de aquél, ya por un reflexivo principio de independencia, se mantuvo al margen de nuestra siempre accidentada controversia política. Su lema de los primeros años era "Orden, Libertad y Saber". Sus editoriales rara vez rozaban la candente actualidad política, que desmenuzaban los comunicados. Desde 1840, en cambio, su voz se levanta con prestigio para defender la dignidad nacional, herida por la impertinencia humillante de los cónsules de las grandes potencias, constituyéndose en nuestro vocero internacional ante el periodismo americano.

En esta imparcialidad de El Comercio en su primera época y en su preocupación de asuntos de más efectivo provecho que la política de partido para el país, estuvo la razón de su éxito.

Desaparecieron ante él hojas de más interés y mejor redactadas pero obsesionadas por el interés político, como El Correo (1840-1846, 1851-1854) que reapareció varias veces, escrito por plumas como las de Vigil, Laso y Mariátegui; La Guardia Nacional (1844), castiza almena desde la que don Felipe Pardo disparaba saetas contra las botas del Mariscal Castilla, o La Bolsa (1841), diario comercial y político que dirigió Manuel A. Segura. Cesaron también a su vista los diarios de actualidad política circunstancial como El Zurriago (1849), de Pagador y Espinosa, contra Castilla; El Progreso (1850) en el que don Pedro Gálvez defendía la candidatura de Elías; El Nacional, del mismo año, primitivo reducto de Fuentes, entonces prosélito de Vivanco; El Rímac (1850), hoja echeniquista, redactado por Casós.

Pero la abstinencia política no era fácil en un país donde los intereses partidaristas dominaban a la sociedad. Un gran diario, El Heraldo (1854), aparecido en la época de Echenique y redactado por Luciano Benjamín Cisneros, pluma cálida y lírica, y por Toribio Pacheco, docto en ciencia constitucional y derecho civil, reconcentra el interés público. El Heraldo amplía su información periodística con noticias económicas y políticas, y repara por fin la tan notada ausencia de la sección informativa, estableciendo una "Crónica de la capital". Sus editoriales discuten doctrinariamente, con inusitada claridad y cordura, las medidas administrativas y políticas del segundo gobierno de Castilla, y el diario recibe el bautismo de todos nuestros periódicos de combate: la clausura. Como protesta contra las limitaciones del poder, El Heraldo saca sus columnas en blanco y fustiga a los ministros autoritarios. El Murciélago le secunda en su campaña gritando a todo trance, desde sus escondites de tránsfuga político, desde la nave y del destierro: "¡Viva la libertad!". Cae El Heraldo, y El Comercio aprovecha, incorporándoselas, sus últiles iniciativas en el periodismo.

Entonces hace sus tímidas incursiones en la política. Pero el Libertador Castilla no permitía oposiciones papelucheras, pues o clausuraba el diario o compraba al periodista. El Comercio temía lo primero y su honradez estuvo siempre muy lejos de lo segundo. .
Inaugura entonces su política ecléctica y prudente, sistema cuyo secreto consiste en resistir los fáciles apasionamientos, los bellos arranques momentáneos para sustituirlos por un previsor silencio o una reprobación condicionada. Un obsesionado impugnador de este diario, El Murciélago, decía de él en 1863 que "capeaba todas las situaciones de compromiso; cuando algún toro embestía, su imparcialidad se metía tras la puerta del toril y dejaba a la cuadrilla de banderilleros que mataran la fiera, para salir después cantando el de profundis al muerto y el gloria in excelsis Deo al recién levantado". Observación tan cierta como dolorosa para nuestra cultura democrática que hasta el presente impone a nuestro periodismo línea tal de conducta, bajo pena de supresión.

Impotente su acción en la política de partido, El Comercio tomó activa parte en la reforma de nuestros defectos democráticos, en la defensa de las soluciones de derecho sobre las de la fuerza, en la cultura literaria, en la iniciativa y reforma de las leyes y en la tribuna internacional. Por la tertulia de El Comercio, establecida por Amunátegui, desfilaron prominentes personalidades de la vida republicana, siendo asiduos concurrentes de ella don Domingo Elías, que en los comunicados de este diario publicó sus célebres cartas de "El hombre del pueblo" (Agosto de 1853), contra los derroches de la consolidación; don José Gregorio Paz Soldán, gloria forense que actuaba en el periodismo bajo el seudónimo de "Casandro" (la pitonisa Casandra, le llamaba El Murciélago); Francisco Bilbao, Sebastián Lorente y José María Samper, a quienes atacó duramente la intransigencia conservadora y, desde 1872, los más conspicuos miembros del civilismo. En aquella tertulia organizó Amunátegui su sociedad protectora del indio, tan eficaz como la moderna Pro-indígena. En un artículo de sabrosa remembranza personal publicado por esta misma revista (Mundial), don Paulino Fuentes Castro enumera los redactores de El Comercio en la década del 70, nombrando a Rodulfo, Moncayo, Leubel, Samper, Manuel Ascensio Segura, Sánchez Silva, Bazán, Chacaltana, Camacho, Pardo, Márquez, Flores Chinarro, Espiell, Saavedra, Rafael Vial ("Rafaelito" como decía El Murciélago a este periodista chileno que emigró a Lima a consecuencia de una zurra de látigos aplicada a la manera araucana), de la Vega, Quinteros, Albarracín, Coronel Zegarra, Lorenzo García, Enrique y Guillermo Carrillo, Cazeneuve, y los principales José Viterbo Arias, Fuentes Castro, Luis Carranza y José Antonio Miró Quesada. Corresponsales de El Comercio eran: Leubel, en Suiza; Quinteros, en Nueva York; Samper y Gustavo La Fuente, en París. Colaboradores eminentes, los poetas Althaus, Llona, Pedro Paz Soldán, Mariano Amézaga, recio prosador liberal, y el apóstol Vigilo.

En 1875, don José Antonio Miró Quesada y don Luis Carranza adquieren la imprenta de El Comercio. Periodistas sobrios, honrados y ecuánimes, levantan con entusiasmo el prestigio del diario e impulsan su progreso material.

LOS GRANDES DIARIOS POLITICOS (1864-1895)

El creciente perfeccionamiento industrial, de una parte, el aumento de libertad política propiciada por las agitaciones liberales del 56 y del 60, de otra, y la siempre excitada pasión de los partidos, que el inconciliable dualismo civilista demócrata va a hacer llegar al punto de su máxima tensión, dan lugar desde 1864 a la aparición de grandes diarios políticos, a imitación del famoso Heraldo de Lima de 1855, cuya organización se perfecciona cada vez más.

La América (1862-65), opositora de Pezet, redactada por Vigil, Mariátegui y Laso; y La Epoca (1862), diario comercial de José Arnaldo Márquez, son los primeros anuncios de este periodismo mayor.

En 1862, don Manuel Atanasio Fuentes ("El Murciélago"), entusiasta promovedor de la cultura local, funda El Mercurio (1862-1865), diario comercial y político notable por su servicio informativo y por su amenidad a toda prueba, desde el editorial y la gacetilla reidora hasta los comunicados. Fuentes hace desde El Mercurio una risueña oposición al ministro don José Gregorio Paz Soldán, ilustre hombre público cuyo mayor pecado político era, para El Murciélago ser chato de narices. A la muerte de San Román, El Mercurio se pliega convenientemente a Pezet.

El año 1864, la cuestión española exalta los ánimos. José María Químper, en vísperas de ser ministro, funda un valiente periódico de oposición, El Perú, que con El Tiempo, redactado por don Nicolás de Piérola, entonces joven conservador egresado del Seminario, contribuye a la caída de los ministerios de Pezet. El Tiempo rebaja el precio de los periódicos y aspira a ser una hoja popular al alcance de las masas. Piérola, cuyo nombre va a ser más tarde señal de violentas luchas, inaugura un periodismo llamativo, con tendencias al escándalo político, del que será admirable retoño La Prensa de nuestros días; periodismo efectista que atrae al vulgo por el tamaño de los títulos, extendidos a varias columnas para cualquier incidente, y del cual es una curiosa exageración el número de 11 de octubre de 1864.

En 1865 aparecen El Bien Público, que dura un año, y el gran diario El Nacional (1865-1903); gran diario por la entidad de sus redactores y por su acción política como por ser el de mayor formato que se ha publicado en el Perú. Sus redactores fueron don Cesáreo Chacaltana, don Francisco Flores Chinarro, don Manuel María del Valle y don Andrés Avelino Aramburú. Escrito en una prosa clara, vigorosa y lacónica al par que fogosa, va a ser, en el acérrimo antagonismo político de civilismo y pierolismo, el órgano prestigioso del primero contra los diarios demócratas. Su oposición a Balta lo rodea de popularidad. Su imprenta es allanada a consecuencia de un artículo de don Ricardo W. Espinoza que desata la ira del mandatario, y don Andrés Avelino Aramburú, cronista ático y elegante, sufre la primera prisión de su brillante carrera de periodista. En la campaña de sucesión presidencial, primera ardiente batalla del civilismo por el poder, El Comercio, en el que escribía entonces el fogoso Reynaldo Chacaltana, se banderiza francamente por la candidatura de Manuel Pardo, y El Nacional proclama el principio civil, pero simpatizando con don Manuel Toribio Ureta, quien establece tribuna propia de defensa en La República (1871-72). De ese año es también La Sociedad (1870-1880), intransigente órgano conservador, heredero de las tradiciones del atrabiliario Católico (1855-60) de don Bartolomé Herrera; terco periodismo al margen de la vida" que continuara El Bien Social (1896-1912) y los diarios arbobispales (La Unión, 1913-18, y La Tradición, 1919-21). La Sociedad, que se despojó de todo interés al declararse, desde su primer número diario ortodoxo y conservador, estuvo redactado en sus comienzos por un distinguido grupo conservador: Varela, Panizo, Calderón; al que sucedieron en la dirección los clérigos Tovar y Obin. La primera campaña de La Sociedad, en 1871, oponiéndose a la celebración del aniversario de la toma de Roma por los italianos, produjo un mitin popular, una sableadura y una vibrante campaña de prensa. En La Patria (1871-82), fundada por don Tomás Caivano para servir los intereses de la colonia italiana, la pluma de don Eugenio María Hostos, el gran centroamericano entonces huésped nuestro, escribió los más vigorosos y arrebatados panfletos que se hayan lanzado contra el fanatismo religioso. "Esos torpes" se titula un editorial ferviente. La Patria cambió ese mismo año de dirección, la que asumieron sucesivamente Federico Torrico, Pedro A. del Solar y José Casimiro Ulloa. La Patria fue tenaz enemiga de la administración Pardo, combatida por Piérola en la prensa y en la acción.

La oposición a Pardo y al civilismo es violenta. El Cascabel suma agudezas e injurias contra el presidente y sus ministros. Aramburú funda entonces, con Manuel M. Rivas, Ricardo Dávalos y R. Chacaltana, La Opinión Nacional (1873-1913), cátedra desde entonces de su idealismo combativo al par que tolerante y de altivez periodística. Bajo el gobierno de Pardo se establece el servicio cablegráfico, que agrega un nuevo interés a la información de los diarios. El Comercio, dirigido por Miró Quesada y Carranza, resiste la fuerte competencia de El Nacional y La Opinión Nacional, ensancha sus secciones y renueva sus antiguas maquinarias.

En los preludios angustiosos de la guerra, los diarios traducen la enorme palpitación colectiva. Los editoriales de Aramburú –uno, sobre todo, titulado Reminiscencias, de 21 de Julio de 1879– condensan la álgida emoción de la muchedumbre patriótica, denuncian la alevosa preparación del agresor rapaz y sueñan inútil y generosamente en convertir su odio en proyectiles. Miró Quesada va a Panamá en búsqueda leal de armamentos para su patria adoptiva. La prensa, fervorosamente unida, mantiene la alucinada esperanza del triunfo, aun después de Angamos y de Arica, hasta que la derrota llega a las puertas de Lima. .

La dictadura de Piérola promueve un conflicto periodístico por el que resultan presos los directores de todos los diarios limeños. Con idéntica firmeza se niegan todos a satisfacer los caprichos del dictador. La invasión abre en seguida un paréntesis duro para el periodismo. Una Patria suplantada por los chilenos agrega una nueva nota de oprobio a sus ruindades.

Inaugurada la paz con el tratado de Ancón, reaparecen El Comercio, El Nacional y La Opinión Nacional, a quienes incumbe el grave deber de la reconstrucción. El moderado gobierno de Iglesias es combatido prudentemente por El Comercio y apasionadamente por La Tribuna (1878-85) de don José Casimiro Ulloa y por El País (1884-1902), órgano del partido demócrata. El Bien Público (1883-91) toma la defensa del gobierno, y La Opinión Nacional busca inútilmente la conciliación.

El País, dirigido por don Julio Hernández, afirma desde entonces el prestigio luchador de los diarios demócratas, apasionados por su caudillo romántico, con un entusiasmo que las prisiones, los ataques de la gendarmería y las largas clausuras no hacen sino redoblar, enardeciéndolo. El País tiene que cerrarse, bajo Iglesias o Cáceres, el 30 de Junio de 1885, el 30 de Septiembre de 1886 y el 5 de Abril de 1890, al mismo tiempo que el jefe demócrata es desterrado o preso. El 12 de Junio de 1895, reanuda su porfiada campaña y, conseguido el éxito de su caudillo, prolonga tranquilamente su existencia hasta 1902. En 1910 lo revivirían honrosamente por unos meses Luis Femán Cisneros y José María de la Jara. En la redacción del antiguo diario demócrata se distinguieron, además de Hernández, Manuel J. Obin, Fernando Gazzani, Joaquín Capelo y Ricardo Becerra, escritor colombiano.

La campaña periodística contra Cáceres es violenta, llegando a enlodarse en el pasquín y en la velada diatriba del honor privado.

El Diario (1883-1893), La Opinión Nacional, El Nacional, defienden ardorosamente al héroe de La Breña. Abundan los nuevos diarios: La Nación (1887-92), El Perú (1886), La Época (188'7-88), La Integridad, de Abelardo Gamarra, que continúa hasta hoy; los órganos oficiosos El Sol, bermudista, redactado por don Carlos Paz Soldán, y El Constitucional, partidario de la candidatura de don Francisco Rosas, en el que escribía el doctor Alejandro O. Deustua.

El gobierno de Piérola (1895- 99), combatido en sus comienzos por La Opinión Nacional, no tiene ningún opositor encarnizado en el periodismo. Causa de su proficua administración la moderación de la prensa, o la conformidad de ésta consecuencia del buen gobierno, el periodismo concedió durante estos años un saludable descanso a sus discordes pasiones, cuyo rencor se mitigó desde entonces.

No es posible cerrar este período sin hacer un recuerdo de la típica figura del gacetillero en la redacción de los diarios. Especie de redactor de pelea (el fighting editor de los norteamericanos), encargado de la crónica local, en la que entonces se involucraban todos los aspectos de la vida diaria, debía ser al mismo tiempo reportero policial, crítico teatral, literario y taurino, cronista social y comentarista político; y cargar, encima de todo esto, una competente dosis de buen humor para hacer reír a los lectores a base de cualquier suceso inexplotable. Simón Camacho, gacetillero de La Opinión Nacional ha hecho un retrato, indiscutiblemente autorizado, del género.

Los más célebres gacetilleros de la época fueron Ramón Rojas y Cañas, "el criollo de más ingenio" que conoció don Ricardo Palma; Juan de los Heros, con sus Ensaladas y Pucheros; Pedro Antonio Varela, "el chico Terencio"; Julio Jaimes, "don Javier de la Brocha Gorda"; Simón Camacho, "el Nazareno"; Flores Chinarro, en El Comercio; Trinidad Fernández, en el "Mosaico" y el "Gacetín" de El Tiempo, de 1864; "El Tunante", con sus" Rasgos de pluma", en El Nacional; y el célebre "Murciélago" con sus "Aletazos" políticos y literarios. El gacetillero, que representó la intromisión del periodismo satírico en los diarios, desaparece con el periodismo moderno, que dispersa en múltiples secciones las tareas encomendadas antes a un solo ingenio feraz.

EL PERIODISMO MODERNO

De los años finiseculares data la transformación y el ensanchamiento de nuestros diarios. A la hoja sostenida por el álgido interés político, por la generosa convicción partidarista y la colaboración grata, sucede la empresa comercial que paga el trabajo intelectual, fomenta la réclame, aumenta los tirajes y las informaciones y rebaja el precio del periódico.

El Nacional es adquirido por la firma Canevaro. La Opinión Nacional se convierte en una fuerte empresa tipográfica. El Tiempo, fundado en 1895 y dirigido desde 1898 por Alberto Ulloa, periodista luchador y valiente, heredero de las viejas gallardías demócratas, se une en una poderosa sociedad mercantil con La Prensa, fundada por el espíritu progresista de don Pedro de Osma, en 1903. Gracias a una fuerte inversión de capitales, La Prensa adquiere grandes y modernas maquinarias y construye un magnífico edificio. El nuevo diario amplía y diversifica las secciones informativas, ofrece nuevas dedicadas al comentario político, que prestigian al poco tiempo La Jara, Cisneros y Yerovi; publica ediciones en colores, ofrece abundantes fotograbados y aumenta el número de páginas a 12, 16, 20 y 32. Económicamente, reduce a dos centavos el precio del periódico y establece el aviso económico. La fuerte y activa competencia de La Prensa sólo es soportada por El Comercio, el que sostiene por algún tiempo una costosa rivalidad en el servicio cablegráfico con el nuevo diario, importa linotipos y concede igual amplitud a sus servicios informativos. Ambos diarios transforman el periodismo.

La antigua gacetilla se fracciona en veinte secciones diversas: el comentario político aparte del editorial, la crónica, el comentario, el cable, la vida social, la de palacio, la universitaria, obrera, teatral, hípica, taurina, etc.

La información toma caracteres alarmantes. Se propaga la fiebre de la interview y se inventa un verbo imposible: interviewvar. La curiosidad reporteril resulta un vicio tolerado. Los hombres públicos se dejan sorprender por la indiscreción de los periodistas. La rígida intimidad limeña del hogar se trasluce al público. Las parcas notas sociales de antaño, al fallecimiento de alguna personalidad, se extienden. Adquieren un indiscutible interés público el constipado de alguna señorita que no recibe a sus amigas y la lista de asistentes a algún ágape aburrido. La noticia de un crimen pasional con disparo y billete póstumo, o de un incendio casual, se escribe en capítulos, con prólogo, antecedentes y desenlaces. Las mociones de las sociedades obreras y estudiantiles cesan de redactarse para los archivos, solicitadas por la publicidad.

La biografía de la tonadillera y la llegada del torero ocupan varias columnas. Junto a esta prodigalidad periodística, la réclame comercial crece indefinidamente, engañando la atención escarmentada con nuevas e ingeniosas atracciones. Surgen especialistas para todas las informaciones: el comercial, que sabe cada diez minutos el alza y baja del cambio; el hípico, docto en tiempos, pesos y pedigrees; el taurino minucioso y entusiasta registrador, bajo el título de "Oro, seda y caireles", u otro por el estilo, de los molinetes, verónicas, ayudados y pases con la derecha y la izquierda, de cualquier fenómeno del redondel; el policial, que adapta a cualquier suceso este par de títulos de su exclusiva: "Reyerta sangrienta" o "Suceso desgraciado"; el palaciego, encargado de comunicar con qué personas almuerza el jefe del estado; y el obrero, anunciador de veladas, y el universitario, que consigna a diario un grado notable y una tesis sobresaliente.

El interés de estas múltiples noticias nimias reemplaza, pero no desaloja, el interés por las noticias políticas. La Prensa adquiere su vasta popularidad por la información política de La Jara, los Ecos festejadísimos de Luis Fernán Cisneros y por los vibrantes editoriales de Ulloa. Rezago del arrogante periodismo demócrata de otros días, La Prensa contradice la índole de la moderna empresa comercial con sus imprevisoras rebeldías.

Atacado varias veces el local de su redacción, supo repelerlos con valentía. Preso Ulloa en 1908 por el gobierno de Pardo; por el de Leguía en 1909, a consecuencia de la revolución del 29 de Mayo; en 1914, por Billinghurst; la simpatía pública le saludaba emocionada cuando volvía a ocupar su cátedra viril, no con el conforme "como decíamos ayer" del fraile paciente sino con la frase intrépida y resuelta, encendida en un nuevo apóstrofe gallardo.

De 1908 a 1912 surge El Diario, órgano oficial en el que brilló la prosa castiza de Castro Oyanguren, primer director de La Prensa. En 1913, Juan Pedro Paz Soldán publica La Nación (1913-14) que reveló un atinado sentido periodístico e importó algunas innovaciones. La Patria (1914-15) y El Día (1917), periódicos de la misma índole gubernativa, subsistieron al par que los gobiernos a que servían.

En 1912 comenzó a publicarse La Crónica, que subsiste hasta hoy, orientada hacia la información gráfica. Dirigida por un vigoroso periodista, don Clemente Palma, y por José Gálvez, que la fundara con aquél, contó un tiempo con las sabrosas crónicas limeñas de Picwick –seudónimo de Gálvez– que hoy van a ser reunidas en un libro jugoso. En 1915, don Aléjandro O. Deustua dirigió La Época, defensora del movimiento a favor del sufragio de esos días. Y en 1917 apareció El Perú, dirigido por don Víctor Maúrtua y Luis Fernán Cisneros, al que siguió Excélsior, de los mismos; ambos, diarios de sugestiva lectura. De 1917 es también El Tiempo actual, opositor a la administración de Pardo a la rancia manera del año 33. El año 1911 se fundó un diario obrero, La Acción Popular, cuya publicación duró dos años. En 1919, Octavio Espinosa dirigió La Actualidad.

Deben agregarse a esta lista las publicaciones que representan a las colonias extranjeras, entre las que han sido las más importantes: La Voce d'Italia (1908-18), de don Emilio Sequi; The West Coast Leader (1912 hasta hoy); L'Italiano (1915-19), y L'Alliance (1915).

De los hombres que han sobresalido en el diarismo y que no han cabido en la anterior relación, merece hacerse algunas menciones detenidas. El periodismo doctrinario contó entre sus próceres a don Francisco de P. Vigil, desde el año 30 empeñado en un sectario soliloquio de derecho canónico y doctrinas regalistas. El más notable de los periódicos de Vigil fue El Constitucional (1858), en el que con José Gálvez, Benito Laso, Francisco Javier Mariátegui e Ignacio Novoa, defendió la intangibilidad de la Constitución de 1856.

Tendencia parecida a la Vigil representó don Francisco Javier Mariátegui, impugnador violento de mitras y bonetes. Don Manuel Lorenzo Vidaurre fue obsesionado publicista divulgador de sistemas políticos y penales. Don Juan Francisco Pazos brilló en El Liberal (1867) y El Nacional. El doctor Melitón F. Porras, redactor principal de El Comercio de 1889 a 1981, se distinguió por sus artículos de política internacional, iniciación reveladora que le llevó a ocupar pocos años más tarde la cartera de Relaciones Exteriores en el primer gabinete de Piérola. En la dirección de El Comercio, el doctor Antonio Miró Quesada reemplazó a su padre, acreditándose como periodista hábil y dialéctico. A principios de siglo, un exaltado periodismo radical surge alrededor de González Prada, publicándose La Idea Libre (1900-903), El Libre Pensamiento (1896-903) y Germinal (1904-06), tan ineficaces como las anteriores hojas sectarias.

Entre nuestros periodistas contemporáneos se destacan, a más de los ya citados algunas vez, Enrique Carrillo, cronista exquisito; Luis Varela Orbegoso (Clovis), croniqueur espontáneo y ameno en su "Hora actual" de El Comercio; Ezequiel Balarezo Pinillos, comentador elegante y sutil de la "Perspectiva diaria" de La Prensa; Oscar Miró Quesada, periodista cultísimo, de variada y simpática personalidad; Ladislao Meza, fuerte y original temperamento de escritor; Félix del Valle, poseedor de un fino espíritu, y César A. Ugarte (Marco Antonio), que "firmó algunos excelentes artículos en El Perú (1917) .

Entre los cronistas taurinos más populares, imposible olvidarse de ese periodista nato que es Julio Portal (El Tío Cencerro).

José Carlos Mariátegui, César Falcón, Humberto del Aguila, Ricardo Vegas García, Edgardo Rebagliati, Luis Alberto Sánchez, son brillantes renuevos de la generación joven.

Esta, la rápida e incompleta reseña de nuestros diaristas y de nuestros diarios, muchos de los cuales no he podido leer detenidamente en mi atropellada documentación de veinte días en la Biblioteca. Nacional, cuya colección se halla incompleta, e indecentemente mutilada en las partes de mayor interés. Seguro como estoy de haber incurrido en omisiones o errores, acepto de antemano todas las rectificaciones autorizadas.

LAS REVISTAS LITERARIAS Y CIENTIFICAS.-LAS REVISTAS GRAFICAS

Las revistas de carácter histórico, literario y científico tuvieron corta duración entre nosotros. El más lejano ejemplo es el del Mercurio Peruano, que debe considerarse como tal por la índole de sus estudios.

Fueron estas revistas obra de algunos cenáculos de intelectuales entusiastas cuya cultura estaba en completa disonancia con el medio. Sobraban siempre colaboradores gratuitos pero faltaban suscritores. Los escasos y decorativos con que solían adornarse muchas de ellas, se dispensaban de la lectura para ocuparse únicamente de la encuadernación. La inofensiva manía coleccionista y el entusiasmo abnegado y gratuito de los redactores prolongaron la vida de muchas de nuestras publicaciones intelectuales.

El ensayo de revista de esta clase, más antiguo dentro de nuestra vida republicana, corresponde a la Crónica política y literaria de Lima, publicada el año 1827 y que contiene un material literario apreciable y de buen gusto. La Crónica fue, seguramente, obra de Pando.

En 1841, merece citarse El Instructor Peruano "gabinete curioso de literatura y ciencias naturales", que presenta algunos interesantes artículos históricos. Continúan esta tendencia El mapa político y literario en 1843, redactado por don José María Córdova y Urrutia, y El Faro Militar (1845-46) de los coroneles Antonio Plascencia y G. Angulo. El año 1847 se publica El Ateneo Americano, de literatura, ciencias, artes y oficios.
La más notable de nuestras revistas literarias fue La Revista de Lima, la obra seria y serenada de la traviesa bohemia de don Ricardo Palma.

La Revista de Lima publicó, de 1859 a 1863, las primeras obras de aquellos ingenios. Su prestigio está dicho con anunciar que allí vieron la luz tradiciones de Palma, de Lavalle y de Camacho; versos de Pardo, de Salaverry, de Cisneros, Márquez y Paz Soldán; artículos de José Casimiro Ulloa y de Manuel Pardo, Luciano Cisneros, García Calderón y Francisco Laso. Directores de La Revista de Lima y los más acordes con el espíritu de la publicación fueron don José Antonio de Lavalle y don José Casimiro Ulloa. Lavalle tuvo una aptitud especial para el ensayo histórico corto y sugestivo que, sin llegar a la amenidad chispeante de las tradiciones de Palma, realzaba la visión histórica con simpática galanura.

Ulloa escribió la crónica política quincenal, siempre interesante, sobria, y precisa en el comentario sagaz. Camacho y Palma representaron el inagotable buen humor criollo, tocándole al segundo escribir el epitafio de la revista, siempre por escaseces económicas.

El Ateneo de Lima (1863), La Aurora del Rímac (1865), La Alborada (1874-75) redactado por las señoras Orbegoso, Eléspuru y Gorriti, y El Album (1874) de las Gorriti, Jaimes, Amézaga, Carbonera, Orbegoso y Plascencia, no tienen la importancia de La Revista de Lima.

La segunda revista (1873) de este nombre hereda el título, pero no el interés, de la revista de Lavalle y Olloa.

El Correo del Perú, publicado por don Trinidad Pérez (1871-76) logró reunir las mejores colaboraciones de su tiempo, esforzándose en la presentación gráfica, por la que mereció ser premiada en la exposición peruana de 1872.

Pero hay que llegar a La Revista Peruana (1879-80) para encontrar un esfuerzo digno de La Revista de Lima.

La Revista Peruana es la obra de un historiador probo y laborioso, infatigable en su vocación por la Historia, don Mariano Felipe paz Soldán. A su lado colaboran antiguos redactores de La Revista de Lima: Palma, Ulloa, Lavalle, y nuestros más significados eruditos: Mendiburu, Patrón, González de la Rosa, José Toribio Polo, Torres Saldamando, Coronel Zegarra, el propio Paz Soldán y su hijo don Carlos. Lorente publica allí su mejor obra histórica.

La obra de la Revista Peruana es inapreciable para los historiógrafos, a pesar de que no alcanzaron a publicarse sino cuatro tomos. La paciente y abnegada labor de Paz Soldán descuella sobre todas. Su índice de publicaciones periódicas del Perú desde el año 1790 al 1879 será de una enorme utilidad para los historiadores del periodismo y de la política patrios. Por mi parte, le rindo aquí mi homenaje de gratitud indispensable.

Los Anales del Club Literario de Lima (1873-74-75-76 y 85), que contienen apreciables escritos, no tuvieron una vida organizada y periódica. Perlas y Flores (1884-86) se llamó, en sus dos primeros años de vida, El Perú Ilustrado, revista literaria (1887-92) con marcada tendencia gráfica y comercial, que concentra la abundante producción literaria de aquella época de nuestras letras en que subsisten todavía algunos románticos de 1848 y se inicia una joven generación de dispersas inclinaciones. .

El Perú Ilustrado fue dirigido algún tiempo por doña Clorinda Matto de Turner y contó con el inapreciable concurso de un laborioso dibujante y grabador, don Evaristo San Cristóval, cuya obra gráfica y nacionalista es muy meritoria.

El Ateneo de Lima, publicación del tipo de la Revista de Edimburgo y de la Revue de Deux Mondes, que introdujo entre nosotros La Revista de Lima, sirvió de órgano al círculo literario denominado El Ateneo de Lima, que presidió don Eugenio Larrabure y Unanue, y del que fueron vicepresidentes Prada y Rosell.

El Ateneo, a partir de 1886, publicó 8 tomos que contienen colaboraciones de interés y muchas reproducciones de los artículos de la Revista de Lima.

De 1890 a 1891 es la Ilustración Americana, apreciable revista literaria y gráfica.

La Neblina (1896-97) y La Gran Revista (1897) son las revistas de la generación de Chocano. La Neblina se inició exhibiendo en su carátula un romántico manifiesto literario en forma de decálogo en el que se pretendía realizar la unión de romanticismo y realismo, uniendo a Hugo y Zola en un mismo culto contradictorio. La Gran Revista trae en sus páginas los ecos de la coronación de Cisneros, iniciada por Chocano.

Un segundo Ateneo (1899-1906), del que formaron parte Javier y Mariano Prado, Deustua, Cornejo, Patrón, Amézaga, Chocano y Clemente Palma; en que colabora García Calderón, F. Riva Agüero publica un ensayo revelador y Gálvez se inicia líricamente; soporta en los últimos años algunos "opúsculos" interminables.

Lima Ilustrado (1898-903), Novedades (1903-05), Actualidades (1904-07), dirigida por L. F. Cisneros, Octavio Espinosa (Sganarelle) y Andrés A. Aramburú (hijo), son las mejores revistas ilustradas hasta la aparición de Prisma (1906), a la que sucede Variedades, semanario político y gráfico dirigido hasta hoy por Clemente Palma, editorialista enérgico, y que algunos años prestigiaron Gálvez, con sus curiosas informaciones, y con su dirección artística Teófilo Castillo.

Contemporáneos (1909), revista de letras, reune a la generación de 1908. Ilustración Peruana, magazine literario al estilo de Prisma, se publica de 1909 a 1912.

De nuestros días son: La Opinión Nacional (1914), dirigida por don Andrés Aramburú, actual director de Mundial; Cultura, de Enrique Bustamante y Ballivián; Colónida, la original revista de Valdelomar que reveló a Eguren; Mundo Limeño (1917); Familia (1919), de María Wiesse; Stylo (1920), cuya dirección artística tiene Carlos A. Raygada; la Revista Histórica (1906-1921), de don Carlos A. Romero; Hogar (1919-21); Mundial (1919), y Mercurio Peruano (1918), obra de Belaúnde que sigue la honrosa tradición del primer Mercurio Peruano y de La Revista de Lima, cumpliendo el viejo lema de aquél: Multa renascentur quae jam cecidere.

De vida más segura y constante son las revistas que sirven de órgano a las instituciones académicas, tales como los viejos Anales Universitarios, de Paz Soldán, Ulloa y Ribeyro, transformados desde 1906 por don Luis F. Villarán en la Revista Universitaria, órgano de la Universidad Mayor de San Marcos y aspiración última de bachilleres y doctores con tesis inéditas; el respetable Boletín de la Sociedad Geográfica, la Revista del Archivo Nacional.

Las revistas científicas tienen un largo abolengo. Figuran a la cabeza de las publicaciones médicas los nombres de José Casimiro Ulloa, incansable promovedor y sostenedor de ellas, y los de Avendaño, Odriozola y Aljovín; y, al frente de las jurídicas, los de Manuel Atanasio Fuentes, Miguel Antonio de la Lama y Paulino Fuentes Castro. Las más notables de las primeras son: La Crónica Médica (1884), órgano de la Sociedad Fernandina, cuya más entusiasta dirección corresponde al doctor Leonidas Avendaño; El Monitor Médico (1855.99); La Gaceta de los Hospitales (1903-11), de Aljovín; La Reforma Médica (1915-18), de C. E. Paz Soldán y de Caravedo; La Revista de Psiquiatría, (1918), de Valdizán y Honorio Delgado; y los Anales de la Facultad de Medicina (1918), órgano de esta escuela.

Entre las más connotadas publicaciones jurídicas, se cuentan: La Gaceta Judicial (1858-60-62-74-75), que reunió los ilustres nombres de Toribio Pacheco, Luciano Benjamín Cisneros, José Antonio Barrenechea, J. Simeón Tejeda, Jorge Loayza, Ramón Ribeyro, Luis A. Albertini, Gabriel Paredes y Manuel A. Fuentes; El Diario Judicial, testimonio desde 1890 de la constancia del doctor Fuentes Castro; El Derecho (1885-907), órgano del Colegio de Abogados, dirigido por el doctor Miguel A. de la Lama, y al que reemplaza la Revista del Foro (1914).

Las ciencias naturales y matemáticas han tenido sus representantes en la Revista de Ciencias (1897-913) y La Gaceta Científica de la Sociedad Amantes de la Ciencia (1884-903). El nombre de Villarreal sobresale en ellas.

Los títulos revelan la índole de las siguientes publicaciones: El Economista (1895-902); El Auxiliar del Comercio (1901-08); El Financista; El Boletín de la Sociedad Nacional de Agricultura (1898-05); El Agricultor Peruano; La Riqueza Agrícola (1912-13); La Agricultura (1915-19).

La más antigua revista hípica es El Turf (1914). Las revistas taurinas han sido numerosas.

Entre los exponentes de la cultura del proletariado merece citarse El Obrero Gráfico (1920), órgano de la Federación Gráfica del Perú.

LOS PERIODICOS SATIRICOS

Mejor acogida que las revistas eruditas tuvieron siempre, a través de toda nuestra vida republicana, los periódicos satíricos. Bajo los más extraños nombres que un capricho repetido hace recorrer toda la escala zoológica, mantienen todos un mismo malicioso espíritu inalterable.

Hay algunos cuyo solo nombre hace reír; tales: El Hijo de su Madre, El Volantuso, Los coscorrones de pluma, El coco de Santa Cruz, El Negro, El Fraile, El Burro.

Fueron los periódicos satíricos la expresión exacta de un momento político y social. Tradujeron la anarquía y la indecisión de una época agitada. Correspondieron en la literatura a lo que en la política eran entonces las montoneras. Fue, en cierto modo, el de nuestros periódicos satíricos un montonerismo literario.

Como las montoneras, surgían de improviso; atacaban aisladamente, sin concierto alguno, con el único propósito de desorganizar. Imponían a la curiosidad pública el cupo indispensable de su lectura, y se disolvían, ya por un acto de fuerza del gobierno ya por un gesto de liberalidad sustentado en las arcas fiscales.

Como las montoneras, fueron la expresión de un hosco individualismo. El periódico satírico giraba generalmente alrededor de un solo escritor a cuyo ingenio y audacia se debían todas las secciones del periódico, desde el editorial reflexivo y patriótico hasta el chisme insidioso y alegre.

Suprimido este personaje, por la fuerza o por el oro, acababa la vida de la hoja; como en las montoneras, desaparecido el caudillo fracasaba la rebelión.

Aparecían en los momentos de crisis y contribuían, con un apodo o una letrilla sediciosa, a la derrota de un gobierno o a la caída de un ministerio. Logrado su objeto, desaparecían, para resucitar en breve, bajo otro nombre y con otra nueva, y generalmente contradictoria, bandera. El Cometa se llamó el primero de ellos. Del Cometa tendrían todos los subsiguientes periódicos satíricos la fugacidad y la incandescencia.

Cuando un periódico oposicionista se mostraba inquebrantable en sus convicciones, le nacía de repente un antagonista frenético o una familia contradictoria. Los nombres denunciaban la sorpresiva aparición. De pronto surgía un Cernícalo persiguiendo a la cotorra, El loco contra el loquero, el Anti-Argos, El Anti-Ramalazo o la Contra-Tunda. El caso de la familia era algo más grave y les sucedió al Papagayo Hablador, al que le surgieron un Primo del Papagayo respondón y un Verdadero Primo del Papagayo, haciendo una algarabía imposible; y al Montonero, que tuvo que sostener una polémica familiar y romper no pocos platos con El Hijo del Montonero, La Madre del Montonero y El Tío del Montonero (1834). El Gobierno tomaba no escasa parte en estns diabólicas publicaciones llegando, urgido por su instinto de conservación, a suplantar el nombre de algunas hojas oposicionistas publicando El Cascabel (1873) contra El Cascabel (1873), Don Lunes contra Don Lunes (1919), el mismo día, con el mismo formato y secciones que aquéllas, ante el público desorientado.

Las características predominantes de los periódicos satíricos fueron su volubilidad y su injusticia, de las que el público les absolvía en gracia a su constante agudeza. Muchos erraron en la grosería y la diatriba y, escasos de gracia, usurparon el título de periódicos satíricos cuya única y comprobada legitimidad fue siempre la risa de sus lectores.

Los más, cercanos antepasados –prescindiendo de las coloniales décimas de los repentistas agudos, y de los pasquines rimados– fueron los listines de toros. El más célebre compositor de ellos, don José Joaquín Larriva, doctor en malicia y clérigo trashumante, es también el primer periodista satírico. Sus burlescas hojas El Cometa, El Investigador, El Nuevo Depositario, El Atalaya contra vitalicios, El Fusilico, acreditan el género.

Desde los días de la independencia se propaga el germen risueño y contagioso. La Cotorra (1822) hace una jocosa parodia de las fiestas con que se celebró el aniversario de la patria nueva y que inaugura la pantomima burlesca.

Aquella risueña costumbre de los motes que en la Colonia bautizaban a un Virrey a raíz de sus primeros actos en el gobierno, con tal constancia que podrían inscribirse sin solución de continuidad al pie de la colección de sus retratos, subsiste en la República.

Los periódicos satíricos se encargan de continuar la galería burlesca. Su arma predilecta son los apodos. Cuando un periódico satírico consigue asentar con la popularidad uno de sus motes ofensivos, es la señal que anuncia la caída de un ministro o la inseguridad de un régimen. Otra táctica, supletoria de la anterior, se ensaña contra los defectos físicos de los gobernantes. Una nariz deforme es el crimen más censurado de un presidente y una excesiva carnosidad el peor decreto de un ministro de Hacienda. Merece hacerse un recuerdo de esta historia malévola. A Gamarra, sus nombres adoptivos le recuerdan su origen quechua: Agustín Quispe, Agustín Mamani; otros, más graves, ultrajan a doña Pancha, La Mariscala. A Orbegoso, lisonjeado por las tapadas y mimado por las monjas, le ponen, a iniciativa de El Hijo del Montonero, un limeño sobrenombre: El Señor de los Milagros.

A uno de sus consejeros, enfermo de la piel, le otorgan el título de Príncipe de Sarnacia. Jetis Kan es el nombre de guerra impuesto a Santa Cruz en honor a sus labios, inspiradores de unas chistosísimas Meditaciones sobre la jeta, de don Felipe Pardo.

Al propio Pardo, Ministro de Estado, no le abandona el alusivo mote de Bernardito, que le obsequiara Larriva en una polémica. Castilla tiene los expresivos nombres de El General de las botas y Ramón Cascarilla, que le dan La Guardia Nacional y El Zurriago. "El Murciélago", humorísticamente bautizado por él mismo, se prosterna graciosamente ante el milagroso "San Ramón" –el Libertador de 1855– para pedir, en una letanía jocosa: "un poco menos de libertad, que no haría gran falta que digamos". Cambiando el tono, pero jugando con la misma palabra, exclama al abolirse la esclavitud de los negros y producirse las primeras licencias de éstos: "¡Oh, qué libertad tan negra!" El Cascabel, travieso opositor de la administración civilista de 1872, la bautiza con el nombre de "la argolla"; El Chispazo, del cáustico Juan de Arona, ataca a Morales Bermúdez llamándole a todo trance "el honrado y valiente presidente".

En este corto recorrido han surgido los nombres de los más festejados periódicos satíricos. En 1840, don Felipe Pardo abre un paréntesis a nuestra porfiada sátira política y escribe, a la manera castiza de Larra, un periódico de costumbres, El Espejo de mi tierra, que dio vida imperecedera al "niño Goyito". Segura, más cerca de la manera de Fray Gerundio, le imita en El Cometa. Después de esta tregua, la guerrilla política vuelve a levantarse en armas. El Murciélago alcanza a zaherir a las dictaduras de Piérola y al invasor chileno. La Neblina, de Blume y Velarde, revive con un ingenio irónico y paradoja! la antigua risa criolla. La sigue Monos y Monadas, que innova en la caricatura con Málaga Grenet; Don Lunes, animado por la musa ligera de Luis Fernán Cisneros y que continúa, en una época agresiva, Humberto del Aguila; Rigoletto, de Yerovi, y, a pesar de sus invectivas, El Mosquito de nuestros días, que alegraban la vena satírica del cojo Alcorta: cojo y mordaz el último como el primer periodista satírico, el cojo Larriva de las redondillas y las improvisaciones de café.

ANECDOTAS Y POLEMICAS. LA ACCION DEL PERIODISMO

De la ininterrumpida polémica y la constante aventura que fue nuestro periodismo, que dan recuerdos sonrientes y honrosas tradiciones. Entre los primeros, debe contarse la historia de nuestras polémicas, porque las hubo muy jocosas y agudas, llenas de peripecias, de sustos y carreras y con el indeclinable desenlace violento. Las sostenidas por don Felipe Pardo contra Larriva o contra Soffia son las más notables por el ingenio y por la cultura del ataque. José Arnaldo Márquez se batió también en verso jocoso con Juan de Arona, quien desde entonces no le llamó sino " Asnaldo". Los más perseguidos por las polémicas fueron, naturalmente los periodistas satíricos. En general, su agudeza estuvo en razón inversa de su valor y en razón directa de la agilidad de sus piernas. Ramón Rojas y Cañas, agredido por un señor Elías en la calle del Arzobispo, Adolfo Valdez, redactor de El Cascabel, y "El Murciélago" son los más célebres tundidos que ha habido en Lima por asuntos de prensa. A don Manuel Amunátegui se dice que le golpeó don José Balta, en el despacho presidencial, a causa de un comunicado.

La tradición honrosa del periodismo la sustenta una larga lista de diarios clausurados, de periodistas y editores encarcelados, al amparo de nuestra inofensiva ley de imprenta.

Figura clásica de nuestro periodismo fue don Andrés Avelino Aramburú. Fue uno de nuestros pocos periodistas, el único acaso exclusivamente periodista. Periodista de vocación, por su cultura ágil, por su verbo fluido y elegante y porque se entregó entera y noblemente a su tarea. Una anécdota guardada con respeto en esta casa de Mundial que él fundara y para la cual viviera, demuestra cómo entendía él la ardua y abnegada profesión del periodismo. Preso Aramburú como redactor de El Nacional y amenazado con la muerte por la desenfrenada soldadesca de los Gutiérrez, don Manuel Pardo, candidato entonces a la presidencia con la oposición del gobierno, le envió una tarjeta preguntándole qué podía hacer en su auxilio. Al reverso del ofrecimiento salvador, Aramburú escribió estas palabras sugerentes: "En todas las batallas hay muertos y heridos: los muertos, a la tumba; los heridos, a la ambulancia. El General en jefe sólo se preocupa de vencer". Y se quedó en la cárcel. Así, sonriente y galano, con su inmarchitable ramillete de violetas en el ojal, este periodista aristócrata afrontaba las acechanzas del peligro. Altivo en el cumplimiento del deber, no lo era menos en la exigencia de sus derechos y en el celo de su fuero periodístico. En 1896 se le apresa por una publicación y se le somete a la jurisdicción ordinaria. El periodista se defiende en la tribuna con la misma gallardía que en los editoriales, pidiendo el sometimiento de su causa al jurado de imprenta. Se le niega ese derecho y sólo cuando la opinión pública reclama imperiosamente su libertad se le absuelve con un auto compasivo. Entonces, el periodista provoca al gobierno una situación difícil y original: se niega a salir de la prisión mientras no se le juzgue en forma y se pruebe claramente la honradez de su conducta. El gobierno se ve en el caso de echarlo por la fuerza de la cárcel.

Caso sorprendente de fecundidad es el del doctor José Casimiro Ulloa, quien, urgido por diversas publicaciones, dictaba a un mismo tiempo varios artículos sobre medicina, historia o política. Su hijo don Alberto dictaba a veces por teléfono, desde el Barranco y a altas horas de la noche, en que se desocupaba, sus vibrantes editoriales de La Prensa.

Después de hacer este recorrido apresurado de nuestra historia periodística, demasiado largo en algún sentido, demasiado corto en otro; deteniéndome, acaso injustamente, en algunas épocas; pasando sobre otras como con las botas del gato del cuento, que devoraba leguas, llega el momento de las preguntas o, más bien, de las respuestas comprometedoras. ¿Realizó nuestro periodismo una acción eficaz y civilizadora o fue, por el contrario, su obra perniciosa? Sin entrar en el análisis de sus defectos, de sus apasionamientos y de sus desviaciones, del abuso constante que hizo de las palabras engañosas y de las supersticiones democráticas, de su constante colaboración en nuestro desorden, no puede negársele su esfuerzo en pro de la libertad.

Ala y verbo del espíritu democrático, las primeras gacetas son el alborotado anuncio de la independencia. En las primeras décadas de nuestra vida republicana, cuando la anarquía y la dictadura se turnan en el gobierno, son las hojas periódicas las que defienden, junto con la ambición de un caudillo, el espíritu democrático en peligro. Iniciadores de conflictos imaginarios en todas las épocas, denunciadores de peculados imaginarios o vergonzosos, alentadores del desorden disfrazado de rebeldía y de la codicia vestida de patriotismo, los periódicos realizaron, sin embargo, una obra venturosa.

No importa que la historia les inculpe el que los dos más fecundos gobiernos de ella, los de Casti1la y Piérola, sean los que no permitieron o no sufrieron los desbordes injustos de la prensa. Por sobre todas las inculpaciones ajenas y los propios errores, un solo esforzado mérito vale para redimir a nuestro periodismo y deberle homenaje de prelación en esta fecha epónima: su obcecado amor por la libertad.


* Publicado en Mundial, número extraordinario del 28 de julio de 1921.
** Impreso al revés en el original.

El Reportero de la Historia, 10:56 a. m. | Enlace permanente |