Cátedra Raúl Porras Barrenechea

Blog-Homenaje a la memoria de Raúl Porras Barrenechea,
Historiador y Profesor de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos

07 junio 2006

Cómo trabajaba Raúl Porras Barrenechea

Por Félix Alvarez Brun

Raúl Porras trabajó incansablemente durante toda su vida. Desde el humilde puesto de amanuense en la Corte Superior de Lima, con cincuenta soles mensuales de sueldo, hasta el alto magisterio que significó su cátedra universitaria, también de menguado haber. Entre estos extremos fue profesor de colegio, “logógrafo” por largos años en la Cancillería, defensor incansable de nuestros derechos internacionales, investigador histórico fecundo, maestro de permanente consulta para sus amigos y alumnos, parlamentario y, finalmente, Canciller de la República.

El trabajo de Raúl Porras no fue, pues, igual en todos esos casos. Como escribiente en la Corte llenaba, página tras página, expedientes judiciales, con letra bastardilla y tirada. Esa letra clara, usada en la rutina curialesca, duró muchos años: los años juveniles. El tiempo que todo lo cambia, así como la curiosidad erudita de Porras, fueron motivos que dieron lugar a que después escribiese con letra pequeñísima; la que muchas veces es de difícil lectura. La necesidad imperiosa de atender a los gastos de su hogar, huérfano de padre por la muerte prematura de éste, le llevó a Porras a ganar aquel sueldo ínfimo y a entregar sus horas a tarea poco afín con su sensibilidad y espíritu.

Luego vino el tiempo del magisterio y en la enseñanza secundaria pasó momentos intensos durante más de quince años. Hubo época en que, echado del Ministerio de Relaciones Exteriores, Porras dedicó hasta cuarenta horas semanales o más a las aulas estudiantiles. Era pobre y tenía que vivir con la decencia y decoro que sólo podía proporcionarle su trabajo. Esos años fueron compensados, felizmente, por una honda satisfacción espiritual que sólo él podía tenerla, cual es de forjar, con clara conciencia del porvenir, a los hombres del futuro. El propio Porras, orgulloso de su labor docente dijo en solemne ocasión que esa larga etapa de profesor de segunda enseñanza fue compensada “por la siembra de vocaciones y de afectos, en los que, pese a la estrechez de las pensiones, gané más de lo que di, porque fue en la segunda enseñanza, que es la tarea más noble y fecunda de los maestros, donde aprendí todo lo que sé, las bases de mi conocimiento histórico y de mi curiosidad intelectual”. He aquí el testimonio de un maestro que siente la enorme satisfacción y el más sincero orgullo de haber ejercido una función pedagógica, la más entrañable de su vida, en el pupitre escolar, donde se moldean las mentes y la conducta de los hombres para todo el resto de la vida.

En la Cancillería en la que pasó cuarenta años, interrumpidos por la incomprensión o la emulación de orondos dómines, fue el asesor indispensable e insustituible de muchos Ministros y altos funcionarios. Como Director del Archivo de Límites o de Relaciones Culturales, realizó obra patriótica, redactando alegatos, notas y demás documentos que fueron necesarios para la defensa de los derechos y soberanía del Perú. Esta ha sido, en la mayoría de los casos, obra anónima y sacrificada. En los archivos de la Cancillería queda la huella de esta labor fácilmente perceptible por el estilo vigoroso y diáfano de su pluma. Pero, aparte de esta función propia de su trabajo y de su preocupación peruanista, existe otra cantera de documentos que traen la firma de importantes funcionarios del Estado. Se había hecho cosa tradicional que Porras redactase los discursos oficiales y aún los particulares de cuantos Ministros llegaban al portafolio de Relaciones Exteriores. Desempeñaba el papel de “logógrafo” al servicio de quienes obtenían el favor político de una Cartera ministerial. Es también fácil reconocer algunos de aquellos elocuentes discursos, llenos de versación histórica y calidad literaria que fueron producto de su esfuerzo como funcionario disciplinado y atento a los requerimientos de sus superiores jerárquicos. En honor a la verdad habría que aclarar, sin embargo, que algunos Ministros le solicitaban su colaboración en este terreno, no porque les faltase cualidades para hacerlo, sino porque reconocían que Porras era un maestro inigualable para este delicado menester. En todos esos casos escribía a la medida del tiempo que disponía o de la circunstancia que el suceso le señalaba. Volcaba toda su facundia y gama cultural, sin tener en cuenta que era a otro a quien daría brillo el fruto de su trabajo. ¡Cuantos recibieron aplausos y encomios por discursos que no fueron el resultado de su inteligencia y cultura! En fin de cuentas, Porras lo entendía así, todo era en beneficio del prestigio y buen nombre del país y de sus hijos.

No es, por supuesto, lo expresado la respuesta que se pide en la pregunta formulada. Tampoco podría ser el trabajo llevado a cabo por Porras como parlamentario o como Canciller de la República. En ambos ha dejado huella imborrable por su honestidad a toda prueba; por su clara inteligencia para enfocar los problemas de trascendencia nacional e internacional; por su respeto a las ideas contrarias siempre que ellas envolviesen sentido patriótico y concepción noble y no mezquina; por su elegante y fina oratoria que hacía vibrar el ámbito parlamentario o la casa protocolar y diplomática, y, para no decir más, por el generoso e incomparable magisterio que ejerció debido a su experiencia, talento y patriotismo. Bien saben los parlamentarios y los diplomáticos con quienes alternó que Raúl Porras fue un hombre cabal en todos sus actos, un hombre de excepción.

Sin embargo, repetimos, tampoco es esta la respuesta que sin duda se espera, porque la actividad de Porras como parlamentario o como Canciller de la República fue breve y tardía. Los sinsabores a que casi siempre se hallaba sometida la inteligencia en el Perú, y la estulticia de los personajes de pacotilla o de sainete que el azar llevó a alguna posición a la que no debieron llegar jamás porque perjudicaban el sereno, limpio y firme desarrollo de la comunidad nacional, habían minado la capacidad física de Porras. Y aunque la inteligencia relampagueaba señalando derroteros al país de encrucijada, su sensibilidad recibía golpes que le herían profundamente. Las incomprensiones, los odios mezquinos y gratuitos, las deslealtades y las necias posturas de los ignorantes, no constituían hechos transitorios para su fuero íntimo. Por el contrario, eran hechos que calaban muy hondo en su fina sensibilidad, tanto que durante días de días buscaba una explicación razonable que los justificara, como si fueran cosas imposibles de suceder en el alma humana. Todo ello quebrantó su salud y le quedaban ya pocas fuerzas para ejercer el soberano mandato del pueblo limeño que lo ungió como Senador, y para desempeñar las muy delicadas funciones de Canciller de la República. No obstante, cumplió brillantemente su cometido y su nombre ha quedado cincelado de manera fehaciente e inconcusa en los anales parlamentarios, diplomáticos e internacionales.

Lo mejor de su vida, empero, fueron esos cuarenta años entregados a la enseñanza. Antes que nada Porras fue indiscutiblemente un maestro en el verdadero sentido de la palabra. ¡Cómo sentía regocijadamente la función de enseñar! Frente al auditorio estudiantil, Porras se transfiguraba de tal modo que sus lecciones cobraban calor y se convertían en sustancia viva de su espíritu. En esos momentos Porras se encontraba consigo mismo, es decir en el pleno ejercicio de su vocación esencial. Su labor en otros terrenos no fue otra cosa que proyección de su singular afán magisterial. En la Universidad de San Marcos, en donde pasó momentos felices, primero como estudiante reformista y luego como profesor, en donde la juventud le admiró y respetó siempre, tuvo su verdadero segundo hogar. Los estudiantes fueron como hijos suyos en quienes podía depositar el legado de su esfuerzo como hombre de estudio. A ellos, a los estudiantes, estaba pronto para contestar sus consultas, para aconsejar si era preciso o para, en fin, aliviar sus penurias económicas buscándoles personalmente una colocación remunerativa. De esta permanente comunicación con la juventud universitaria, que se detuvo en parte por su quebrantada salud, es que Porras ha dejado tantos discípulos. Por eso si el maestro ha desaparecido y no se escucha más su voz en las aulas universitarias, su recuerdo permanece siempre vivo y su nombre se repite invariablemente dentro y fuera de la sala de clase. De acuerdo con un pensador del pasado siglo podría repetir que “La memoria de una gran vida no perece con la vida misma, sino que vive en otros espíritus”. En el caso de Porras en sus discípulos y en quienes aman al Perú y la cultura.

Como consecuencia de su labor en la cátedra universitaria, en la que difícilmente se puede encontrar quien le iguale y menos aún quien le supere, Porras se dedicó concienzudamente a la investigación histórica, materia de su especialidad. De esa investigación incansable y provechosa surgieron obras que todo buen peruano debería leer, porque todas ellas se hallan transidas de verdad, de elegancia en lo formal y de fe en los destinos de la patria, en su contenido íntimo. En este campo nadie que tenga dos dedos de frente puede pretender negarle méritos. A lo más enmudecerán sus émulos y enemigos para no elogiarlo, aunque repitan, sin citarlo, y a veces dando como propios, los estudios que fueron producto de su inquietud y dedicación por la historia. Tiempo habrá para hablar de la obra histórica de Porras, de su portentosa erudición, de su talento literario y de sus incomparables dotes para la enseñanza.

¿Cómo trabajaba Raúl Porras Barrenechea? Pues bien, es muy difícil contestar la pregunta si se tiene en cuenta, como hemos dicho, las múltiples tareas a que se dedicó durante toda su vida. Dos aspectos de su labor intelectual servirían acaso para revelar la manera de trabajar de Porras: el del dictado de clases en la Universidad y el de la preparación de una conferencia.

En la cátedra universitaria, antes de dictar una clase, Porras revisaba apuntes, consultaba libros y tomaba notas, porque sentía el regusto de ser exacto en el dato histórico y ser preciso en el hecho rememorado. Durante la clase misma ponía de relieve sus cualidades singulares de magnífico expositor - claro, geométrico, cabal - y de hombre compenetrado a fondo con el tema de su disertación. Había que escucharle para saber a qué extremo de sutileza y de inefable grandilocuencia puede llegar el ser humano que se halla en el pleno ejercicio de su vocación de maestro. Con aguda perspicacia, natural en él por su talento e inteligencia, Porras iba puntualizando los hechos históricos. Pero había algo más. Porras no se limitaba a hacer el recuento frío e insípido del pasado, sino que el hecho histórico lo traía al presente y lo proyectaba al futuro, dando al ambiente una posibilidad de crítica sobre el ser y el deber ser de nuestro destino histórico. En este campo poseía el “arte incomparable de sugerir más de lo expresado”, como en el caso del célebre maestro salmantino Vitoria. La clase se tornaba así en una comunión espiritual de maestro y alumnos, en la que éstos no perdían una sola palabra de aquel. El tiempo transcurría insensiblemente, en tanto los alumnos esperaban que el reloj del Parque Universitario no marcara el minuto final para no cortar la docta exposición del maestro. La hora inexorable llegaba sin embargo a su término y la clase concluía muy a pesar de toda la concurrencia que, por lo general, llenaba de bote en bote la sala más amplia de la Facultad.

Los alumnos comenzaban a abandonar la aula, lentamente, para seguir al maestro hasta la sala de profesores. En este lugar siempre se producían largos diálogos entre el maestro y los alumnos sobre el tema tratado en clase o sobre cualquier otro asunto. Por último todo esto concluía, en tanto que en la mente de los alumnos quedaba flotando un algo que no lograban definir pero que le servía para meditar y ahondar en el complejo ser de nuestra patria y su proyección en el futuro.

Una conferencia. Porras se resistía mucho para hablar ante un público que no fuera de estudiantes. Cuando alguna institución o persona le solicitaba que pronunciara un discurso o una conferencia, Porras hacía lo imposible por rehuir el compromiso. Señalaba una fecha, otra y otra, hasta que finalmente no tenía nada que hacer, había que cumplir lo ofrecido. Desde el primer día que Porras había aceptado, de buena o mala gana, de manera firme o vacilante, hablar en público, comenzaba a pensar acerca de lo que debía decir. Hacía mentalmente el esquema de su disertación y fijaba ideas. Solamente faltando dos o tres días para el suceso comenzaba, en realidad, a revisar algunos libros, a hacer fichas y a pensar seriamente en el compromiso ineludible. Así llegaba al día mismo de la actuación y ante la inminencia del suceso perentorio iniciaba la redacción del tema. Con los apuntes a la mano y los libros en derredor suyo, Porras se sentaba algunas veces a la máquina y se ponía a escribir. Escritas las primeras líneas o la primera carilla (usaba hojas chicas), llamaba luego a su secretario o inmediato colaborador para que tomara la máquina y empezaba a dictar ininterrumpidamente. Desde el primer momento había que resignarse a estar frente a la máquina todo el tiempo que era necesario para terminar el discurso o conferencia. Dictaba de corrido y casi siempre terminaba cuando la hora de la actuación había sonado. Reunía las carillas, subía a su automóvil y en el recorrido hacia el local donde debía hablar, iba corrigiendo lo escrito. Por lo general las últimas líneas eran reformadas o escritas de puño y letra en el propio escenario, segundos antes de hacer uso de la palabra. Su portentosa capacidad le permitía así salir del compromiso en un solo día. No necesitaba remendar frasesitas, día tras días, como en el caso corriente y usual de muchos autores.

Sería de nuestro agrado referirnos a la manera como trabajaba Porras sus obras históricas, pero las limitaciones de esta respuesta nos lo impiden, pues habría que referirnos a sus investigaciones en los archivos, a sus lecturas de las obras requeridas, a sus fichas –numerosas por cierto- y a la colaboración que le prestaban en estas tareas sus discípulos, caso que fue el nuestro durante cerca de dieciocho años. Todo ello merece una mayor atención y otras muchas páginas. Creemos, a pesar de esto, que con lo poco que por ahora se dice sobre su manera de enseñar en la cátedra universitaria y la forma de preparar una conferencia, se puede tener un índice de “cómo trabajaba Raúl Porras Barrenechea”. Es preciso señalar, sin embargo, que aún en esto se dejan de referir muchas cosas que, en todo caso, vendrán después cuando nos ocupemos, como es nuestro propósito, de la personalidad y obra del insigne maestro Raúl Porras.

Lima, diciembre de 1960

De: La Gaceta de Lima” Revista Cultural Peruana – Año II N° 12 Oct. Nov. Dic., 1960
El Reportero de la Historia, 12:21 a. m.