Cátedra Raúl Porras Barrenechea

Blog-Homenaje a la memoria de Raúl Porras Barrenechea,
Historiador y Profesor de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos

01 junio 2006

Antología de Raúl Porras (II)

El Congreso Constituyente de 1822 *

Una revolución sin Asamblea Constituyente debió parecer a los patriotas de 1821, admiradores entusiastas de la Revolución Francesa, desairada e incompleta. Fue por eso anhelo unánime, desde la proclamación de la independencia, la convocatoria a un Congreso Constituyente. A su reunión se le encontró originariamente el obstáculo de la guerra, más tarde el del atraso político del país. Entre tanto San Martín había ejercido funciones legislativas, dictando el estatuto provisorio de Huaura, y preparaba, en unión de Monteagudo, consejero falaz y sigiloso, y de un florido grupo de condes y marqueses limeños, los desposorios de la patria, necesitada de un varón fuerte y activo, con algún príncipe de las casas reinantes en Europa. Dos comisionados secretos habían partido para Inglaterra llevando la lista de los candidatos gentiles, que encabezaba el príncipe de Sussex Cobough. Tres días después de este "real acuerdo", San Martín, presionado por la opinión pública, se vio obligado a convocar el Congreso para el 1º de mayo de 1822, convocatoria que después se revocó por otra para el 28 de julio. Monteagudo en tanto activaba sus preparativos monárquicos. A la orden del Sol, áulico esbozo de una corte elegante, había sucedido la reunión de la Sociedad Patriótica, destinada a resolver cuál era la forma de gobierno más conveniente al Perú. En ella el derecho divino de nuestra monarquía hipotética tuvo su Bossuet criollo en el clérigo Moreno, secuaz de Monteagudo, al que combatieron, en inflamada alabanza de la república, el presbítero Arce, Pérez de Tudela, Luna Pizarro, Mariátegui y, con el alegato imperecedero, el Solitario de Sayán. Advertidos de los planes despóticos de Monteagudo, los patriotas liberales se conjuran para hacerle caer y lo consiguen en el tumulto del 25 de julio en ausencia de San Martín. Cuando éste regresa de Guayaquil, su ministro ha salido de Lima proscrito y el gobierno provisorio ha convocado a elecciones para diputados. San Martín, respetuoso de las decisiones populares, renuncia el mando y señala el 20 de setiembre para la instalación definitiva del Congreso. Y son justificados las ceremonias y el regocijo - cohetes, repiques, salvas de artillería, tedéum, marchas patrióticas - con que ordena solemnizar el acontecimiento. Porque tendremos - también nosotros - oratoria rotunda, lírica ideología política y nuestra declaración de los Derechos del Hombre.

El Congreso Constituyente, reunido el 20 de setiembre de 1822, en el local de la Universidad Mayor de San Marcos, escuchó las magnánimas frases del adiós de San Martín y asumió, en esa misma histórica sesión, por declaración solemne, el ejercicio de la soberanía.

Fruto de una reacción democrática, la asamblea estuvo formada por los más conspicuos defensores de la libertad. Los diputados elegidos para formarla, podían exhibir credenciales mejores que las que les otorgaron las minúsculas juntas electorales reunidas en Lima, en representación de todo el territorio. Rodríguez de Mendoza en el Convictorio había enseñado inquietud a una generación luchadora; Luna Pizarro había conspirado con Pezet, con Unánue y Tafur en San Fernando; Sánchez Carrión mereciera ser expulsado del Convictorio por temores del Virrey de que catequizara hasta los ladrillos, a favor de la patria; Pérez de Tudela escribió el acta de la independencia; Mariátegui era conspirador desde la época de Abascal; cual de aquellos curas, de los muchos que formaban el Congreso había sido guerrillero valiente o había olvidado en su parroquia la prédica del Evangelio por la apología de Rousseau; quien patriota tímido, había prestado algún servicio al Ejército Libertador; todos habían ofrecido alguna vez su inteligencia, su tesón o su vida en la obra de la libertad.

No sólo por los títulos patrióticos era preclara la Asamblea. Reunía también los más altos prestigios de la probidad y del saber en esa hora de la nacionalidad. La mayoría de sus miembros había respirado el ambiente de los claustros universitarios. El maestro Rodríguez pudo contar veintidós discípulos en los escaños en la sesión inaugural. Unánue, sabio venerable, había prestado ilustración a los virreyes y probado nacionalismo científico en sus Observaciones sobre el clima de Lima. Con Méndez Lachica encarnaba la generación ilustre del Mercurio Peruano. Paredes era el sabio cosmógrafo de las "Guías"; Tafur y Pezet representaban a las matemáticas y la medicina. Arce, Cuéllar, Luna Pizarro, los más rotundos prestigios del Seminario; Araníbar, Galdeano, Pérez de Tudela, Sánchez Carrión, los del foro; Olmedo poeta, iba a preparar en el Congreso una victoria para su mejor canto; Figueroa había hecho el elogio de San Martín; Ferreyros brillaría en la República como hombre de letras; Sánchez Carrión tenía renombre oratorio y acababa de escribir sus estupendas Cartas del Solitario de Sayán; Pedemonte era Rector de San Carlos, Rodríguez había realizado la más decisiva evolución filosófica de la mentalidad peruana.

El Congreso al recibir el mando político y militar de manos de San Martín, tenía ante sí un arduo porvenir. Debía terminar la guerra, más temible que nunca por el redoblamiento bélico del enemigo, darse leyes y un gobierno propios. En el desempeño de su grave misión puso de manifiesto su amplia capacidad como cuerpo deliberador, al mismo tiempo que su poca aptitud para organismo directivo de la guerra y de la política.

Tuvo una historia llena de álgidas peripecias. Sus contradicciones aparentes, aun en los momentos que más apasionadamente se le supone, se explican por su amor romántico a la libertad. Por conservarla intacta y defender la soberanía, que había recibido como el más sublime encargo, por horror al despotismo, la Asamblea de 1822, resolvió, conservar el poder ejecutivo, nombrando de su seno aquella opaca Junta Gubernativa que preside los desastres inmediatos de las armas patriotas y provoca la intriga armada de Riva Agüero. Para que la libertad no fracase por la deserción del ejército, admite la presidencia del Mariscal de Balconcillo. Cuando Canterac invade Lima, desconfía de Riva Agüero para organizar el recio poder militar que la situación exige y entrega el mando guerrero a Sucre. Producido el entredicho con Riva Agüero, deposita honores y confianza en Tagle, para rendirlos finalmente en manos del héroe de Colombia.

En el desempeño de su tarea idealista acaso es más afortunada la asamblea prócer. Nutridos sus miembros como los constituyentes de Francia pintados por Carlyle, "con leche del Contrato Social ", enseñan a la democracia infante los intangibles derechos de la soberanía y la extensión del pacto social. De los convencionales franceses, a quienes imitan, no tienen sino el amor desenfrenado a la República y al airado rencor contra la monarquía. Son tan violentas las declaraciones de los tribunos peruanos contra el despotismo de los reyes que es presumible, que, a estar cerca de Fernando VII, aquella asamblea pacífica, cuyos más exaltados leaders podrían pasar por girondinos moderados, habría tenido su 10 de agosto y su patíbulo real. Hasta el gobierno unipersonal lo rechazan por repugnancia al absolutismo. "Señor - exclama Sánchez Carrión - la libertad es mi ídolo y lo es del pueblo: sin ella no quiero nada; la presencia de uno en el mando me ofrece la imagen abominada del rey, de esa palabra que significa herencia de la tiranía". Cuando el clérigo Méndez cita a Aristóteles para afirmar "que si la administración del estado debe ponerse en manos de los mejores ciudadanos, es más fácil hallar uno bueno que no muchos", le responde Sánchez Carrión con un victorioso interrogante: "¿dónde aparecen más obstáculos para traspasar la ley mandando uno solo o tres?"

Después de este candente exorcismo, que parece que va a librar a perpetuidad a la democracia de los malignos espíritus de la arbitrariedad, decae su beligerancia. Es flagrante su falta su falta de jacobinismo, a pesar de las acusaciones asustadizas de los contemporáneos y de las generaciones inmediatas. Ningún acto de crueldad ni de sangre mancha la blanca hoja de su historia, en tres años de guerra encarnada. Sus gestos más atrevidos se reducen a "exonerar" (no usa siquiera el "destituir") del mando a Riva Agüero y a proscribir a Monteagudo. En plena guerra mortal, dicta una ley de amnistía a favor de los que hayan exhibido doctrinas contrarias a las suyas y prohibe confiscar los bienes de los españoles que tengan hijos. No se atreve a sancionar la tolerancia de cultos, defendida por ardiente grupo liberal, y cuando Sánchez Carrión propone el sistema federal resuelve, atacado de misoneísmo, rechazarlo por unanimidad. No puede darse espíritu más evangélico que el suyo. El Veni Sancti Spiritu invoca las divinas luces sobre las cabezas de los Congresales el día de la inauguración. Las sesiones se abren en el nombre de Dios Todopoderoso y la Constitución se dicta "en el nombre de Dios, por cuyo poder se instituyen todas las sociedades y cuya sabiduría inspira justicia a los legisladores". Cuando se enumera en un artículo constitucional los motivos de indignidad para ser peruano, Rodríguez de Mendoza hace agregar: "El que no sea religioso". Alentado por tan místicos ejemplos un fraile se atreve a proponer medidas coactivas, iguales a las aplicadas a los delincuentes, contra los ateos y los libertinos. Pero el maestro Rodríguez alza aterrorizado los brazos porque - ¡ah clandestino lector de libros prohibidos y divulgador de enseñanzas peligrosas en el Convictorio! - "le ha parecido ver reedificarse en un momento la terrible Inquisición y encenderse sus hogueras".

Tampoco pueden jactarse de haber desterrado por completo hábitos y sentimientos coloniales, ni de la carta política ni de sus corazones. La excesiva religiosidad ya es un síntoma. Las solemnidades de que se rodean podría ser otro. Pero la Constitución es más explícita: algún inciso suspende el ejercicio de la ciudadanía "por la condición de sirviente doméstico". Al patriota Unánue en el solio presidencial de la asamblea, se le escapa una frase denunciadora, porque imputando al Virrey Abascal odio incurable a los americanos, le acusaba de hacer que "en el Regimiento de la Concordia los condes y marqueses de Lima alternaran con tenderos". Ni para los lacayos ni para los tenderos, pues, habían hecho amanecer el alba igualitaria.

Pero nada de esto dice en contra de su fervor idealista ni de su romanticismo político. La carta del 23 consagra principios liberales no enteramente aceptados por su época. La forma republicana era todavía un atrevimiento. La libertad de vientres, la abolición de las penas crueles y de infamia trascendental, la limitación de la pena capital, el poder concedido al Congreso de dispensar de las leyes "en socorro de la humanidad", aureolan su humanitarismo fraternal. Políticamente sanciona todas las libertades, salvo la de cultos, y establece que la nación no tiene facultad para decretar contra los derechos individuales. Dejando de lado los detalles del organismo político, destinado a consagrar la preponderancia del poder legislativo conviene hacer resaltar el carácter moral, la dignidad y la virtud que quisieron infundir a su República. Se descubre que su modelo favorito es Roma, en horas de las mejores virtudes patricias. La virtud será la prenda más estimada en la vida ciudadana. Para formar una república de Marco Aurelio, la Constitución declara "que se hace indigno del nombre de peruano; el que no ame a la patria, el que no sea religioso, el que no sea justo y benéfico, el que falte al decoro nacional, el que no cumpla con lo que se debe a sí mismo". "Los casados que abandonen a sus mujeres o que falten a sus obligaciones de familia, los jugadores, ebrios, truhanes, o los que hagan vida escandalosa" pierden derecho a ejercer esta austera ciudadanía. La Constitución garantiza la buena fama de los individuos. Nos habrá más preferencias - promete el exordio de la Carta - que las que den el mérito y la virtud. El Estado se ocupará de la cultura y de la alegría de los buenos ciudadanos prodigando la instrucción, los establecimientos literarios y científicos - "en cada pueblo habrá una escuela y en cada departamento una Universidad" - y promoviendo fiestas cívicas y solemnidades nacionales. De allí al caldo de gallina de Enrique IV, a la república de Platón y al Paraíso no hay sino un paso. Todavía el Congreso se extiende en anatematizar, en artículos de la carta política, la guerra civil y en hacer la moral militar. "El militar no es más que un ciudadano armado en defensa de la República. El abuso de la fuerza lo hace execrable a los ojos de la nación y de cada ciudadano". ¡Hermosa semilla que a pesar de todos sus buenos propósitos, no ha dado fructífera cosecha de Cincinatos!

Tal la obra generosa de este Congreso romántico, al que la realidad hostigó duramente, pero que sometiéndose a ella tuvo la heroica virtud de contradecirse, y que ante la guerra inconclusa y el desaliento unánime, preparaba el futuro, bosquejando para una democracia sin territorio, vastos capítulos de esperanza.


* Publicado en Variedades, Nº 760, el 23 de setiembre de 1922.
El Reportero de la Historia, 10:23 p. m.