Cátedra Raúl Porras Barrenechea

Blog-Homenaje a la memoria de Raúl Porras Barrenechea,
Historiador y Profesor de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos

22 setiembre 2008

El alma faústica del maestro Raúl Porras (1897 - 1960) (*)

Por Wáshington Delgado

Raúl Porras nació en 1897, murió en 1960. Sesenta y tres breves, apretados años en los que desarrolló una ingente labor como estudiante inconforme y reformista, como maestro ameno y cautivante en el colegio y la universidad, como sabio investigador en el libro impecable o la conferencia erudita, como político y diplomático que dejó inolvidables lecciones de sapiencia, honradez, peruanidad y valentía en la embajada, el ministerio o el Parlamento.

Gran parte de esta múltiple actividad no se plasmó en obra material que le diera permanencia. Hubiera sido deseable que como el doctor Johnson, a quien se parecía por su conversación infatigable, amena, erudita y nocturnal, Raúl Porras Barrenechea hubiera tenido un Boswell que registrara esa inmensa sabiduría suya, perdida en el aire de las tertulias sin llegar a plasmarse en la página escrita, en el libro incorruptible.

I

Desde muy joven, Raúl Porras dio a conocer las primicias de su ingenio díscolo, grácil y punzante. En 1915, cuando apenas contaba dieciocho años, se hizo célebre en los claustros sanmarquinos, por los artículos que, con diversos pseudónimos, publicaba en Alma Latina, la revista que él mismo fecundara y dirigiera con Guillermo Luna Cartland, compañero suyo de aula, fino espíritu juvenil, alejado después por los azares de la vida, de las tareas e inquietudes intelectuales y a quien siempre recordó Porras con emocionado afecto. Poco tiempo después, Raúl Porras sería promotor y animador del Conversatorio Universitario, evento estudiantil de la más alta seriedad académica, dedicado a estudiar los acontecimientos, los personajes, el ambiente y la ideología de la gesta emancipadora peruana. El Conversatorio Universitario constituyó un prólogo brillante a las celebraciones del centenario de la Independencia. Fue también el primer destello de una extraordinaria generación intelectual que iba a cambiar al Perú en los ámbitos del pensamiento y la política, de la literatura y el arte. En el Conversatorio participaron activamente Jorge Guillermo Leguía, Luis Alberto Sánchez, Manuel G. Abastos y, naturalmente, el propio Porras, quien leyó un ágil y concienzudo trabajo sobre José Joaquín Larriva. Asistieron también al Conversatorio Ricardo Vegas García, Guillermo Luna Cartland, Carlos Moreyra Paz Soldán y Jorge Basadre. Sus rostros juveniles han quedado inmortalizados en una fotografía histórica, tomada gracias a la iniciativa, también, de Raúl Porras.

Poco después, en los años de 1919 y 1920, fue uno de los iniciadores y gran propulsor de las inquietudes reformistas en la Universidad de San Marcos. En este carácter, viajó al Cusco, donde se realizó el famoso Congreso de Estudiantes que fijó el primer programa de reforma universitaria en el Perú. De vuelta a Lima, fue candidato a la presidencia de la Federación Universitaria, pero a pesar de sus innegables merecimientos salió derrotado por un estudiante de Medicina, Juan Francisco Valega. Tal vez era su destino: como estudiante no alcanzó el cargo que le correspondía; más tarde, como profesor, no alcanzaría tampoco el rectorado, ni siquiera el decanato de la Facultad de Letras, a pesar de que entre 1945 y 1960 fue el maestro por excelencia de los claustros sanmarquinos.

Durante sus años de esudiante Raúl Porras se constituyó en un adelantado y tenaz inspirador de la Reforma Universitaria. Y lo fue porque creyó, como lo creemos ahora todos, que la universidad para desarrollarse necesita un régimen de libertad, una organización democrática. Pero también fue reformista en un aspecto más fundamental: el del perfeccionamiento académico. Los periódicos de 1919 y 1920, como lo harían igualmente en años posteriores, acusaron a los jóvenes reformistas de ser estudiantes ociosos que tachaban a los profesores exigentes y querían aprobar cursos sin estudiar ni asistir a clases. Para desmentirlos, bastaba recordar las reuniones del Conversatorio Universitario donde un grupo de jóvenes estudiantes expuso investigaciones de un rigor científico infrecuente y anunciadoras de una nueva ideología peruanista y democrática.

II

Al iniciar este testimonio, he querido destacar los años estudiantiles de Raúl Porras que sólo conozco de oídas o por lecturas, porque ya en esa época revelaba sus aptitudes de maestro. Años después, en su madurez, cuando era un catedrático sabio y famoso, guardaría inagotables reservas de simpatía y amor por los jóvenes estudiantes. Creo que esta es una de las claves de su personalidad, acaso la principal.

Para comprender esta personalidad, no es necesario trazar una biografía abundante en fechas y acontecimientos. Quiero solamente anotar algunos rasgos que me parecen importantes.

Raúl Porras Barrenechea estuvo emparentado –tanto por los Porras de Cajamarca, como por los Barrenechea limeños– con personalidades de rango y nota. Sin embargo, nunca gozó de gran fortuna económica. Cuando sólo contaba dos años de edad perdió a su padre, muerto en un duelo. La devoción de su madre, quien fue su constante compañía y apoyo, suplió la ausencia del padre, seguramente con creces, pero, de todas maneras la solidez del patrimonio familiar debió resultar afectada. Lo cierto es que Raúl Porras nunca gozó de una vida opulenta, ni mucho menos. Sólo se permitió un lujo: el de los libros. Desde sus años de estudiante se dedicó a formar una biblioteca que llegó a ser riquísima y que –gesto ejemplar– donó, en su testamento, a la Biblioteca Nacional.

En parte por su situación familiar, y, sobre todo, por su doble vocación de maestro y de historiador, Raúl Porras se empeñó en diversos trabajos desde su temprana juventud. Fue profesor en el Colegio Guadalupe y en el Colegio San Andrés, recién fundado por un escocés unamuniano y heterodoxo, John MacKay. También dirigió el Archivo de Límites del Ministerio de Relaciones Exteriores. Luego, ocupó cátedra universitaria. Durante el rectorado del maestro Encinas al iniciarse una verdadera, democrática y profunda Reforma Universitaria, fundó y dirigió el Colegio Universitario. San Marcos se enrumbaba por los caminos de la renovación docente, la ciencia moderna, la investigación peruanista y la alta calidad académica. Por desgracia, el rector Encinas fue depuesto por el gobierno dictatorial de Sánchez Cerro, apenas a los dos años de su elección, y San Marcos sufrió un largo receso. Porras viajó a Europa para dedicarse a la investigación histórica en los archivos españoles y, eventualmente, desempeñar tareas diplomáticas.

En 1945, durante una nueva primavera democrática, Porras se reintegró a la cátedra universitaria en San Marcos. No es mi propósito diseñar la biografía de Raúl Porras, ni tengo espacio para hacerlo. Me basta señalar un gesto emblemático y culminante: cuando se sentía acosado ya por la muerte inminente, contra el consejo de los médicos y el parecer de su propio gobierno, al que representaba como ministro de Relaciones Exteriores, libró en Costa Rica una épica batalla en defensa de la Revolución Cubana, en defensa del principio de la libre determinación de los pueblos. Su discurso en Costa Rica es la más bella página del pensamiento liberal peruano.

Si no aspiro a trazar una biografía de Porras, no pretendo tampoco asomarme al vasto océano de su obra, de sus conocimientos históricos. Algo más vago, etéreo y fugitivo me seduce en su figura: quisiera solamente aprisionar algo sí como el aroma de su mortal sabiduría humana, ese aroma llamado a desvanecerse junto con la memoria, también mortal, de quienes lo conocieron.

Algo de ese aroma, emanado de una honda sensibilidad humana, se conserva, ciertamente, en la obra escrita de Raúl Porras. Historiador de vocación y de raza, Porras es incomparable en el manejo de las fuentes, en el hallazgo de documentos ignorados, en la lectura novedosa y sagaz de textos conocidos, en la iluminación precisa del dato revelador. Pero además, era un artista. Psicólogo sutil, estilista refinado, poseía el don poético de la evocación que nos permite, a sus lectores, revivir una época, contemplar un ambiente, comprender a un personaje histórico. Su prosa cálida, sensual, graciosa destaca no solamente en el ámbito de la historia sino, también, en el de la literatura peruana.

Hay un ejemplo que retrata singularmente la calidad poética del estilo de Porras. Ideal de muchos poetas –si no el de todos– es el de poder escuchar los propios versos cantados por el pueblo. Hace muchos años, al promediar la década del cincuenta, Raúl Porras pronunció, en el Instituto de Arte Contemporáneo, una jugosa y magistral conferencia acerca de la Lima histórica, conferencia que después apareció como prólogo en la segunda edición de su Pequeña antología de Lima. Pues bien, esta conferencia inspiró y, más aún, prestó frases y versos enteros al vals de Chabuca Granda La flor de la canela. Raúl Porras pudo experimentar así un placer que, seguramente, ningún orador ha conocido: el de escuchar un discurso suyo en la voz de los cantantes populares, cantado por el pueblo mismo.

Sin embargo, y a pesar de este ejemplo, ni la profundidad de su ciencia histórica, ni la esbelta elegancia de su estilo nos permiten conocer al Porras esencial. Un discípulo suyo, Jorge Puccinelli, gusta repetir un aforismo de Goethe: “La palabra es buena, pero no es lo mejor”. Las páginas que Porras nos ha dejado son magníficas, bellas y profundas. Su palabra era buena, extraordinariamente buena, pero había algo mejor: él mismo.

III

Fundamentalmente, Raúl Porras fue un maestro. Quienes vuelven a su casa –año tras año, en el aniversario de su muerte– dan un testimonio vivo de su calidad de maestro. Desde el pupitre del profesor de colegio o la cátedra universitaria, en los patios universitarios o el salón de su casa, Raúl Porras fue siempre un maestro. Un maestro no solamente pronto a dar lecciones hondas y amenas a sus discípulos sino, también, dispuesto a escucharlos, a satisfacer sus inquietudes, a orientarles en la vida, a estimular sus talentos naturales, a comprender sus legítimas rebeldías juveniles.

No se limitó a su campo de trabajo, a la exclusiva formación de historiadores hábiles. Porras supo alentar y enrumbar a quienes serían después poetas, narradores, periodistas, filósofos o diplomáticos. Alumnos suyos fueron, ciertamente, Félix Alvarez, Carlos Araníbar, Pablo Macera, cuya vocación, capacidad y genio para los trabajos históricos son indudables. Pero lo fueron también Emilio Westphalen, Carlos Cueto, Mario Alzamora, Julio Ramón Ribeyro, Carlos Zavaleta, Víctor Lí Carrillo, Carlos García Bedoya, Jorge Puccinelli, Félix Nakamura, Mario Vargas Llosa, Hugo Neira, Francisco Bendezú, Manuel Velásquez. Cito solamente algunos nombres al azar y según me llegan a la memoria, principalmente de gentes de mi generación, clara muestra todos ellos, y muchos más, de la amplitud del espíritu docente de Raúl Porras.

Un alumno suyo me recordaba, no hace mucho, que, al corregir exámenes, el maestro Porras no se limitaba a poner un calificativo más o menos justo o generoso; solía anotar también en los márgenes de las pruebas las aptitudes que descubría en los examinados y, así, los aconsejaba, en brevísimas inscripciones, a que, según cada caso, se dedicaran al estudio de la filosofía, el cultivo de la literatura o el ejercicio del derecho.

En cierta ocasión, el propio Porras me contó cómo, siendo jurado de un concurso de admisión, hizo ingresar a un estudiante malamente revolcado por otro jurado. Se trataba de un muchacho en quien Porras, a través de las preguntas del examen oral, que entonces se estilaba, descubrió una cierta habilidad para el cultivo de la historia. Por desgracia, el alumno no tenía la misma habilidad para las cuentas y mediciones. A la hora de poner los calificativos, el profesor de matemática estampó un rotundo cero; inmediatamente después, Porras escribió un largo veintiuno. El matemático tronó indignado: “No existe la nota veintiuno.” Porras replicó: “Tampoco existe el cero”. Era imposible polemizar con Porras. El alumno ingresó a San Marcos.

Una última anécdota nos puede aproximar algo más al espíritu real y vivo de Raúl Porras. Después de haber trabajado durante toda la tarde en sus libros e investigaciones, y luego de comer, a Porras le gustaba sostener una tertulia en su casa, con amigos y discípulos a quienes cautivaba, noche a noche, con la agudeza de su ingenio, su acervo inagotable de noticias curiosas, el tono cálido y sugestivo de su voz. Las más de las veces estas tertulias se prolongaban hasta pasada la medianoche. A esa hora, le apetecía salir a caminar un poco y tomar un café o un gaseosa. En la Lima gazmoña de los cincuenta, no había toque de queda. Pero tampoco local abierto donde beber un líquido inocente, o no tan inocente. Bares, cafés y restoranes cerraban a eso de las once.

Cerca de la casa de Porras, cruzando la línea del tranvía y junto al mercado de Surquillo, había un raro restorán llamado “El Triunfo”, de apariencia y condición no muy santas, y que sí permanecía abierto hasta altas horas de la noche. A él solían llegar Porras y sus contertulios; también trabajadores hambrientos o sedientos después de la faena nocturna, tal o cual ladronzuelo de poca monta, grupos de bohemios, más o menos desbaratados, y no faltaban estudiantes universitarios que recalaban allí después de una jarana con bailongo o de unas prosaicas horas de estudio antes de algún temido examen.

Cuando entraba Porras, algún estudiante solitario y callado, o un bullicioso grupo, lo reconocían, se acercaban a saludarlo y, acogidos con sonrisa benevolente, se quedaban un rato junto al maestro, a gozar de su parla maravillosa. Porras era así: en el aula de clase, en el patio de Letras, en su casa o en un café era el maestro cordial, dispuesto siempre a conversar con los estudiantes. Muchos miembros de la que después se llamaría generación del cincuenta, solían ir a su casa; otros le hablaban en los recintos universitarios; otros, en fin –y no eran lo menos–, le hacían tertulia en “El Triunfo”. Todos, fueran alumnos de un curso suyo o no, le apreciaban hondamente.

Un día, no sé a quién se le ocurrió homenajear a Porras. No se trataba de ninguna efemérides memorable, de cumpleaños, fin de año académico, aparición de libro o próximo viaje. No. Todos sentían la necesidad de rendir un homenaje al maestro Porras, sin acontecimiento motivador alguno. Rendirle homenaje por sus incomparables lecciones de historia; por su conversación, más incomparable aún; por sus noches sin par en “El Triunfo” y porque todos sentíamos que Porras era nuestro, que era la inmarchitable juventud del espíritu. Como la mayor parte de nosotros era gente sin mayores recursos, todavía sin oficio ni beneficio, se escogió un restorán barato. Creo que ni siquiera era un restorán, sino algo así como una pensión de mesa, regentada por un matrimonio catalán y situada en una casona del centro de Lima, cercana al parque Universitario. Era una de esas casonas, ya entonces venidas a menos, de amplios salones e inmenso comedor.

El banquete a Porras, banquete porque sí, sin más motivo que la honda simpatía que por él sentíamos, fue uno de los actos colectivos más importantes de la generación del cincuenta. La fecha en que ocurrió, no la recuerdo exactamente. Pudo ser en 1953, en 1954 ó en 1955. Concurrieron, entre otros que he olvidado, Carlos Araníbar, Francisco Bendezú, Hugo Bravo, Tulio Carrasco, Nícida Coronado, Alberto Escobar, Oscar Franco, Julio y Pablo Macera, Luis Alberto Peláez, Esperanza Ruíz, Manuel Velásquez, Carlos Velásquez y sólo dos personas no pertenecientes a la generación: Jorge Puccinelli y Francisco Vega Seminario. El plato fuerte del banquete era una estupenda paella que, a la verdad, no resultó tan estupenda como nos la habían prometido. Pero no importó. El plato fuerte era, en realidad, la simpatía de Porras, esa simpatía de la que nos alimentábamos suculentamente y a la que rendíamos homenaje con un modesto banquete.

Para aproximarse a Raúl Porras no he querido recurrir, en lo posible, ni a su obra ni a su biografía oficial. Una y otra nos revelan aspectos importantes de su personalidad, pero dejan escapar algo, acaso, más precioso. Raúl Porras murió relativamente joven. Sin embargo, diez años o veinte años más de vida, seguramente, tampoco le hubieran bastado. Como el Fausto legendario o como el Leonardo histórico, Raúl Porras poseyó un espíritu ardiente al cual una sola vida humana no le podía ser suficiente para alcanzar su plenitud.


* Publicado en Libros y Artes, N° 5, p. 4-6, julio 2003.

El Reportero de la Historia, 11:09 p. m.