Cátedra Raúl Porras Barrenechea

Blog-Homenaje a la memoria de Raúl Porras Barrenechea,
Historiador y Profesor de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos

28 julio 2007

La 'Pequeña antología de Lima' de Raúl Porras
Por Enrique Diez-Canedo

Obra de un peruano, la Pequeña antología de Lima (1535-1935), publicada a comienzos de 1935, no deja de ser aportación española a las conmemoraciones del cuarto centenario de la fundación con que hubo de coronar Pizarro su conquista. Impreso en Madrid, el libro nos trae lo que su recopilador llama “lisonja y vejamen de la Ciudad de los Reyes del Perú” como una presencia en el viejo solar de la urbe fundada por el adalid extremeño a tantas leguas de la metrópoli.

Raúl Porras Barrenechea, profesor en la Universidad de Lima, conoce su tema como pocos podrán conocerlo. Ocupado en allegar materiales para una obra histórica de gran vuelo, ha sido provechosa su presencia en Madrid en momentos de evocación confraternal para que los actos madrileños tuvieran así, a más de la noble representación diplomática del Perú, esta otra, equivalente en cierto modo a la misión que con lamentable retraso, no achacable ciertamente - a ella y que, en suma, vino a redundar en una prolongación de las solemnidades -, llevó hasta Lima a la autora de El metal de los muertos.

Porras Barrenechea no es un árido historiador, atado al documento, prisionero de la fecha . Se mueve con desembarazo por entre las líneas inflexibles de la Historia, y se le ve animar las márgenes con leves dibujos, llenos de vida. Su estilo alcanza prendas que él mismo, al definir la esencia espiritual de su ciudad de Lima, nos permite caracterizar sin vacilaciones. Recuerda sin duda el de Palma; pero, naturalmente, más en discursivo que en narrativo. Sabe encontrar con infinito donaire el adjetivo oportuno, sin que se le sorprenda jamás en pecado abusivo. Parece tomar de la gracia limeña lo que cabe en una sonrisa que no llega a descomponer la gravedad de la exposición; pero la adorna y confirma en amabilidad. Se le ve gozar de nuevo, al suscitar ante los lectores la molicie y rumbo de los siglos de oro, de oro del Perú, que son un desfile apenas interrumpido de magnificencias, del espiritual ambiente de la ciudad del Rímac, arrullada por tañidos conventuales y rumor de abanicos, entre el rezo y el chisme, con un oído abierto a las pláticas celestes y el otro al amoroso requiebro.

Así se muestra en el ensayo que con el título de “Perspectiva y panorama de Lima” sirve de introducción a su Pequeña antología, y así se le escuchó en su conferencia del Lycéum, construida con materiales de ese trabajo unidos a otros que ensanchan sus horizontes, declaran sus caracteres o comentan sus acontecimientos.

Un severo Pizarro, una sucesión de virreyes, políticos y constructores, dados a la intriga o a la devoción, quizá a entrambas cosas, sin separarlas; unas imágenes de santidad en pleno siglo XVII, pinceladas de rosa en un cuadro sombrío del que pluma tan insospechable como la de Riva Agüero llegó a escribir un día: “En los viejos conventos criollos, entre las reliquias de un lujo extinto, soboreemos en buena hora, con agradable “dilettantismo”, sensaciones de melancólica paz. Pero en el fondo del alma felicitémonos de no haber nacido en la edad en que aquellos conventos imperaban sobre la sociedad toda y la cubrían y ahogaban como una negra red de fanatismo, de ignorancia y de silencio”: una Corte en la que zumban los epigramas y revolotea el billete amoroso: la del pedantesco Peralta Barnuevo; la del extraordinario Olavide, que vino a colonizar en España, aplicando la más noble cuchillada al maestro, y a evangelizar con un fervor, sin duda, que no logró transmitir a sus versos fríos; la de Miquita Villegas, o sea la Perricholi, amiga del virrey Amat e inspiradora póstuma de Mérimée. Por cierto que se me hace difícil a la invencible pronunciación catalana de Amat la transformación en Perricholi del “¡Perra chola!” que él murmuraba, entre embobado y gruñón, viéndola desde el fondo de un palco lucir en la escena su garbo y movilidad, que realzaban sus exquisitas prendas femeninas, nada correctas a la manera clásica. Pero en ella se daba sin duda esa maravilla de la gracia que, como decía un siglo antes el médico judío Isaac Cardoso, español que escribía en latín, “principalmente brilla en los movimientos, en las acciones, en las palabras al paso que la hermosura se ve en el cuerpo quieto y en reposo”.

No sigo, ni con mucho, el paso a la Pequeña Antología de Lima, que se ordena por tiempos y admite, en los recientes como en los del pasado, a viajeros de extrañas tierras que han atisbado algún aspecto de Lima, y se ilustra con reproducciones de grabados típicos, y alterna la prosa evocadora y descriptiva con la composición en verso - Chocano, Gálvez, Cisneros -, y lamenta en su obra, en la que quiere ver, no un libro, sino “tan sólo la insinuación de un libro”, ciertas omisiones impuestas por la lejanía, que le han hecho inaccesibles algunos textos.

Debiéramos arrancarle la promesa de completar un día este libro, del que la primera edición española, sería digno antepasado. Así se vería de nuevo fructificar en tierra incaica lo que había florecido en la nuestra. Pero aún en su relativa brevedad (son, al cabo, 355 páginas en octavo), la Pequeña antología de Lima cumple su cometido: en la intimidad y rumor de su ciudad, que, en efecto, se nos hace familiar en lo que vale más que todo: en la intimidad y rumor de si vida al salir del libro, sino también a unos cuantos escritores peruanos o peruanistas, alguno de éstos por primera vez traducido ahora. Mas no se ha de creer que todo sea desconocido para nosotros; así, no faltan los escritores aquí más divulgados, y por supuesto, se mantiene en su lugar de honor al inagotable Ricardo Palma. Hasta asoma por unas páginas el gesto de Felipe Sassone, el peruano más madrileño.

Lima tiene su consagración en este Baedeker intelectual, que puede servir de ejemplo a una serie de libros en que de modo análogo se nos dé a conocer tanta y tanta ciudad de América unida a nuestra historia por tantos vínculos y a nuestro corazón por tantos lazos familiares. El que ha pasado por tierras americanas se ha sorprendido al encontrar en ellas tantos hilos de unión con la vieja España: un apellido familiar casi extinto, el nombre oscuro de un pueblo, la tradición trasformada apenas, viva la palabra que se creyó en desuso. Lima puede ser la mejor cifra de estas relaciones. Sus rasgos típicos aparecen de pronto y, como es natural, el tiempo los ahínca y los acentúa. Pero también se revela en seguida el parecido inconcreto, el “aire de familia”. Es como sí deshojáramos la margarita, oráculo de enamorados, diciendo a cada pétalo sí o no, se parece, no se parece….

Para mí no está en la grandiosa plaza de Armas, ni en los inolvidables rinconcillos conventuales, guardajoyas del barroco; ni en las populosas vías centrales, ni en las tiendecitas con cachivaches antiguos y abalorios de cuya autenticidad puede legítimamente dudarse; ni en el patio de Torre Tagle, ni ante la momia del propio gran extremeño Pizarro, el recuerdo más vivo: está en una vista del Rímac desde el puente, el cauce casi seco en él - mañana de un diciembre - todo un lujo de jacarandás en flor.


En: “Letras de América”. El Colegio de México, 1944.

El Reportero de la Historia, 1:10 p. m.