Cátedra Raúl Porras Barrenechea
Historiador y Profesor de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos
10 julio 2007
Antología de Raúl Porras (XX)
Arequipa, "hija de volcanes y madre de revoluciones" dice la frase proverbial. Fortuna de ayer que se disipa, juventud desvanecida que no vuelve, viene a ser en nuestros días aquel enérgico prestigio de otrora. El antiguo y romántico arrebato de las almas, la "furia" arequipeña, que se diría hoy, aquel ardor de barricadas y guerrillas que fuera penacho de la ciudad díscola y rebelde, se extingue lentamente, según los más auténticos auscultadores del alma regional. El ardimiento característico del espíritu arequipeño, decíame Francisco Mostajo - cuya prosa hablada o escrita tiene cadenita de lava - provino de dos providenciales factores geográficos: el desierto y el volcán. El desierto, interpuesto entre la ciudad y la costa, produjo el aislamiento de Arequipa y con él el acendramiento de virtudes solariegas: el individualismo altanero, la pureza de las costumbres y una hurañez innata que fueron la salvaguardia de su dignidad y de su orgullo. Como el desierto enseñó autonomía, el volcán fue maestro de ascetismo y de piedad. La amenaza constante de las erupciones y de las sacudidas terrestres, ese diario temor de la muerte que sobrecoge a las multitudes frente a los enigmas de la ciencia, creó el fanatismo religioso del pueblo arequipeño, que fue otra de sus fuerzas másculas e incontrastables. Ambas virtudes han decaído por obra del adelanto material. El ferrocarril ha destruido el aislamiento y las supersticiones desaparecen lentamente como aristas limadas por el cauce civilizador.
Pero la gallardía del paisaje sigue siendo la misma. Llegando de la costa, tras la fatiga de atravesar la amarillenta llanura de la Joya o viniendo de la sierra, después de trasponer desolados laberintos de cumbres y de nieves, se recibe la misma impresión de júbilo y de luz. Es el valle exuberante, el milagro diáfano del cielo y una paz de égloga que se adueña suavemente del alma. Y siempre, en el fondo del cuadro, la erguida guardia de las cumbres con sus morriones de armiño. Se comprende entonces -perennidad inmortal de la leyenda - la súplica del cortejo imperial de Mayta Cápac al llegar a este paraje, y la respuesta del Inca que dio nombre a la ciudad: "Are-quepay" o sea: "Esta bien: quedaos". También ahora, después del árido recorrido del ferrocarril, imploran los sentidos un descanso para tanta monotonía y el Inca de la sensualidad y del ensueño vuelve a ordenar una pascana en el valle pródigo de verdor, de alegría y de molicie.
La ciudad no vive en divorcio con el campo. Penetran hasta ella largos cortejos de árboles y desde las calles más centrales se divisa al fondo el verdor de la campiña. No podría decir dónde empieza la ciudad y dónde acaba el campo. De esta sana compenetración adquiere la villa, principalmente en los arrabales y barrios apartados, un ambiente rústico y sencillo con escenas y tipos de un ruralismo poético: asnos cargados de frutas, viejas carretas desbordantes de alfalfa, jinetes emponchados sobre las alegres cabalgaduras de paso, o alguna vaca filosófica que se deja arrear por los rapazuelos como una abuela benigna y resignada.
La vida urbana es así muy corta y reducida al centro de la ciudad. El amor al campo y a la naturaleza, que hace de cada arequipeño un bardo bucólico y que ha dado algunos puros valores poéticos, ha hecho también que la ciudad se prolongue en diversos caseríos desparramados por toda la campiña, a los que acuden constantemente, en busca de sosiego, paseantes y nostálgicos de todas las edades: niñas sentimentales atacadas de "nevada", poetas eruptivos de dieciocho años, solteros jubilados para todos los quehaceres menos para el romántico, madamas Bovary que se ignoran y viejos respetables en cuyas cabezas hallan los nietos todos los días el blanco leit motiv del Misti.
Hay entre tantos enamorados del campo preferencias apasionadas y casi supersticiosas sobre la belleza y la influencia saludable de los diversos lugares vecinos. Hay quienes sueñan, como en un paraíso circundado de perales, en la paz de Tiabaya, quienes harían el negocio de Fausto por una mañana de sol en Tingo, cuales no pueden olvidar los paisajes de Paucarpata y de Sabandía, cuales otros elogian el clima tonificante de Yanahuara, quienes prefieren el silencio de Cayma y por último valetudinarios o enfermos que emprenden todas las mañanas la ruta escabrosa de Jesús para tomar las aguas que rejuvenecen el alma, disolviendo las diarias hieles biliares.
El tranvía eléctrico une a la ciudad con la mayoría de estos pueblecitos. Un cartel - rojo, verde, amarillo - anuncia a los arequipeños la dirección del vehículo y podría decirse que cada uno de ellos, fanático de algún lugar de la vecindad, lleva en lo interno, algún letrero de color.
El aspecto de la ciudad es antiguo y pintoresco, lleno de sugerencia colonial. Las casas construidas de sillar y con techos abovedados del mismo material, son de un piso y ofrecen, todas, la ancha hospitalidad del patio, alegrada por las flores de macetas y enredaderas. Hay verjas de hierro y portalones ilustres con claveros y aldabones. Una policromía alegre preside la pintura de las casas que son de colores vivos, predominando el rojo y el azul. Las calles carecen todavía de pavimento y de canalización. Las acequias discurren por las calles y aunque contribuyen a formar el ambiente arcaico de la ciudad, despiertan la aprensión de los turistas, que no aciertan nunca a conciliar lo higiénico con lo pintoresco, y en el fondo de cuya admiración por las ciudades viejas surge siempre una infame intención bactericida.
El lugar más moderno y por lo tanto el menos característico de Arequipa es la Plaza de Armas. Pero es el centro de todas las actividades de la urbe. El área de la plaza y sus portales de piedra, son de mayores proporciones que los de la plaza de Lima, según lo proclama la vanidad lugareña. La Catedral, que ocupa un lado de la plaza, es un hermoso monumento truncado por los terremotos, pero en forma que no perjudica a su grandeza arquitectónica, sino que más bien le presta cierta sobriedad histórica. Además, por el espacio libre entre las dos torres, donde hubo antiguamente un cuerpo ornamental, hoy desaparecido, se puede ver cómodamente el cono perfecto del Misti, sobre el que parece que todas las mañanas alguien vaciara un pequeño saco de cal.
Los tres lados restantes de la plaza los ocupan los portales. Toda la vida de Arequipa transcurre bajo esos amplios arcos de piedra. En el portal de San Agustín se ven rostros extraños de turistas ingleses, bolivianos o cuzqueños que se alojan en el Hostal Castro, en compañía de algunas misses sajonas y amojamadas que parece que hubieran sido echadas al mundo con guantes y paraguas en previsión de su invierno definitivo. El Portal de la Cárcel o de la Municipalidad y el de Flores son los lugares más céntricos del comercio. Pero el último tiene el más alto privilegio. A las doce del día y en la tarde, a la subida y entrada del cine, es el lugar de reunión de los más bellos rostros de Arequipa.
Siendo bella, inteligente y graciosa, no es esta clase de encantos los que sorprenden más en la mujer arequipeña, cuyo elogio han hecho poetas y viajeros heridos en la más sensible e incurable de las entrañas. Es una cierta independencia de carácter, el espíritu firme y emprendedor, y una entereza singular ante la vida que la hace más simpática y atrayente, sin restarle ningún prestigio femenino. Y esta característica, tanto en las mujeres de las clases inferiores como en las deliciosas chiquillas de la aristocracia, que juegan virilmente el tenis por las mañanas y por las tardes estudian afanosamente el inglés o aprenden disciplinas útiles para la vida. Muchachas hay del más rancio abolengo que, arrostrando todos lo prejuicios, trabajan de día en la casas comerciales y por las noches acuden a los salones aristocráticos.
En las calles de Arequipa y por los senderos de la campiña he visto mujeres del pueblo, briosamente montadas a caballo. A horcajadas, como hombres, con las trenzas batientes y el sombrero de jipijapa sobre la cabeza, a manera de chambergo valiente. Otra vez han desfilado ante mi asombro guapas mujeres aristocráticas, que ceñida la esbelta silueta por el traje masculino, galopaban por las calles y el campo con el mismo audaz atrevimiento de las hijas de la campiña. En ambas, en la mujer del campo y en la de la ciudad, la misma airosa intrepidez y ese valiente imperio de la mirada, en la tersura fresca del rostro, que hace pensar en una lumbrarada del volcán en la diafanidad del cielo arequipeño.
También las he visto, ¡oh turbador recuerdo!, bajo la gloria del sol o en la penumbra de sanatorio de las termas, erguir la venusta esbeltez de los cuerpos intactos, para el salto ágil y gracioso en los pozos de Jesús y de Tingo. Tan seductores sobre la glauca y frágil superficie del agua, que se convierte en espuma para ornar el blanco ritmo de los muslos y las manos, como conteniendo con las riendas los ímpetus indómitos del potro encabritado, y como consciente - tal la agitación del belfo y de las ancas -, de su liviana y odorante carga femenina.
¡Amazonas y sirenas!, con el lenguaje resurrecto de la mitología, vuelto a su milenario esplendor por el milagro constante de la vida y hecho línea y ritmo nuevos, en la triunfal y moderna alegría del deporte!
Los monumentos históricos de Arequipa no corresponden a su pasado ilustre. Aparte de la Catedral y de la portada de la Iglesia de la Compañía, no hay casi edificios notables. En la catedral yacen los restos de don Bartolomé Herrera, que fue a morir tan solo en Arequipa. ¿Dónde, en cambio los restos de Mariano Melgar y del Deán Valdivia, figuras tan auténtica e indiscutiblemente arequipeñas? En la Iglesia de Cayma, en el rincón de una sacristía, existen los restos del general Trinidad Morán, el héroe de las vísperas de Ayacucho, muerto en una desgraciada contienda civil.
Una historia doblemente convulsa, por las revoluciones y los terremotos, no ha podido dejar duraderos rastros monumentales, como no sea ese osario lleno de columnas rotas y de un megalómano mausoleo levantado en su propia memoria, que son Las Revoluciones de Arequipa, del Deán egolátrico. Pero a falta de estos testimonios se hallan, algunas vivas y frescas fuentes etnológicas. Porque yendo en busca de una sensación histórica, a visitar la torre de una iglesia, desde la cual Vivanco perdió una batalla, entretenido en descifrar las inscripciones de una campana, se puede recoger, inesperadamente, en cambio, la impresión del paisaje extendido al pie del Chachani, que diariamente copia Casimiro Cuadros o recoger de labios del párroco - un párroco criollo de figura pantagruelesca - las más vivas y felices reminiscencias y el atisbo de una vida en un rincón de provincia del Perú.
Biografía sabrosa que nadie escribirá, la de este cura de Cayma, que no ha salido de los alrededores de Arequipa, porque lo más lejos que ha ido es hasta Sachaca y lo más alto que ha subido es el Misti, desde el cual cuenta que vio el morro de Arica; que fue joven y conoció "todo lo que deben saber los hijos de Eva", según propia expresión picaresca, que conoce palmo a palmo su tierra y nos diría hasta el nombre de una acequia y que, sin haberla visitado, habla detenidamente de Lima y de sus calles y se sonríe maliciosamente nombrando la de la Salud y la de los Siete Pecados; que pondera la frescura de la papaya, cata sabiamente la chicha arequipeña y tiene unos pajarillos que vienen a comer en su mano; que resuelve diariamente los conflictos conyugales de su pequeña grey, recibe las promesas nupciales en el camarín de la virgen de Cayma y va a caballo al cementerio vecino, donde está enterrado desde hace muchos años un hermano suyo y donde el agua que inunda las sepulturas, en las épocas del riego, le acompaña a rezar por los muertos; que a pesar de que la vida le enseñó a ser socarrón y malicioso, es creyente puro y preside todos los años la procesión de las ánimas de su parroquia - cotejo de ataúdes vacíos - a la que contribuyen los indios para que no les sobrevenga desgracia en el año venidero; que dando al mundo lo que es del mundo es puro, bueno y fervoroso y cree firmemente en el milagroso poder de las estampas de Nuestra Señora de Cayma, que reparte con unción; que es modesto y humilde y se considera sucesor indigno del "señor Zamácola", famosísimo escritor y antecesor suyo en la parroquia, a quien él ha enterrado en el presbiterio de su iglesia y hecho colocar un pedestal en la plaza Mayor, que aún no tiene busto; cura en fin de una feligresía apacible que se recoge a las seis de la tarde, que no conoce las complicaciones del cinematógrafo y que le respeta supersticiosamente, descubriéndose ante él y diciéndole "Bueno Días tatitoy". Buen cura de Cayma, acogedor y dicharachero, en cuya imaginación los hechos van creciendo con el transcurso de los años hasta formar ese poco de novela que todos necesitamos en la vida, que vio entrar a los chilenos y los asustó con una escopeta, y que se sienta ahora en las tardes, a la puerta de su vivienda que da al jardín, donde crecen unos claveles cultivados por sus manos y un viento frío empieza a soplar del lado de los volcanes teñidos de rosa por los últimos resplandores del crepúsculo...
* Publicado en Variedades, el 5 de mayo de 1928