Cátedra Raúl Porras Barrenechea

Blog-Homenaje a la memoria de Raúl Porras Barrenechea,
Historiador y Profesor de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos

12 julio 2007

Antología de Raúl Porras (XXI)

El aire, el temple y la constelación en la Fundación de Lima



Existían normas legales para la elección del sitio de las ciudades, como para todas las formalidades de la fundación. Entre las principales podrían citarse las contenidas en las instrucciones a Pedrarias. Pero éstas, dictadas en 1513, no es probable las tuvieran a la mano los conquistadores del Perú. Estos no podían viajar con archivos. Era, además, un momento creador y la norma escrita valía sólo cuando se había hecho carne en la costumbre o había emanado de ella misma. El "baqueano" en la tierra sabía de memoria, al mismo tiempo que todos los rincones de la geografía y los hábitos de los indios, todo el escaso derecho indiano vigente. Los tres comisionados de Pizarro, no son legistas ni hombres de ciencias, sino tres "pláticos". Esto se dice en la provisión de su nombramiento "por que... son personas muy antiguas en estas partes y que os aveis hallado en fundación de muchos pueblos en ellas y teneys la ysperiencia necesita e concymiento para buscar acyento conbenyente para el dicho pueblo".

Martín, Díaz y Tello apenas recordarían las disposiciones dispersas en diversas Cédulas Reales sobre fundación de ciudades. Pero aquéllas estaban incorporadas en su experiencia. Así las instrucciones a Pedrarias aconsejan fundar las poblaciones en la costa, por las necesidades de la comunicación marítima, la seguridad de la tierra y, sobre todo, por los transportes "sin que haya trabajo e costa de llevar por tierra las mercaderías que de acá fuesen". Las ciudades mediterráneas sólo eran aconsejables en el caso de haber laboreo de minas. Los pueblos debían escogerse en sitios sanos y no anegadizos, "que sean de buenas aguas e de buenos aires e cerca de montes o de buena tierra de labranza e destas cosas las mas que pudiera tener".

Estas ordenanzas habían sido puestas en práctica veinte veces en Tierra Firme, asentándose lo útil e inútil de ellas lo vital y lo bachilleresco, lo popular y lo científico. De la mezcla de ambos se forma el espíritu de la época. Para el hombre español del siglo XVI - fuese letrado o del pueblo - había un concepto general, más o menos semejante al de ahora, sobre las condiciones geográficas de una ciudad. Pero este concepto estaba naturalmente teñido por ese fondo de creencias, supersticiones o postulados científicos, que forman la conciencia de un momento histórico. Esta tonalidad de época, que no vería sustancialmente los conceptos, trasciende sobre todo a la nomenclatura.

En el siglo XVI, se habla, con especial acento, del "aire", del "temple" y de la "constelación" de las ciudades. El aire debía ser puro, fresco, no húmedo ni caliente. Los vientos traen el frío en tanto que la tierra es cálida. Así hay diversas regiones del aire, y la inferior es el temple caliente y la región media y la alta son frías. Las ciudades, por esto, no deben edificarse en sitios altos, que sufren los vientos fríos, ni en los bajos, que son enfermos, sino en sitios descubiertos que gocen los vientos. Los australes en América del Sur traen el frío y las hoyas, defendidas de ellos por los cerros, son calientes. En Lima, dice un cronista docto, hablando de los vientos "el sur es sano y el norte enfermo". Los vientos, dice el padre Acosta: "unos son lluviosos, otros secos; unos enfermos y otros sanos; unos calientes y otros fríos, serenos y tormentosos, estériles y fructuosos con otras más diferencias". Hay vientos que sirven para generación de animales y otros que las destruyen". En Europa se consideraba que el cierzo, viento del norte o aquilón, es frío seco y sereno; el ábrego o sur húmedo, cálido y tormentoso; el solano o levante pesado y malsano y el zéfiro o poniente apacible y sano. En América, esta experiencia resultaba rota. El viento austral era fresco y saludable en la costa del Perú, y el viento de oriente, o brisa, el más sano y apacible.

El "temple" es algo más indefinido y general que el aire. "El temple - dice el padre Cobo -, se toma de la cualidad del aire y del cielo". Caracterizan el temple principalmente el aire, el suelo, la flora y la fauna. El mismo cronista distingue seis temples sólo en la tierra del Perú: seco y estéril, con vicuñas y huanacos; frío y con pastos; frío y sin frutas, pero con ganados; templado y moderadamente húmedo. El temple de la costa "se inclina más a húmedo que a seco". El suelo es seco y el cielo húmedo.

En lo que se refiere al Perú, predominaron desde el principio las denominaciones de temples de los indígenas. El temple más frío fue el de las punas o páramos; el temple medio de la sierra fue llamado keshua; el caliente y húmedo de la selva llamado yunga o junca; y el intermediario de la costa, cálido y húmedo, pero sin el exceso de la selva, llamado Chaupiyunga.

El temple ideal para una ciudad es aquel en el que no haya exceso de calor ni de frío y que tenga pastos, ganados, agua, árboles para leña, frutos y pobladores. Este se realiza, según muchos cronistas, en las tierras Chaupiyunga.

La constelación, por último, es la más indecisa de las condiciones. Para determinar la constelación favorable de una ciudad precisaba conocimientos de astrología y los astrólogos - como Jerónimo Villega - llegaron tarde a la conquista. "Nadie puede negar - dice el padre Calancha, aún no terminado el siglo XVI -, que tienen lo astros activas influencias que inclinan las naturalezas a varias condiciones. Las ciudades tiene su horóscopo como los hombres y éste depende de la correspondencia de signos y planetas en la hora de su fundación".

La constelación, en un sentido científico, es como la predisposición de la región y sus condiciones generales de habilidad y sanidad, con o sin atención a las estrellas. Entran en ella la calidad del agua, las "emanaciones", la fecundidad de las plantas, la aptitud y complexión de los hombres. Es en suma, el influjo de las fuerzas ocultas de la tierra y los poderes siempre misteriosos de la vida, palpable en algunos signos y, según algunos, regidos por las combinaciones de los astros.

En la elección del sitio de Lima parece haberse tenido presente todas estas prevenciones terrestres y estelares. La ciudad fue emplazada de modo que por el norte y el noroeste estuviese resguardada de los vientos del septentrión por una cadena de cerros, y refrescada por el sur por los vientos australes. Las calles se orientaron de modo que los vientos alisios que soplan del sur incidiesen de un modo oblicuo, para procurar una moderada circulación del aire. No obstante esto, el dominico Lizárraga anotará más tarde que el "nortecillo" trae cuotidianamente romadizos, catarros y dolores de costado, "porque en esta partes es muy frío y trae pistilencia".

El temple de Lima es tópico de alabanza, en cronistas y viajeros. Un Oidor de Lima que había estado en la Nueva España, comparando las excelencias de Lima y de Méjico, con el padre Cobo, convenía en que "no había parangón en el clima, porque sentía que su temple era el del Paraíso terrenal". Este símil paradisíaco se repite a menudo en Calancha, en Acosta, en Meléndez, en Córdova y Urrutia y en Echave y Aasu. El Obispo de la Concepción decía: "Lima es el paraíso, pues las señas no son de otras cosa". "Uno de los más regalados del mundo", dice Lizárraga. Y Cieza de León, gran viajero y catador de climas y ciudades, escribiría. "Y cierto para pasar la vida humana, cesados los escándalos y alborotos y no habiendo guerra, verdaderamente es una de las buenas tierras del mundo que en ella no hay hambre, ni pestilencias, ni llueve, ni caen rayos, ni relámpagos, ni se oyen truenos; antes siempre está el cielo sereno y muy hermoso". Y el padre Acosta dice que no hay en esta región "invierno que apriete con fríos ni estío que acongoje con calores". Algunos de los conquistadores, dice Lizárraga, afirmaban que "llegados a este valle les parecía imposible morir".

Los fundadores de la ciudad tuvieron también "buena mano" en lo que respecta a la constelación. La tierra era fecunda y los nacidos en ella tuvieron, según viajeros y cronistas, aptitudes para la cultura, precocidad y agudez de ingenio. En ella tuvo parte, según el padre Calancha, la hora en que se fundó la ciudad. Habiendo nacido en lunes y a las 10 de la mañana bajo el signo de Piscis, el horóscopo de los limeños, sería, según aquel cronista, el de ser "gente poco trabajadora y amiga de agua, sueño y de salir de su patria, amigos de burlarse e inclinados a cosas loables a conversar con buenos, comer mucho y por esto ser enfermizos; ser contentos de sí mismos y osados a casos dificultosos y a las mujeres ser piadosas, honestas y que padecerán mal de madre".

Hubo, naturalmente, a pesar de las magníficas condiciones de la ciudad conforme a los preceptos actuales del urbanismo moderno, defectos imposibles de prever o imperfecciones inherentes a toda cosa humana. La plaga más terrible fueron los terremotos, que con relativa regularidad remueven, cada siglo, la piedad y los cimientos de Lima. Podría, sin embargo, pensarse que esta calamidad, común a toda la costa del Pacífico, no fue desconocida para los fundadores. La primera visión del valle de Lima por los españoles estuvo unida a un temblor. Al pasar Hernando Pizarro, en 1533, hacía Pachacamac, sintió en la comarca inmediatamente anterior, un sacudimiento de tierra. Lo cuenta Miguel de Estete, testigo presencial en esta forma: "Acaecionos una cosa muy donosa antes que llegásemos a él (a Pachacamac) en pueblo junto a la mar; que nos tembló la tierra de un recio temblor y los indios que llevábamos que muchos se iban tras nosotros a vernos, huyeron aquella noche de miedo diciendo que Pachacamac se enojaba porque íbamos allí y todos habíamos de ser destruidos". A Pachacamac y no a Pizarro cabe, pues, atribuir las ruinas de Lima de 1606, 1687, 1746, 1828 y 1940.

También pudiera ser objeto de censura la húmeda capa de niebla que cubre a la ciudad en ciertos meses, para exasperación de los asmáticos. Pero aparte de que, a pocos kilómetros, hacía la cordillera, puede hallarse refugio seco y de sol en los aledaños mismos de Lima, es probable que la neblina limeña estuviera entre los factores psicológicos que determinaron la fundación de la ciudad. Dícese, en efecto, que fue el aspecto nubarroso y como algodonado del cielo de Lima, el que sedujo a Pizarro, recordando el cielo casi siempre entoldado de nubes de su tierra natal.

Acúsase por último a la molicie del paraíso limeño de propiciar cierta blandura de ánimo y hasta falta de virilidad. Atribúyese al clima de Lima defectos que son de todas las capitales y que serían los mismos si ésta se hallase en Coropuna o en Conchucos. Los denuestos de Lima, si son los que se enuncian, reflejan principalmente los del país del que ella es capital y síntesis, y de las razas que lo integran. El curso de la historia del Perú no se ha desviado porque la capital estuviera en Lima o en Jauja, y Lima ha prestado en todo caso al conglomerado peruano el relieve de su amor y aptitud para la cultura y la innegable gracia de su espíritu.



* Publicado en La Prensa, Lima, el 28 de julio de 1942

El Reportero de la Historia, 3:05 p. m.