Cátedra Raúl Porras Barrenechea
Blog-Homenaje a la memoria de Raúl Porras Barrenechea,
Historiador y Profesor de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos
Historiador y Profesor de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos
12 setiembre 2006
Antología de Raúl Porras (XIII)
“Reviven en este momento mis entrañables recuerdos de México ...” *
Señor Embajador:
Ha querido vuestra gentileza dar a vuestras palabras la perdurabilidad de lo escrito y la buena ley de vuestra amistad generosa y benévola. Recojo vuestras expresiones y el zumo de vuestros juicios como la más cara consagración con que me honra y distingue vuestra personalidad de maestro, de cultor del derecho y de la historia, de hombre de libros y de universidad. O sea, de un amigo dilecto del espíritu, de un verdadero representativo de la cultura de México y de su inquietud por todas las esencias de América. Y es por ello, y no por mis méritos de investigador o de profesor que habéis exaltado con largueza, que vuestra tarea de propiciador de la vieja amistad del Perú y de México y de reanudador de los ancestrales lazos de nuestra ha hallado tan fácil y limpio cauce y tan halagadores resultados, porque no hay acaso más noble y segura vía unitiva entre los pueblos que la que les abren los humanistas y los maestros que como vos, Licenciado Martínez de Alva, habéis aquilatado vuestra voluntad de saber en las aulas y en el inquieto diálogo de la enseñanza en vuestra patria y en las más doctas universidades del mundo. Quedará por ello huella indeleble de vuestra presencia en Lima y de vuestra cordial propulsión, por este renacimiento de la secular vinculación de nuestras patrias que vuestra misión ha estimulado con pactos de recíproco afecto y voluntad de aproximación cultural, que culminan con la primera visita fraternal de un Presidente de México al Perú, a los más arcaicos hontanares de su cultura milenaria.
El afecto cordial entre mexicanos y peruanos, la compenetración anímica fácil y espontánea, la semejanza en lo físico y lo moral entre ambos pueblos y la ininterrumpida amistad entre los Gobiernos arrancan de una viva entraña telúrica e histórica. El paralelismo del desarrollo social y de la peripecie común en los mismos avatares históricos arranca acaso de la similitud de un mismo sino geográfico y de una fuerza vital acendrada en ritmos comunes de temor, de dolor y de misterio. Tanto el Perú como México aprendieron en la soledad ascética de sus montañas, en “la vegetación arisca y heráldica del paisaje” y en la atmósfera de extrema nitidez del cielo, “en la región más transparente del aire”, que dijera Alfonso Reyes, su anhelo de perfección, el sentido de la claridad y de la medida, su melancolía aliada con la fatalidad y el misterio, a la vez que su inclinación a lo monumental en el arte y a la dominación imperial en la vida. En el arte y en la historia el signo mexicano fue más rudo, trágico y despiadado que el peruano, más patético y cogido del sentido de la fatalidad y de la catástrofe, más inclinado a la protesta y a la lucha que simbolizan los dioses benéficos y los dioses coléricos, y que parece teñir con coágulos de sangre humana sus templos de rojizo tezontle. La Imagen representativa de esa personalidad mexicana ancestral podía ser, según Picón Salas, esa Caballero del Aguila de una antigua escultura azteca, hecha en un trozo de andesita, que tiene ya en su contención, en su reserva, en su estoicismo, distante a la vez de la sonrisa y de la cólera, todos los elementos de la varonía mexicana. Los mitos peruanos rezuman, en cambio, junto con la misma tristeza atávica un animismo lírico que juega en los espacios celestes, libre del espanto cósmico, con un sentido de alivio y compasión que engendra optimismo y poesía para la tierra maternal. Pero unen a estos pueblos, en la distancia prehistórica, otros lazos que la arqueología restaura y que denuncian comunicaciones inmemoriales: el surgimiento mítico del maíz, las extrañas y grotescas esculturas de Chavín y de Teotihuacán, con sus escorpiones y jaguares divinizados, las pirámides artificiales de huacas y teocallis funerarios, las flautas musicales, la orfebrería de oro que tuvo su auge mayor en el Perú y el colectivismo reglamentado de ayllus y calpullis.
Hay así una coincidencia étnica y espiritual entre el Perú mítico de los Incas y el de los aztecas, que decide formas de vida y de carácter de ambos pueblos cargados de historia y de escombros, determinando un sentido ritualista de la vida y una ancestral cortesía en peruanos y mexicanos.
La conquista renueva los vínculos y las coincidencias entre el Perú y México. Nueva España y Nueva Castilla, con sus deslumbrantes imperios indígenas, son los dos florones más preciados de la corona de Castilla. Entre los dos grandes Virreinatos de México y del Perú se trama una historia de opulencia y boato, de cultura académica, de esplendor comercial y sobre todo de fecundación étnica y espiritual de un mestizaje predestinado, que fulgura con candores indígenas en los altares dorados al fuego, en las tallas de coros y retablos barrocos de Lima y de México y en el espíritu criollo que aflora en Garcilaso o en Sor Juana Inés de la Cruz. La comunicación entre México y el Perú fue acaso más constante en la época colonial que en la republicana. De México vinieron Virreyes y Arzobispos y fueron también gobernantes y prelados y hasta un Virrey limeño para afirmar la capacidad de los criollos. La nao china vertía sobre Acapulco y de allí sobre el Perú todas las alucinaciones del Oriente, de porcelanas y de sederías, de marfiles y de lacas, volcando sobre la arquitectura limeña todos los magnetismos asiáticos.
Pero es, señor Embajador, en la etapa de la Independencia y de la República en la que los lazos de nuestras patrias se estrechan más honda y entrañablemente, a la lumbre de la libertad, del romanticismo político y de la utopía democrática. En los cabildos insurgentes de México, en el momento multitudinario de Hidalgo y de Morelos, con sus anuncios de redención social fulgura el hábito blanco del fraile mercedario peruano Talamantes, como más tarde en la lucha contra el privilegio y la esclavitud y contra la intervención europea irá a sumarse a las huestes de Benito Juárez un poeta romántico del Perú, Manuel Nicolás Corpancho, desterrado por Maximiliano, que perecerá en un naufragio por servir a la democracia indígena y al estado laico y liberal de Juárez, que era el nuevo signo de América.
Es fuerza del corazón y mandato del espíritu que yo diga en esta hora toda mi emoción personal de México y el auspicio que esa noble metrópoli del espíritu prestó a varias generaciones peruanas e imprimió rumbo a la nuestra. No hubo en América, bajo el signo del romanticismo, quien no aprendiera de memoria los versos del Nocturno de Acuña o de los deliquios sensuales de Manuel María Flores, que inspiraron a Palma y a Salaverry. Gutiérrez Nájera abrió los cauces del modernismo y Díaz Mirón los del estruendo romántico a la manera de Hugo y de Byron. Nervo sedujo a toda una generación con sus ansias de paz y de serenidad, de eliminación del deseo, de ensimismamiento en el misterio, de captación de la palabra que el abismo dirá y de comunión con las enseñanzas del Kempis o de Sidarta Gaudama, para el ascenso por “las laderas de la montaña augusta de la serenidad”. Nervo definió, a mi juicio, la posición auténtica de la poesía mexicana, reflexiva, descarnada, de pies descalzos, despojada de oropeles, y de cisnes de engañoso plumaje y anhelante de sencillez y de íntima seranidad.
A la par que el deslumbrante panorama de la poesía modernista, de sus continuadores en el ensayo, la novela y la historia, México ha ofrecido a América su ejemplo democrático y social, que yo vi desarrollarse en 1921 bajo la égida liberal de Obregón y Vasconcelos, inundando de libros el erial mexicano de entonces y alentando la emoción de la tierra y del trabajo con sus escuelas rurales, sus egidos y su renovadora política agraria. De entonces data mi admiración directa y ya no sólo libresca por México, por su arte indígena y colonial, por su maravillosa metrópoli en que se siente el fluir del espíritu y de la historia, y sobre todo por el profundo sentido de emoción social de su pueblo y de sus gobernantes, que han sabido plasmar un programa del mañana con un sentido de vida integral, basado en el poder del trabajo, en la igualdad social y la libertad de pensamiento, lejos de “toda casta cerrada y de toda tradición unilateral” y que han acreditado en América, como sinónimo del más alto nivel espiritual, la profesión de mexicano, es decir de hombre.
Por todo ello, señor Embajador, por vuestra gentileza personal y devoción por el Perú, por mis entrañables recuerdos y enseñanzas de México, que reviven en este momento cordial, os agradezco, a nombre mío y de Augusto Morelli, el insigne honor que me hacéis al otorgarme la más alta condecoración de vuestro legendario y presagioso país.
Muchas gracias
* Discurso pronunciado en la Embajada de México por el Canciller del Perú, Doctor Raúl Porras Barrenechea, al recibir la condecoración “El Águila Azteca”
Señor Embajador:
Ha querido vuestra gentileza dar a vuestras palabras la perdurabilidad de lo escrito y la buena ley de vuestra amistad generosa y benévola. Recojo vuestras expresiones y el zumo de vuestros juicios como la más cara consagración con que me honra y distingue vuestra personalidad de maestro, de cultor del derecho y de la historia, de hombre de libros y de universidad. O sea, de un amigo dilecto del espíritu, de un verdadero representativo de la cultura de México y de su inquietud por todas las esencias de América. Y es por ello, y no por mis méritos de investigador o de profesor que habéis exaltado con largueza, que vuestra tarea de propiciador de la vieja amistad del Perú y de México y de reanudador de los ancestrales lazos de nuestra ha hallado tan fácil y limpio cauce y tan halagadores resultados, porque no hay acaso más noble y segura vía unitiva entre los pueblos que la que les abren los humanistas y los maestros que como vos, Licenciado Martínez de Alva, habéis aquilatado vuestra voluntad de saber en las aulas y en el inquieto diálogo de la enseñanza en vuestra patria y en las más doctas universidades del mundo. Quedará por ello huella indeleble de vuestra presencia en Lima y de vuestra cordial propulsión, por este renacimiento de la secular vinculación de nuestras patrias que vuestra misión ha estimulado con pactos de recíproco afecto y voluntad de aproximación cultural, que culminan con la primera visita fraternal de un Presidente de México al Perú, a los más arcaicos hontanares de su cultura milenaria.
El afecto cordial entre mexicanos y peruanos, la compenetración anímica fácil y espontánea, la semejanza en lo físico y lo moral entre ambos pueblos y la ininterrumpida amistad entre los Gobiernos arrancan de una viva entraña telúrica e histórica. El paralelismo del desarrollo social y de la peripecie común en los mismos avatares históricos arranca acaso de la similitud de un mismo sino geográfico y de una fuerza vital acendrada en ritmos comunes de temor, de dolor y de misterio. Tanto el Perú como México aprendieron en la soledad ascética de sus montañas, en “la vegetación arisca y heráldica del paisaje” y en la atmósfera de extrema nitidez del cielo, “en la región más transparente del aire”, que dijera Alfonso Reyes, su anhelo de perfección, el sentido de la claridad y de la medida, su melancolía aliada con la fatalidad y el misterio, a la vez que su inclinación a lo monumental en el arte y a la dominación imperial en la vida. En el arte y en la historia el signo mexicano fue más rudo, trágico y despiadado que el peruano, más patético y cogido del sentido de la fatalidad y de la catástrofe, más inclinado a la protesta y a la lucha que simbolizan los dioses benéficos y los dioses coléricos, y que parece teñir con coágulos de sangre humana sus templos de rojizo tezontle. La Imagen representativa de esa personalidad mexicana ancestral podía ser, según Picón Salas, esa Caballero del Aguila de una antigua escultura azteca, hecha en un trozo de andesita, que tiene ya en su contención, en su reserva, en su estoicismo, distante a la vez de la sonrisa y de la cólera, todos los elementos de la varonía mexicana. Los mitos peruanos rezuman, en cambio, junto con la misma tristeza atávica un animismo lírico que juega en los espacios celestes, libre del espanto cósmico, con un sentido de alivio y compasión que engendra optimismo y poesía para la tierra maternal. Pero unen a estos pueblos, en la distancia prehistórica, otros lazos que la arqueología restaura y que denuncian comunicaciones inmemoriales: el surgimiento mítico del maíz, las extrañas y grotescas esculturas de Chavín y de Teotihuacán, con sus escorpiones y jaguares divinizados, las pirámides artificiales de huacas y teocallis funerarios, las flautas musicales, la orfebrería de oro que tuvo su auge mayor en el Perú y el colectivismo reglamentado de ayllus y calpullis.
Hay así una coincidencia étnica y espiritual entre el Perú mítico de los Incas y el de los aztecas, que decide formas de vida y de carácter de ambos pueblos cargados de historia y de escombros, determinando un sentido ritualista de la vida y una ancestral cortesía en peruanos y mexicanos.
La conquista renueva los vínculos y las coincidencias entre el Perú y México. Nueva España y Nueva Castilla, con sus deslumbrantes imperios indígenas, son los dos florones más preciados de la corona de Castilla. Entre los dos grandes Virreinatos de México y del Perú se trama una historia de opulencia y boato, de cultura académica, de esplendor comercial y sobre todo de fecundación étnica y espiritual de un mestizaje predestinado, que fulgura con candores indígenas en los altares dorados al fuego, en las tallas de coros y retablos barrocos de Lima y de México y en el espíritu criollo que aflora en Garcilaso o en Sor Juana Inés de la Cruz. La comunicación entre México y el Perú fue acaso más constante en la época colonial que en la republicana. De México vinieron Virreyes y Arzobispos y fueron también gobernantes y prelados y hasta un Virrey limeño para afirmar la capacidad de los criollos. La nao china vertía sobre Acapulco y de allí sobre el Perú todas las alucinaciones del Oriente, de porcelanas y de sederías, de marfiles y de lacas, volcando sobre la arquitectura limeña todos los magnetismos asiáticos.
Pero es, señor Embajador, en la etapa de la Independencia y de la República en la que los lazos de nuestras patrias se estrechan más honda y entrañablemente, a la lumbre de la libertad, del romanticismo político y de la utopía democrática. En los cabildos insurgentes de México, en el momento multitudinario de Hidalgo y de Morelos, con sus anuncios de redención social fulgura el hábito blanco del fraile mercedario peruano Talamantes, como más tarde en la lucha contra el privilegio y la esclavitud y contra la intervención europea irá a sumarse a las huestes de Benito Juárez un poeta romántico del Perú, Manuel Nicolás Corpancho, desterrado por Maximiliano, que perecerá en un naufragio por servir a la democracia indígena y al estado laico y liberal de Juárez, que era el nuevo signo de América.
Es fuerza del corazón y mandato del espíritu que yo diga en esta hora toda mi emoción personal de México y el auspicio que esa noble metrópoli del espíritu prestó a varias generaciones peruanas e imprimió rumbo a la nuestra. No hubo en América, bajo el signo del romanticismo, quien no aprendiera de memoria los versos del Nocturno de Acuña o de los deliquios sensuales de Manuel María Flores, que inspiraron a Palma y a Salaverry. Gutiérrez Nájera abrió los cauces del modernismo y Díaz Mirón los del estruendo romántico a la manera de Hugo y de Byron. Nervo sedujo a toda una generación con sus ansias de paz y de serenidad, de eliminación del deseo, de ensimismamiento en el misterio, de captación de la palabra que el abismo dirá y de comunión con las enseñanzas del Kempis o de Sidarta Gaudama, para el ascenso por “las laderas de la montaña augusta de la serenidad”. Nervo definió, a mi juicio, la posición auténtica de la poesía mexicana, reflexiva, descarnada, de pies descalzos, despojada de oropeles, y de cisnes de engañoso plumaje y anhelante de sencillez y de íntima seranidad.
A la par que el deslumbrante panorama de la poesía modernista, de sus continuadores en el ensayo, la novela y la historia, México ha ofrecido a América su ejemplo democrático y social, que yo vi desarrollarse en 1921 bajo la égida liberal de Obregón y Vasconcelos, inundando de libros el erial mexicano de entonces y alentando la emoción de la tierra y del trabajo con sus escuelas rurales, sus egidos y su renovadora política agraria. De entonces data mi admiración directa y ya no sólo libresca por México, por su arte indígena y colonial, por su maravillosa metrópoli en que se siente el fluir del espíritu y de la historia, y sobre todo por el profundo sentido de emoción social de su pueblo y de sus gobernantes, que han sabido plasmar un programa del mañana con un sentido de vida integral, basado en el poder del trabajo, en la igualdad social y la libertad de pensamiento, lejos de “toda casta cerrada y de toda tradición unilateral” y que han acreditado en América, como sinónimo del más alto nivel espiritual, la profesión de mexicano, es decir de hombre.
Por todo ello, señor Embajador, por vuestra gentileza personal y devoción por el Perú, por mis entrañables recuerdos y enseñanzas de México, que reviven en este momento cordial, os agradezco, a nombre mío y de Augusto Morelli, el insigne honor que me hacéis al otorgarme la más alta condecoración de vuestro legendario y presagioso país.
Muchas gracias
* Discurso pronunciado en la Embajada de México por el Canciller del Perú, Doctor Raúl Porras Barrenechea, al recibir la condecoración “El Águila Azteca”
El Reportero de la Historia, 10:50 p. m.